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domingo, 30 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del martes 1 de Noviembre, Solemnidad de Todos los Santos

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Hoy no comienzo como siempre, sino con la sensación que tuve cuando entré por vez primera en la capilla de los Mártires. Llevaba meses diciendo misa en La Salle y fue casual. La vi en la semi-penumbra que tiene, no sabía donde se encendían las luces. Pero me golpeó con fuerza, allí había algo muy impactante que no te permitía estar indiferente. Fui leyendo los nombres sin saber quien era quien, pero consciente de estar ante las reliquias de unos hombres que habían dado su vida por su fe en Cristo, por su fidelidad a Cristo, por esa consciencia clara de que su existencia sólo tenía sentido sin dejar el camino que les marcó su padre, San Juan Bautista de la Salle. Del mismo modo el empleado y el Capellán de la casa, en ocasiones párroco de Griñón.
Por eso cuando vi el vídeo de la ceremonia en la que eran elevados a los altares, eran puestos ante todo el pueblo de Dios como ejemplo y referencia de santidad, entendí mi primera sensación en la capilla de sus reliquias. Eran de esos que habían lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero, como dice el Apocalipsis.
Estamos en la fiesta de Todos los Santos, los que han ido por el camino que Dios les había marcado. Aquellos a los que las dificultades de la vida no les asustaron. Aquellos a los que el sufrimiento no les anonadó, ni los hundió en la desesperación. Aquellos a los que las alegrías no les ensoberbecieron ni les apartó de la realidad.
La fiesta de los que con su cruz, llevada con alegría, acompañaron a Cristo, fueron acompañados por él. Los que le pidieron ayuda cuando les faltaban las fuerzas, pero al mismo tiempo siempre con la mano y el alma tendida para ayudar al hermano que desfallecía por el camino.
La fiesta de los mejores hijos de la Iglesia. La Iglesia fortificada en la sangre de los mártires. Iglesia valiente en sus misioneros. Iglesia sabia en aquellos que pusieron su mente y sus posibilidades al servicio de la Palabra de Dios. Iglesia mística en tantos orantes, para los cuales la contemplación del Misterio Divino era su pan y su aire.
La gran muchedumbre anónima para nosotros, pero reconocida, con los nombres y apellidos de cada uno, por Dios. La gran muchedumbre que desde Pentecostés han ido cimentando lentamente la única Iglesia sobre la roca de Cristo. La gran muchedumbre fiel, siempre fiel al sucesor de Pedro y a los sucesores del resto de los apóstoles, siempre fiel a la palabra y al magisterio de la Iglesia.
Pecaron y lo supieron, y eso les animó a reconciliarse y estar en un constante camino de perfección. No fueron de perfectos, sino que necesitaron y suplicaron la misericordia de Dios, desde la humildad de quien sabe que ante Dios sólo cabe la adoración y la súplica.
Pero por encima de todo, gente que saboreó el amor de Dios en toda su intensidad, y supieron que ese amor los desbordaba y tenían que transmitirlo. Por eso sufrieron amando, rieron amando, lucharon amando y vencieron amando. Y en esa victoria se nos fue marcando el camino que nos lleva al amor del Padre.
Este comentario lo escribí hace tres años y no he querido cambiar nada. El sábado, durante la Eucaristía que inauguraba el centenario de la llegada de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, vamos La Salle. En el ofertorio se aproximó el hermano Satur con un cuadro con los mártires y se colocó entre las flores del pie del altar, fui consciente de qué era lo que había sostenido esa obra durante cien años y lo que nos sostiene a nosotros día a día. Esa santidad que emana de Dios y que han extendido tantos y tantos que han entendido cuan es el camino de la perfección. Saber que el amor de Dios no nos deja nunca, el amor perfecto, el amor único, es decir, la santidad, a la que hemos sido llamados y en la única que encontraremos la dicha perfecta y por la que vale la pena dar la vida.
Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 28 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 30 de octubre, Trigésimo Primero del Tiempo Ordinario

DOMINGO TREINTA Y UNO DEL TIEMPO ORDINARIO
Dios no cesa de llamar a todos los corazones, porque a todos quiere acogerlos en sí mismo. Quiere que todos se identifiquen con su persona y con su amor, que todos sepan que en él hay un espacio seguro de paz.
Y por eso comienza con la reconciliación, con un hacer las paces con todos. Las paces con Dios que nos quiere arrepentidos, pero a su lado. Las paces con el mundo, que nos necesita para seguir perfeccionándolo, haciéndolo más habitable, más fraterno. Las paces con el prójimo, al que nuestro egoísmo y nuestro desprecio sumieron en el dolor. Las paces con nosotros mismos, que cuando nos vamos librando de la suciedad del alma, va apareciendo ese ser bello que surgió de las manos de Dios.
Dios llama a Zaqueo y éste siente que dentro de él todo ha cambiado. Lo ha llamado el Señor, y se queda perplejo cuando le dice que quiere estar con él, en su casa, en su intimidad. Sentarse a su mesa, compartir su vida cotidiana, por lo cual lo que sigue a continuación es lo lógico. En su casa ha entrado el Señor, la bondad más absoluta y ya el mal no tiene espacio. Hay que desterrar toda ambición, todo egoísmo, toda injusticia. Y ese espacio ha de ser llenado por la generosidad y la humildad, ha de imponerse la justicia, pero no cualquier justicia, sino la justicia según Jesús, la justicia que brota de un corazón que se ha descubierto amado por Dios.
Recuerdo en una ocasión una mujer hablaba de que veía a la Virgen, otra le dijo que era imposible ya que la veía tan tranquila: .-Porque si yo veo a la Virgen, me cambian hasta los andares-. Le dijo a la otra.
Y es lo que le pasa a todo el que tiene un encuentro de verdad con el Señor, “le cambian hasta los andares”, como le pasó a Zaqueo, su vida dio un vuelco total y definitivo.
Dios llama a todos los corazones. A los de los santos y a los de los pecadores, pero quiere que la primera respuesta a esa llamada sea el cambio y la conversión. Invertir todos los valores que hasta ese momento nos han mantenido y transformarse a esa vida según Dios.
Una vida que tiene como programa y referencia las bienaventuranzas. En el que el perdonar es un gozo, el compartir una alegría, el luchar por la paz y la justicia, una necesidad.
En muchas ocasiones va a ser duro y doloroso, como lo es sanear una herida, pero una vez pasado ese momento comienza la curación, la alegría de esa vida en la que no miramos hacia atrás, no vale la pena añorar una vida que me separaba de Dios, sino adelante, al futuro más luminoso.
Porque aunque nos parezca mentira, aunque suene a casi imposible, este caso se da constantemente en nuestra vida. Cristo nos llama una y otra vez, siempre que pecamos, siempre que nos mantenemos obstinados en nuestro error. Ese error que se repite tanto, el de pensar que nosotros no pecamos, que nuestra vida cómoda y burguesa es lo normal. Aunque recemos, aunque colaboremos en este o en aquel apostolado o hacer pastoral. Cristo nos quiere a nosotros, pero a nosotros, no nuestras cosas, todo eso de lo que nos hemos ido rodeando y que se ha convertido en una barrera entre Él y nosotros. Nos llama, quiere sentarse a nuestra mesa, no una rica mesa llena de manjares que nos separan del hermano necesitado, sino con el pan sencillo, ese pan que iguala y que hermana.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 21 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 23 de octubre, Trigésimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO TREINTA DEL TIEMPO ORDINARIO
Hay que reconocer que es bastante fácil rezar. Nos ponemos en trance, elevamos la vista, y decimos cosas y cosas, muy bonitas la mayoría. Terminado el rezo seguimos con nuestras cosas tan campantes. Pero, en la mayoría de los casos cuando esas palabras salen de nuestra mente y de nuestros labios se esfuman. Están vacías, no transforman nuestra vida, no nos sacan de nuestro egoísmo ni de nuestra burguesía, justifican nuestro estilo de vida en este mundo que sangra de hambre y de dolor. Nuestro ambiente lo vemos natural. Como el fariseo salimos del templo felices como perdices, pero con el alma igual de seca que la entramos.
Hacer oración, rezar de verdad, es muy distinto. Porque es hablar con Dios, es una conversación entre desiguales. Un pecador ante la mayor santidad. Un ser mediocre ante la perfección absoluta. Una pequeña criatura ante el Hacedor del cielo y de la tierra.
Por eso lo primero es agachar la cabeza, reconocer nuestro pecado y suplicar la misericordia a la que no tenemos derecho y que se nos da como don. Ver en Dios a ese Padre que nos mira con amor y con exigencia. Un Dios que nos pide la conversión, el cambio de esos valores egoístas que nos hemos creado, por aquellos que nos hacen crecer como imagen suya. Un Dios dispuesto a acogernos con amor si venimos de la mano del hermano, del más pobre, del más necesitado. Con vergüenza por nuestra insolidaridad, por nuestro sentirnos con derecho a todo y sin más obligaciones que las que nosotros queramos y que no nos descolocan de nuestro cómodo estilo de vida.
Orar a Dios y con Dios, bebiendo de la fuente de su amor y su misericordia para ser trasmisores de ellas. Despojados de ese pecado que el demonio nos enmascara y nos lo presenta como piedad y virtud.
Rezar viviendo la vida de Cristo, con Cristo, como Cristo. El que se muestra como siervo sufriente por nosotros. Sin alardear de su ser Dios. Con la cruz que va aumentando con nuestras faltas y nuestros pecados.
Rezar como el publicano, hambrientos de perdón, de cambio de vida, del calor de ese Padre que me quiere, pero con mi hermano sufriente al lado, curando, ayudando, compartiendo, en paz y fraternidad con él.
Y si no somos capaces de dar ese paso de conversión definitiva, al menos sabiendo que vivimos en un estado de pecado. Que no lo solucionan los rezos, por muchos “gloriapatris” que echemos. Sino Con corazón quebrantado y humillado (Ps. 50), el que nunca rechaza Dios y que valora infinitamente más que nuestros rezos y devociones.
De siempre he sido muy madrugador, por lo que hago las “laudes” de noche y veo amanecer por la ventana y casi siempre me digo, cuanto más viejo más veces: “Otro día que me regalas para hacer el bien, para transformar el mundo, para hacer que los hombres se quieran un poco más, se perdonen un poco más, sean un poco más pobres, más mendicantes ante ti”. Y fijaros, cuando todos los días termino esa reflexión no me queda más remedio que ver que si no me siento mendicante ante Dios no iré a ningún sitio. Se lo decía a un cura recién ordenado que no paraba de dar consejos y de “dirigir” a unos y a otros como ha de ser su vida, si tú no has vivido aún, sólo trasladas los libros que has leído y que te han gustado. Póstrate humilde, ve tus miserias, la bondad de Dios y será distinto.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 15 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 16 de octubre, Vigésimo Noveno del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTINUEVE DEL TIEMPO ORDINARIO

La oración es un diálogo íntimo con Dios, un diálogo cercano intenso, fraterno. Y su fruto es precisamente ese, la cercanía y la intimidad con Dios, la cercanía y la intimidad con alguien a quien amamos y por quien nos sentimos amados.
Cuando uno busca a un amigo para tomarse un café o unas cañas, no es por el café ni por la cerveza, la tenemos en casa o la podemos tomar solos. Lo hacemos por la cercanía, por el compartir ese rato de intimidad en el que se comparten ideas y experiencias. Y el fruto de ese encuentro es la satisfacción de sentirse apoyado, alegría de saber que alguien está en nuestra misma onda y que va a caminar a nuestro lado, pero que lo va a hacer libremente.
En infinidad de ocasiones le ponemos condiciones a Dios en nuestra oración, ha de estar a nuestra disposición y actuar en aquello concreto que le pedimos y de la forma exacta en que se lo pedimos. Y si Dios no actúa, tal y como le hemos dicho, nos sentimos ignorados y abandonados por él.
Pero Dios siempre escucha, siempre actúa. Pero lo hace a su manera, nos concede aquello que él sabe que necesitamos, lo que necesitamos de verdad. Aunque esté a años luz de nuestra petición concreta. Pero nos concede lo que nos va a engrandecer, nos va a allanar nuestro andar por la vida, nuestro acercarnos a él, va a incrementar nuestra intimidad con él.
Estamos en las semanas de la misiones, las semanas del Domund. Es uno de los momentos en que se nos recuerda el mandato de Jesús de que sea anunciado a todas las gentes, en todas las tierras y en todos los tiempos.
Para este mandato lo primero es la oración. Pero una oración hecha vida, no es sólo ponernos muy compungidos de rodillas y “echarle unos cuantos padrenuestros” para pedirle por los misioneros que “están en América bautizando a los chinitos de África” como me dijo en una ocasión un niño.
Nuestra oración ha de ser un hablar con Dios, al mismo tiempo que ponemos en sus manos lo que somos y tenemos para que Dios sea conocido y amado en todas partes del mundo. Trabajar con denuedo esforzarnos en una constante colaboración con aquellos que, en todo el mundo, anuncian la palabra y la persona de Jesús.
Porque nuestra oración no la podemos separar de la vida. Moisés oraba a Dios por su pueblo, pero estaba allí, acompañándolo en su lucha, andando con él por el desierto, conduciéndolo por la ruta que Dios había Marcado.
El juez inicuo cedió. Pero cansado y asustado de ver allí a la viuda que le pedía justicia.
Dos escucha nuestra oración, cuando ésta va acompañada de un modo de vivir según su voluntad. Cuando nuestra oración se apoya en un vivir según su plan. Lo contrario no sería oración, sería desfachatez, caradura.
Hace poco, meditando estas lecturas con las abuelas de “Vida Ascendente”, mujeres llenas de esa experiencia sabia que dan los años, veíamos que Dios escucha siempre, que interviene siempre, pero según Él, según Dios, que es quien sabe perfectamente cuales son nuestras autenticas necesidades, no nuestras apetencias momentáneas y, en la mayoría de los casos muy egoístas, pues sólo es nuestra felicidad personal la que nos motiva. Y Dios también quiere esa felicidad para nosotros, pero al mismo tiempo de la felicidad del resto de nuestros hermanos.
Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 7 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 9 de octubre, Vigésimo Octavo del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTIOCHO DEL TIEMPO ORDINARIO

La gratitud ha de ser lo que motive constantemente nuestro vivir. Todo lo recibimos, todo lo que tenemos nos viene de fuera. Comenzando por nuestra propia existencia y nuestra persona. Por el aire que respiramos, el sol que nos calienta, la tierra que nos sostiene, los medios que nos permiten vivir. Todo se nos da sin que podamos merecerlo, porque no hay precio para la vida, para la felicidad, para la paz. Sin embargo nos comportamos como si todo lo mereciésemos, como si los otros estuviesen obligados a hacernos felices, como si mereciésemos todo, como si fuésemos acreedores del servicio de los demás, cuya obligación es nuestra dicha personal.
Jesús tiene un gesto de misericordia para con aquellos leprosos. Nueve de ellos reciben la salud como un derecho, son del pueblo santo, Dios tiene la obligación de cuidarlos a ellos. No ven ese don como un regalo maravilloso e inmerecido, como un gesto amoroso hacia ellos. Por eso no sienten la necesidad de la gratitud.
Pero el décimo si lo ha captado, si es consciente de esa gracia que ha recibido. Sabe que quien lo ha curado lo ha hecho por puro amor, porque sólo el amor es el que da a cambio de nada. Bueno a cambio de nada no, a cambio de la felicidad de la persona amada, y Cristo lo ama. Reconoce y agradece, porque la gratitud es el mayor antídoto contra la soberbia. La gratitud es realista, pone las cosas en su sitio y nos hace ver que somos menesterosos del hermano, que lo necesitamos, que nos es imprescindible para podernos sentir personas de verdad.
Y si la gratitud es necesaria ante el prójimo que nos da su amistad, ante Dios es una necesidad imperiosa.
Y no sólo porque todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de él, sino porque es el único que nos puede abrir el camino de la eternidad. Gratitud ante el Dios de misericordia que redime, ante el Dios que, sin necesitarnos para nada, quiere ser nuestro compañero en el andar por la vida.
La última frase de Jesús al samaritano está llena de interrogantes. El samaritano ha reconocido a Jesús, quien es y se postra a sus pies. El samaritano cree en Jesús, y esa fe lo mantiene unido a él, esa fe ha sido su salvación. Pero no sólo de su enfermedad, sino de todo lo malo que lo acecha. Ha reconocido a Jesús y su gesto de gratitud le salva.
Y no queda mas remedio que hacernos una pregunta: ¿Cómo quedan los otros que no han reconocido ni a Cristo ni su milagro de amor?
Y esto es lo que, más o menos, yo predicaría en la misa del domingo. Pero si estuviésemos en ese grupo en el que nos solemos reunir, mi pregunta sería que mirásemos a nuestro alrededor desde pequeños, ver las cosas que hemos tenido, la de gente que se ha esforzado por nuestro futuro, la de gente que hoy está a nuestro alrededor sin parar de darnos cosas.
Porque hemos llegado a pensar que el que vayamos con nuestras carteras por delante ya es suficiente. Desde el panadero que se levanta a las tres de la mañana para que tengamos un pan bueno y recién hecho. Estamos perdiendo el sentido de la gratitud y al perder ese sentido parece que todo nos lo merecemos, hasta el mismo Dios tiene la obligación de darnos la vida eterna, para eso nos hemos portado bien… creo que hemos olvidado ser personas, lo más importante, lo que nos hace ser imagen y semejanza de Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 30 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 2 de octubre, Vigésimo Séptimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTISIETE DEL TIEMPO ORDINARIO

La fe no es cegazón, no es ir con los ojos cerrados a donde el otro te mande. Le fe es confianza. Es saberse amado por Dios en toda su intensidad. Es saber que ese amor te va a lleva siempre por el camino más seguro. Es aferrarse con todas nuestras fuerzas a esa barca en la que, a pesar de las más horribles tempestades, siempre vamos a navegar seguros. Es confiar en que ese Dios que nos llama a su lado, no ofrece el único camino posible hacia la felicidad total y verdadera.
Pero todo eso que el Padre nos da es un regalo, algo que ni merecemos ni podemos comprar. El ejemplo del esclavo, que no debía esperar gratitud de su amo por hacer lo que debía, nos recuerda la gran magnanimidad de este Dios que nos sale al encuentro, que nos lo da todo sin que podamos hacer nada para merecerlo. Que nuestras buena obras y nuestra vida justa, sólo tienen como fruto nuestra felicidad personal y comunitaria.
Por eso en Dios sólo podemos ver don, gratuidad, generosidad ilimitada. Porque el Padre es amor ilimitado hacia cada uno de nosotros.
Es por lo que tenemos que comenzar experimentando ese amor de Dios a nosotros. Ese Dios que no nos necesita para nada, pero que nos ama, porque es todo lo que es, amor sin cotas, sin fronteras.
Y cuando experimentamos ese amor, al acto de fe es lógico, se cae a su peso, una consecuencia irrefutable.
Cómo no creer, no confiar, total y absolutamente, en alguien que se nos da de esa manera. Cómo no creer en aquel de quien recibimos todos los bienes, comenzamos por nuestra propia persona y terminando por nuestra eternidad.
Esa fe basada en un amor así mueve montañas, planta higueras en el mar y hasta en la luna.
Esa fe nos hace saborear en su totalidad este momento que siempre es esperanza e ilusión. Esperanza en que las promesas se han, cumplido para todos nosotros, para los hombres y mujeres del pasado y para los del futuro. Ilusión que nos permite mirar el mañana como algo radiante, magnífico luminoso.
Porque la fe a la que Jesús nos invita se basa en su persona, en su triunfo sobre la muerte, en su victoria definitiva sobre el mal y lo que lo representa, en su estar por encima de la tristeza y el desaliento. Una fe que mueve las montañas del alma y que nos lleva a estar por encima de todo, pudiendo mirar cara a cara al mismo Dios, porque así lo ha querido Él
Todos tenemos experiencia de haber plantado un tallo o un esqueje de una gran planta en un pequeña maceta. Al principio la planta crece bien, pero al poco revienta la maceta y hay que llevarla a un recipiente muchísimo mayor para que se pueda desarrollar. Incluso al suelo para que nos cubra y nos de sus frutos abundantes para todos.
La fe cae en nuestros pequeños corazones, es donde Dios la siembra el día de nuestro bautismo, y, a poco que la cuidemos se sale por todas partes, todo lo invade, todo los trasforma. Nuestros hogares, nuestros trabajos, nuestra vida social. Y todo nuestro ser y nuestro entorno toma un color distinto, el color de Dios. Por eso si esto no ocurre, y la fe no sale de nuestras pequeñas devociones y de nuestra pequeña vida pastoral, es porque la tenemos constreñida, ahogada, y la debemos dejar que brote con fuerza, todo lo invada y todo los trasforme.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 23 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 25 de septiembre, Vigésimo Sexto del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTISÉIS DEL TIEMPO ORDINARIO

Cuando miro a las familias que atiende Cáritas, no puedo evitar una sensación de vergüenza. Viven en nuestro pueblo, nos cruzamos con ellos, los niños van al colegio Garcilaso, son vecinos nuestros, nuestro día a día. No son gentes lejanas, en tierras remotas, de países en situaciones especiales. Son los nuestros.
Por eso veo con emoción y gratitud como el equipo sigue más de cerca los casos en los que hay niños, para que tengan una alimentación, dentro de nuestras posibilidades, lo más completa posible. Lo comentaba en una preparación de bautizos y se extrañaban que estos casos ocurran aquí, “en Griñón”.
Porque el rico del evangelio no hizo nada de malo. Vivía en su mansión, sin meterse con nadie, el dinero con que banqueteaba y se daba lujos era suyo, no se lo había robado a nadie. Cual fue su pecado, por qué Dios lo manda lejos de si. Un corazón seco, el veía, como nosotros lo vemos constantemente, la pobreza y la miseria. Era consciente, como lo somos nosotros, de que su ritmo de vida lo llevaban muy pocos. Pero cerraba los ojos, no veía, porque no quería, como aquellas personas de mi reunión, lo que le molestaba, lo que le podía inquietar su conciencia, lo que podía hacer que su banquete “se le indigestase”. Para eso lo mejor era no saber, no quería saber para no tener que interpelarse, para no tener que hacer un examen de conciencia, para no verse culpable al sentir que estaba consumiendo lo que era del otro, para no sentir que su despilfarro, sus lujos, eran el hambre del hermano. Había abierto una sima infranqueable, un abismo de desamor.
Y ese abismo de desamor lo mantiene alejado de Dios. Y ve a Lázaro en el seno de Abraham, en el amor de Dios que nunca le faltó, en la cercanía de ese Padre que siempre estuvo a su lado.
Porque Dios pasa hambre en el hambriento, soledad en el abandonado, injusticia en el marginado. Dios sigue tendiendo la mano mendicante a nuestras conciencias. Pero hemos abierto una sima tan profunda que no nos llega, un abismo tan infranqueable que impide que la ternura ablande los corazones que se han ido quedando secos poco a poco.
Es el abismo que separaba al rico de la parábola de Jesús, del pobre Lázaro. Y cuando pide el consuelo se le dice que es imposible, la sima que él abrió no se puede cruzar.
Es curioso que la parábola de Jesús sea la realidad que nos rodea hoy, tal vez con más fuerza que nunca, con más virulencia y crueldad que nunca. Pero también la sima es más amplia y profunda. Vemos a los Lázaros de hoy, desnudos y hambrientos, enfermos y solos. Y lo más que nos permitimos es arrojarles las migajas de nuestras mesas (un bocadillo a los pobres), haber si les llega. Sin darnos cuenta de que, en realidad, de quien nos estamos alejando es del corazón amoroso de Dios que vive en el pobre.
Por eso yo añadiría una novena bienaventuranza. Bienaventurados los que nunca cerraron los ojos ante la pobreza y el dolor que les rodeaba, los que siempre miraron para descubrir las injusticias y las marginaciones, los que fueron conscientes de que aquello que despilfarraban y gastaban de un modo absurdo, era causa del dolor de los hermanos más desposeídos y débiles, viéndose injustos y autores de ese dolor.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 16 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 18 de septiembre, Vigésimo Quinto del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTICINCO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jesús nos ha estado hablando de ir ligeros de carga para poder entrar por la puerta estrecha. Pero es realista, sabe de nuestras debilidades y, no pocas ocasiones, de nuestra desfachatez a la hora de acercarnos a Él.
Estamos en un momento que al sagaz, al astuto en los negocios se le admira y casi se disimula el modo de ir triunfando por la vida, tantas veces la falta de escrúpulos para conseguir el fin que se proponen.
Jesús ironiza, aunque admira la astucia del mayordomo que falsifica la contabilidad de su amo, con lo que es el dinero injusto, e incluso deja caer que a ese dinero se le puede dar un buen fin.
Pero tiene muy claro lo que son las riquezas, el modo de esclavizar a la gente, el modo en que se llega a justificar el lujo y los caprichos absurdos, que los vemos como necesarios (esta casa, este coche, este viaje, estas vacaciones, etc.), como un derecho, porque “lo hemos sudado”.
Y lo bueno es que nos dirigimos a Dios, rezamos, participamos en el culto, sin ceder en nada ni para. Es la astucia de los hijos del mundo, de aquellos que se han dejado en las manos del “otro” que hace ver esa situación como un logro moral y humano, el premio a nuestra lucha, a nuestras capacidades.
Pero no nos hace ver lo que se podía lograr poniendo esas capacidades, esa lucha, para que el Reino de Dios, el reino de la justicia, se vaya estableciendo en el mundo.
Y no es cuestión de pasar nosotros necesidades, eso es algo que Jesús no nos pide, es de saber luchar, esa lucha en el logro de un mundo fraterno, de una sociedad de hermandad.
Es el momento en el que nos recuerda nuestras infidelidades, nuestras incongruencias, el no entender ni desenmascarar las intenciones del demonio que nos va atando y esclavizando poco a poco. Que va impermeabilizando el alma de tal modo que ya no la pueda calar ningún tipo de ternura, que no pueda captar el sufrimiento del hermano que nos necesita.
Un alma impermeable que se convence que está al servicio del Señor y sólo está al servicio de sí misma. Por eso es preciso saber donde estamos, a quien servimos, dónde y para qué estamos volcando nuestro esfuerzo, cuales son los frutos, quien es el benefactor definitivo de esa lucha, de ese esfuerzo.
Si miramos a nuestro lado y vemos a los más sencillos, a los más necesitados sonriendo, alegres de nuestra presencia, nos vemos uno más con ellos. Estaremos en el bando del Señor.
Pero si nos rodeamos de “los nuestros”, los que son como nosotros, los triunfadores. Si nos vemos felices y satisfechos y miramos nuestros logros con satisfacción. Si dormimos felices en nuestra buena cama, de nuestra buena casa, con nuestras buenas cosas…
Porque el mundo no es así. No es nuestras casas, nuestras cosas, nuestras comodidades. El mundo está esperando que se establezca el Reino de Dios. Un reino de justicia, de igualdad y de paz. Un mundo en el que la economía no sea el motor de todo, la que todo lo mantenga y la que todo tenga un valor material. Sino un mundo en el que prive el corazón de las gentes, en el que lo importante sea la vida, pero no una vida cualquiera, sino la vida compartida con el hermano según Cristo.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 9 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 11 de septiembre, Vigésimo cuarto del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTICUATRO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dios no se cansa de nuestros fallos, de nuestras traiciones e indiferencias, de nuestras negaciones y abandonos. Siempre nos espera con los brazos abiertos, siempre quiere que estemos con él, nunca se deprime con nuestras aparentes conversiones y con nuestros continuos abandonos. Siempre perdonando, siempre acogiendo, siempre esperando con la ternura y la sonrisa de ese Padre que sólo sabe amar. Que siempre espera nuestro retorno sentado en la puerta de la esperanza.
Y eso es lo que nos descoloca, lo que nos debe avergonzar, porque si tras el pecado, tras la traición, viniese el castigo fulminante, de algún modo nos veríamos justificados, abríamos “empatado”, tendríamos la paga al daño inferido.
Pero es todo lo contrario. A cada desprecio Él responde con una caricia, a cada traición Él responde con fidelidad. A cada abandono el responde esperando, siempre esperando para recibirnos con los brazos abiertos y la más maravillosa de las sonrisas.
Y comienza la fiesta, y se felicita porque nos ha recobrado. No hay memoria de nuestro pecado ni de nuestra traición, ya no se siente el vacío del abandono. Es la fiesta por el retorno, la alegría de volver a vernos con él. No se recuerda la soledad, ya no existe, es la fiesta del encuentro. Porque en el corazón de Dios sólo cabe el amor y la misericordia inagotable.
Por eso le apena que aquellos que “siempre han estado con Él” no se alegren por el hermano recobrado, no participen en la fiesta de volver a tener al que estaba perdido.
Le echamos en cara que nosotros que “siempre hemos estado con Él”… Como si el haberlo hecho hubiese sido un duro trabajo que merece recompensa. Sin darnos cuenta que nuestro premio, nuestra recompensa ha sido precisamente eso, estar con Él, gozar de su compañía que es el mayor gozo imaginable, amando y perdonando, que es el culmen de todas las dichas.
Y unirnos a la fiesta por el hermano encontrado, ser parte de la fiesta, ser la misma fiesta que desborda de alegría, porque ahora si estamos todos.
Pero si nos entristecemos porque se acoge al que se fue, se perdona al que pecó, se hace fiesta porque ha vuelto el perdido. Es que nunca hemos sabido lo que era el amor de verdad. De algún modo hemos estado alejados, hemos vivido fuera, si no en lo práctico, si en el corazón, y debemos buscar el camino para volver a encontrarnos con el Padre, buscar esa senda que nos acerque a la casa común. Esa casa que es el corazón amoroso de Dios, en el que no se pregunta quien llegó primero, sólo se celebra que estamos todos juntos.
Sin embargo la imagen del hermano mayor es demasiado común entre todos los creyentes. Queremos el premio inmediato a nuestras buenas accionen, que Dios se ponga a nuestro servicio tras nuestras oraciones premiándonos con la concesión de nuestra petición de forma inmediata. Incluso nos escandalizamos y mucho si vemos que a aquellos a los que nosotros consideramos “malos”, les van las cosas mucho mejor que a nosotros, que se les perdone y se les acoja con alegría festiva.
Por eso nos perdemos la gran dicha, la gran fiesta, de la vuelta del pecador arrepentido, del hermano que se había ido y ha vuelto, del hermano que se nos había perdido y lo hemos recuperado.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 2 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 4 de septiembre, Vigésimo Tercero del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTITRÉS DEL TIEMPO ORDINARIO

El evangelio de hoy, continuando la línea de la semana pasada, nos recuerda que Jesús no se conforma con mitades, nuestra respuesta de seguimiento ha de ser definitiva, tajante. Esperará lo que sea preciso, pero no se conformará con indecisiones, con dudas, con apaños. Cristo, como aquellos de la anécdota nos pide un si o un no, una respuesta clara y contundente.
Estamos en un mundo en el que lo postura de los cristianos es oscura, mediocre. Nos confesamos seguidores de Cristo, pero convivimos con un mundo de pecado con una tranquilidad pasmosa. Decimos de amar la cruz, pero buscamos el mayor placer material y físico posible.
En un porcentaje altísimo hemos convertido el cristianismo en una simple religiosidad. Religiosidad en la que cumplimos con diferentes aspectos de culto (misas, rezos, oraciones, “caridades”…), pero en nuestro modo de desenvolvernos en la sociedad no nos distinguimos del ateo, del indiferente, o de aquellos que viven otros credos.
Somos creyentes que hemos puesto una especie de aduana. Hasta aquí Dios y a partir de aquí mi vida, cuidando mucho de que no se mezclen ni se interfieran.
Resumiendo, nos hemos fabricado una inmensa mentira, en la que queremos convencer al mismo Dios de que ha de salvarnos a nuestro estilo, que ha de considerarnos bienaventurados recibiendo sólo aquello que estamos dispuestos a dar, en todos los aspectos de la vida. Y advirtiéndole que si se pasa en sus exigencias se puede quedar sin nada.
Pero Cristo nos dice que sólo hay un camino para estar con él, para caminar a su lado. No permitir que nada nos ate, no permitir que nada se interponga entre él y nosotros, que no haya ninguna esclavitud que nos tenga sometidos a “otro” que no sea nuestra libertad, con la que Dios nos creó, con la que somos su imagen y su semejanza.
Cristo nos quiere con nuestra cruz de cada día, es decir, con nuestra realidad para poder caminar a su lado, con nuestras grandezas que nos aproximan, que nos hacen fraternos con él mismo. Y con nuestras miserias para ser redimidas por su pasión y su cruz.
Cristo nos quiere a su lado, si optamos por él por encima de todas las cosas, si no vemos otro Salvador que el mismo Cristo, asumiendo su palabra y su persona en totalidad, pero con la totalidad de nuestro ser, no por raciones, dándole a él “algo”, lo que nos interese y lo que no nos incomode, totalmente.
Y esa totalidad es, repito, con nuestra cruz personal. El Señor no ha renunciado a su cruz, a esa cruz redentora. Una cruz que al mezclarla con la nuestra es nuestro camino de salvación, es el camino de la alegría perfecta. Aquí en la tierra, porque no hay gozo mayor que andar nuestra vida en la compañía de Jesús, siendo uno con él, compartiendo nuestro ser con él. Para que, con él, nuestra cruz se convierta en Pascua.
Porque la cruz de Jesús es redentora siempre, y la nuestra portada a su lado se convierte también en redentora. A partir de ese momento su peso es muy ligero, como es muy ligero el peso de todo aquello que se lleva por amor. Entonces las crisis son ligeras porque ya no hay ningún desierto que cruzar, porque cuando nuestra cruz lo hacemos con Jesús, todo se va convirtiendo en vergel, un oasis que nos llena de paz y esperanza.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 26 de agosto de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 28 de Agosto, Vigésimo segundo del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTIDÓS DEL TIEMPO ORDINARIO

Jesús habla de humildad. Humildad viene de humus, tierra. Y no quiere decir que seamos tierra, sino que tengamos los pies puestos en la tierra. Conscientes de nuestras grandezas y de nuestras miserias. Pero en ambos casos necesitados de Dios.
Para remediar nuestras miserias, para pedir perdón y misericordia por nuestros defectos y el dolor que ocasionan a los demás esos defectos. Para aprender de esos defectos, saber que siempre son instrumento del maligno que nos entra por ese lado, el más débil, el de nuestro orgullo y nuestra vanidad y desde ese punto se va adueñando de nosotros hasta desfigurarnos.
Pero también ser realistas en nuestros dones y grandezas. De Dios los hemos recibido y a Él se los debemos, de Dios los tenemos y nos los ha dado, no para nuestra vanagloria, sino para ponernos al servicio de los demás, para que den ese fruto que Él espera y que debe alimentar a todos.
Porque la humildad, el realismo, el saber tener los pies puestos en la tierra, nos ahorra tantos sufrimientos, tantos sinsabores. Como puede ser que nos hagan ver nuestras limitaciones, nuestras deficiencias. Es decir, nos tiren del pedestal y nos hagan andar a la altura de los demás, que es nuestra altura.
Pero no nos equivoquemos. Que a veces la humildad la utilizamos para destacar, para que la gente nos diga lo mucho que valemos y que nosotros no vemos, para que nos suban al pedestal. Esa falsa humildad, no deja de ser otra cara de la prepotencia, de la soberbia.
Dios no nos ha hecho para estar encogidos en un rincón, sino para salir a las plazas y a las calles, a todos aquellos que nos quieran oír. Levantar la voz para ser heraldos de su verdad, denunciar la injusticia donde quiera que esté, es decir, no callarnos “ni debajo del agua”. Pero con la verdad de Cristo, con su paz y su justicia. Ser instrumentos felices y libres en sus manos, barro blando para que Él lo vaya moldeando a su gusto, según su voluntado. No, no estamos para estar encogidos en un rincón.
Pero sabiéndonos sus criaturas. Porque Dios no ha preparado su banquete para los prepotentes, los “listos”, los enchufados… Sino que sale a los caminos y lo llena de los que no cuentan para el mundo, de los que molestan, los que son rechazados, los viste de gala y los va sirviendo. En ellos Dios se complace y les demuestra a los poderosos su poco valor.
La humildad, la auténtica humildad, es el mejor instrumento del hombre ante Dios. Me preguntaron en una ocasión, qué significaba “ir humilde con tu Dios”. Yo les dije ser conscientes que Él es Dios y tú no.
Por Eso hemos de ir con la cabeza muy alta, sabiendo lo incuestionable de estos principios, de esta persona que da sustento a nuestra vida, Jesús de Nazaret, de que Él es el sostén de todo. Pero cuando alguien se acerque a nosotros, que se encuentra a alguien sencillo y y cercano, con quien de auténtico gusto hablar, con quien de auténtico gusto estar. Los primeros a la hora de servir, de ser solidarios, los primeros a la hora del perdón y la misericordia. Humildes de verdad, pero viviendo con la plena convicción de que hemos escogido el mejor camino. Y como somos pecadores, gente que falla y peca, en una constante reconciliación con Dios y con los hermanos. Al mismo tiempo ya que el amor a Dios y al prójimo no son separables.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 19 de agosto de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 21 de Agosto, Vigésimo primero del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTIUNO DEL TIEMPO ORDINARIO

A Jesús le preguntan quienes son los que van a salvarse, pero él no les da una respuesta fácil, no les dice haced esto y esto, para poder pasar a la vida eterna, sino que les indica que no existen unos salvados oficiales. Él está hablando a una gente que pensaba que por el hecho de pertenecer al pueblo de Israel, ya estaban salvados.
Pero hoy nos está hablando a nosotros, a la gente de hoy. Los que más practican, los que más rezan, los que más actos de piedad realizan, no están salvados sólo por eso.
En la línea de la semana anterior, Jesús no se conforma con la tibieza, no podemos ser cristianos que adoran a todo lo que se ponga por delante, que rinden culto a cualquier cosa.
Ser cristianos con las cosas claras, sabiendo que la vida eterna es una labor del día a día. Pero no sintiéndonos salvados por eso, como los judíos, sino confiando en la misericordia de Dios, el único que puede salvar.
Pasar por su puerta, por la puerta estrecha, la puerta por la que sólo cabe el amor y la misericordia. La puerta por la que no caben los bultos de rezos y devociones vacías. La puerta por la que no caben “los de siempre”, sino los que siempre han amado.
Quedarse fuera quien siempre tiene a Dios en los labios, pero no en su vida. Quedarse fuera los que juzgan con fiereza los defectos del hermano, pero nunca mira en su propio interior, en los rincones del alma. Quedarse fuera los que se confiesan de sus pecadillos, pero nunca quieren hacer examen de conciencia porque temen ver un alma egoísta, que sólo se ha adorado a si mismo y ha adormecido la conciencia con “caridades”.
Luchar por entrar por la puerta estrecha. Y para caber por esa puerta hay que liberarse de toda la morralla religiosa. No es cuestión de “ir a misa”, sino celebrar la eucaristía como la fiesta de la fraternidad con el hermano, en este Dios que se nos hace presente. No es cuestión de llenar el día de “rezos”, sino de una oración que me mantiene unido al hermano y con él a Dios. No es cuestión de “caridades”, sino de compartir con el hermano que nos necesita lo que somos y tenemos.
Si queremos caber por la puerta estrecha, si queremos ser reconocidos como los de Cristo, lo tenemos muy fácil. Recuperar la belleza con la que salimos de las aguas bautismales, darnos enteramente al amor y a la misericordia, y dejarnos confiados en las manos de Cristo. Pues él es el único Salvador, el único autor de vida eterna.
Así, pues, tenemos que elegir la puerta estrecha que nos enfrenta con nuestra propia conciencia. La entrada en el Reino no es más difícil para unos y más fácil para otros. Es tan fácil o difícil como la vida misma de cada uno, con sus aciertos y sus errores, con sus grandezas y sus miserias. La puerta del Reino de Dios es la misma vida que debemos construir paso a paso, mejorándola y corrigiéndola, dejándola llenarse del Espíritu, en el día a día. No es cuestión de pensar si uno se va a salvar o no, sino vivir como salvados, llenos de la misericordia de Dios. Haciendo de nuestro vivir una ofrenda a la misericordia de Dios, junto al hermano.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 13 de agosto de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del lunes 15 de Agosto, Solemnidad de la Asunción de la Virgen María

ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA 

Cuando se va leyendo el Magníficat uno va sintiendo una cierta desazón, una inquietud, un descolocarnos que nos lleva a sentir una vergüenza infinita, al ver lo que estamos haciendo con el Evangelio y encima tenemos la desfachatez de llamarnos cristianos.
La Virgen María, la más grande de todos los nacidos, la que el Señor cuida desde el principio de los tiempos, se llama “la esclava”. Mientras que nosotros siempre queremos que se nos sometan todos aquellos que piensan y sienten distinto. Nos sentimos señores sin aceptar una contradicción y miramos con desprecio a los “otros”, a los “equivocados”.
La Virgen María siempre se ofreció como un instrumento, libre, en las manos del Señor. Para que él dispusiese de su libertad. Para que obrase como quisiese por su medio, que la utilizase a su voluntad, barro blando en las manos del Señor, sin ofrecer resistencia. Porque sabe que Dios es amor y misericordia y todo lo que salga de su corazón es felicidad para todos.
La Virgen María sabe que nuestros valores, que nuestras escalas de importancia, no son los suyos. Que Dios va a descolocarlo todo, que le va a dar la vuelta a la cosa. Que a los “importantes” él los va a medir con el rasero de la bondad de su corazón, esa es para Dios la única importancia, el único valor que se mira.
Que aquellos que son humildes, los que saben de sus grandezas y sus miserias, los que comienzan cada día pidiendo ayuda para iniciar la tarea, pero que son ellos los que mueven el mundo, los que lo llevan adelante, pero sin mirar en su propio beneficio, sino en el bien común. A eso es a los que el Señor levanta del polvo y los pone junto a si, porque sabe que sólo ellos van a llevar adelante su plan de salvación preparado desde el principio de los tiempos. Y los llena hasta el colmo de sus bienes.
Como decía aquel amigo, a la Virgen María se le entienden todas las cosas, se sabe perfectamente por donde va y cual es el camino que Dios quiere para nosotros.
Por eso Dios la cuidó y la protegió en todo instante. El pecado no encontró espacio en ella, y la muerte no pudo desfigurarla. ¿Cómo iba a deformar la muerte ese cuerpo que fue el sagrario donde se alojó el mismo Dios? El tabernáculo maravilloso donde la Palabra eterna tiene el más grande de los espacios.
Pero lo más grande, es que con ese camino que María estrena hacia el cielo, es la senda por donde hemos de ir todos, el camino que nos va a llevar a la presencia del Dios de las misericordias, donde todos somos felices y que Ella abre para que la podamos seguir.
Porque mirad, “asunción” no es salir para ningún lado, lanzado como un cohete hacia el especio. Asunción la misma palabra los dice. Es asumir, es hacer propio, es ser parte del mismo Dios, es que toda nuestra existencia, todo nuestro ser, haya asumido a Dios.
Y nadie ha asumido a Dios de una forma más perfecta que la Virgen María. Por eso Dios no permite que su Madre, aquel seno que le dio vida, que es carne de su carne y sangre de su sangre, rozase ni de la forma más leve la corrupción del sepulcro. Era la manifestación más perfecta de la vida. Por eso el Señor de la vida la puso junto a sí, para que junto al trono de Dios lata un corazón humano.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 11 de agosto de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 14 de Agosto, Vigésimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTE DEL TIEMPO ORDINARIO

Todos queremos la paz y la armonía, pero no a cualquier precio. Todos queremos llevarnos muy bien con todos, pero no podemos condescender con todos ni con todo. Son tiempo de definirnos, de hacer una opción clara por Cristo y su Evangelio.
Son tiempos de denunciar claramente la injusticia, los abusos, la corrupción, el pecado en suma. El cristiano ha de ser una persona de paz, pero desde una confrontación clara con un mundo que quiere borrar a Dios de todos los ámbitos sociales. Una confrontación con aquellos que están empeñados en borrar todos los valores, en devaluar todas las virtudes.
Tenemos que ser gente polémica en nuestro estilo de vida. El cristiano ha de llamar la atención en su estilo, ha de chocar con el modo de vida de los demás, ha de molestar a todos los que quieren ir de buenos sin renunciar a nada de este mundo egoísta y consumista.
Porque podemos ser causa de escándalo y decepción de aquellos que quieren buscar a Cristo, de aquellos que tienen necesidad de Dios en sus vidas. En una ocasión fui testigo de una disputa de un adolescente y su madre, que le regañaba por no haber ido a misa el domingo. El chaval le respondió: .-Si tú, que dices ser católica practicante, vives igual que la tía Enriqueta que es una atea convencida, para qué me sirve a mi tu fe-.
Ese puede ser el gran problema, que nuestra comodidad, nuestra indiferencia, se convierta en un auténtico fariseísmo.
No nos tiene que dar miedo enfrentarnos a quienes niegan la presencia de Dios en el mundo. Nuestro martirio es necesario. Si no un martirio cruento, si un martirio sociológico. Ser causa de ataques, de desprecios. De marginaciones por la fe en Cristo. Por vivir según él nos dejó marcado, por defender a nuestras creencias, tanto con la palabra como con el estilo de vida. Que incomodemos a todos los que viven sólo para ellos, a todos los que no son capaces de tender la mano al hermano que suplica, a todos los que quieren sembrar una cultura de muerte.
Que incomodemos a los que piensan que el mundo está para su exclusivo placer, a todos los que se han fabricado su propio Dios y lo adoran sin necesidad de amar al prójimo.
Que prendamos fuego al mundo. Pero con el fuego del Espíritu, ese fuego que arde en todos los corazones generosos, en todos los corazones compasivos, en todos los corazones que no se conforman con que el dolor campe a sus anchas y se empeñan en ser bálsamo saludable para todo el que sufre.
Es cierto que este amor va a encontrar una férrea oposición. Es un tiempo de lucha para que el Reino de Dios encuentre un espacio en todos. Y en esa lucha está Cristo, hombro con hombro con nosotros.
Jesús ha encendido el fuego y hoy se nos invita a mantenerlo encendido. Un fuego que si está prendido dentro de la Iglesia debe quemar todas las religiosidades vacías, todas las cobardías y todas las condescendencias con este mundo que sólo piensa en el propio placer, por muy pasajero y caro que sea. Un fuego que le haga arder a nuestros corazones con la pasión del Espíritu, de tal forma que todo el que se acerque a nosotros sienta su fuerza y su calor, se prenda de él para arder también en ese fuego de vida y renovación.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 6 de agosto de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 7 de agosto, Décimo Noveno del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECINUEVE DEL TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión, un funeral muy especial. En aquella zona los entierros eran acontecimientos sociales. El velatorio era la noche entera todos los vecinos y el entierro acompañado por todos, a la iglesia y al cementerio, a donde se le llevaba el ataúd en hombros. Pero murió el Tío lobo (su apodo era más feo aún). Nadie recordaba ni una palabra amable de él. Echó de su casa a sus hijas y a su mujer, que se fueron del pueblo y cuando quisieron verlo, en varias ocasiones, no las recibió. Murió solo y el funerario tuvo que contratar a dos jóvenes para que le ayudaran, no hubo ni una persona para llevar la cruz, fui yo solo. Echaron el ataúd a un remolque tirado por un tractor y fuimos para la Iglesia y en la puerta me dicen: .-D. Santiago, récele lo que quiera aquí fuera, que no lo vamos a pasar dentro, que a este… le hemos hecho muchos más honores de los que se merecía-. Montaron y se fueron al cementerio, mientras veía como el ataúd rebotaba solo en la caja del remolque.
Y pensé que vendrían sus hijas y su mujer, a las que odiaba y, como herederas legítimas, se harían de todo, como así fue. Había acumulado dinero sólo para él, odió a todos y ese odio fue lo único que se llevó.
Con lo fácil que es acumular un tesoro de autentico valor, de un valor incalculable. Un tesoro que nadie nos va a poder quitar. Ese tesoro del que nos habla el Señor.
Una mano generosa tendida a aquel que nos pide una ayuda, compartiendo esos bienes que Dios nos ha dado para que los administremos en su nombre y los convirtamos en caridad y alegría.
Una sonrisa que sea bálsamo en tantos corazones tristes y vacíos que hoy deambulan por esta sociedad materialista que hemos creado.
Un compartir y acompañar a aquel que está pasando un momento de dolor y oscuridad. Ser compañero comprensivo y fiel, para que el otro no se vea solo. Ser la mano y el calor de Jesús para que salga de ese túnel, de esa noche oscura en la que vive, y salga lleno de esperanza.
Tener la Palabra de Dios como instrumento de apertura, para que todos los que han perdido el sentido a la existencia, encuentren una razón sólida y válida para andar por la vida.
Esto si que es acumular un tesoro, que no sólo nos hace ricos de verdad, sino que podemos enriquecer a todos aquellos que nos rodean.
Me vais a permitir que termine con una anécdota. No hace mucho fui a visitar a mis queridas Hijas de la Caridad y me quedé ayudando en el comedor social que tienen en esa casa. Vi que me llamaba un señor, que ayudaba y era distinto y me dice: .-Padre, que sentido del humor que tiene Dios. He sido un empresario de los muchos que quedaron sin nada. En mis buenos tiempos las hermanas me pidieron ayuda y siempre la negué. Cuando me hundí del todo me trajeron aquí, me dieron un techo, comida e ilusión. He recuperado gran parte de mi dinero, pero ya no puedo prescindir de esto, ahora sé en que gastarlo-. Cuando terminó el último turno nos sentamos nosotros a comer y habló mucho tiempo. Ahora si que es rico de verdad, ahora es cuando tiene un tesoro que ni la polilla corroe, ni los ladrones le pueden quitar. Su corazón si que está bien blindado, lleno del amor que da y del que recibe, sus bienes tienen un fin digno, sembrar alegría en los tristes y esperanza en aquellos que no saben que es eso.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 30 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 31 de julio, Décimo Octavo del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECIOCHO DEL TIEMPO ORDINARIO

Leyendo el Evangelio de este domingo uno se tiene que plantear en qué basamos la seguridad del presente y del futuro. Qué tipo de seguridad queremos para mirar el futuro con tranquilidad, sin miedo.
Más que nunca se ofrecen planes de pensiones, seguros de vida, fondos de inversión. En resumen, asegurarnos los medios materiales para poder “vivir cuando no nos valgamos”. Yo no digo si esto está bien o está mal. Al fin y al cabo nos hemos pasado la vida laboral pagando a la Seguridad Social para tener una pensión en la vejez. Tener una cantidad segura de dinero para poder vivir, más o menos bien.
Sin embargo no nos hemos asegurado el futuro en nada. Tenemos una sociedad que se libra de todo aquello que no le es rentable, que le impide el gozo inmediato. Residencias de ancianos por todas partes, donde apartar a aquellas personas que nos lo dieron todo y dependen de nuestro amor, pero no lo encuentran. Y esta sociedad la hemos creado nosotros, los mayores. En un momento apartamos del corazón de los hijos y los nietos, la generosidad y la entrega amorosa. Esa que nos hizo cuidar con cariño de nuestros mayores en nuestras casas. Que mal “plan de pensiones nos creamos”.
Creo que es el momento de comenzar a gastarnos lo que somos y tenemos en esperanza y vida. Sembrar alegría en todo aquellos que nos rodea. Recuperar la generosidad y la entrega amorosa. Vivir al día en alegría, gastarla totalmente en cada jornada porque mañana podremos estrenar otra.
Ser conscientes que el amor al prójimo cuanto más se da más crece. Cuanto más damos más tenemos. Tener una inmensa fortuna acumulada en el corazón de todos, en el corazón de Dios.
Darnos constantemente, pero al mismo tiempo, empapar a los otros ese ambiente de generosidad del que Dios es el origen. Él no acumuló nada para el mañana. Se gastó totalmente en nosotros. Se nos dio absolutamente y se nos sigue dando en cada momento.
Crear esa sociedad en la que unos se puedan apoyar en los otros. Donde la seguridad del mañana se base en el amor del presente. Donde miremos al Señor como el único aval del futuro, como la única garantía que nos prometa ese futuro de alegría que se consigue, cuando se ha gastado la vida en amor a los otros, y sentirnos seguros en las manos de Dios.
Porque cuanto más nos gastamos en el hermano, cuanto más nos damos, más tenemos, más grandes somos, porque más nos vamos pareciendo al mismo Dios. Pues la vida nueva que Cristo nos propone, la entrada en el Reino, es el mayor tesoro que podemos imaginar. Pero es un tesoro que debemos estar cuidando constantemente. Con la oración, la solidaridad, la entrega a esos que la vida margina y tanto nos necesitan. Pues el mundo no va a dejar de mareando ofreciéndonos “seguridades” materiales, algo que antes o después no nos va a ser necesario. Como le pasó al hombre rico del Evangelio.
Jesús lo que les ha puesto delante es cuales son los auténticos valores de la vida paras un cristiano. Los cristianos afirmamos que Jesús es el auténtico tesoro de nuestra vida, el tesoro que le da sentido a nuestra lucha diaria, lo que nos va enriqueciendo constantemente y que nadie nos va a poder robar nunca.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 22 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 24 de julio, Décimo Séptimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECISIETE DEL TIEMPO ORDINARIO

Qué es la oración sino un deseo de entrar en contacto con este Dios que nos quiere, que desea estar siempre con nosotros, hablar con nosotros, estar en contacto con nosotros. Un diálogo en cercanía y en intimidad, un diálogo de aquellos que se aman y lo quieren así.
Pero la oración ha de ser manifestación de nuestra vida, de nuestro hacer. Porque si decimos “Padre nuestro”, es por dos cosas. Porque consideramos a Dios nuestro padre y porque vemos al prójimo como nuestro hermano.
¿Quién se puede atrever a llamar a Dios, Padre, si no le duele el sufrimiento del hermano, si no comparte con él todos sus gozos y sus penas, todos los medios que Dios ha puesto en nuestra vida, aquellos que nos hace felices y aquello que nos hace llorar?
Porque decir palabras es fácil, llenarlas de vida no tanto. Llamar a Dios “Padre nuestro” es fácil, sentirlo como tal y al otro como nuestro hermano, no tanto. Son palabras que nos sabemos de memoria, las utilizamos para cualquier cosa, las repetimos constantemente, incluso para que “nos toque la lotería”.
Nos hemos familiarizado tanto con estas palabras que las decimos en cualquier momento, con cualquier motivo. Es algo que nos cuesta tan poquito trabajo repetir que  lo vamos soltando como una inercia.
Sin embargo la oración del Señor es una auténtica declaración de intenciones, es manifestar públicamente lo que creemos y el por qué creemos.
Confesar a Dios como Padre, sabernos hijos suyos, declarar que su presencia es lo más alto a lo que podemos aspirar.
Reconocernos mendicantes del pan de hoy y del mañana, que no lo merecemos y por eso lo suplicamos.
Sabernos pecadores, aspirar al perdón, con la condición de perdonar a todo aquel que en algún momento nos hirió.
Pero, sobre todo, reconocer nuestra impotencia para librarnos de todo lo malo que nos acecha. Reconocer que si Dios no nos ayuda no podemos librarnos de los peligros de esta vida, peligros que amenazan nuestro futuro y nuestra esperanza.
Por eso el Padre nuestro, es la oración de la gente sencilla, de la gente que se sabe necesitada de Dios y del hermano, de la gente que suplica a Dios y al prójimo para poder caminar por este mundo con la vida que se nos ha dado para que la gastemos sólo en hacer feliz al otro. La única manera de poder ser felices nosotros.
Por eso, antes de ponernos a rezar, debemos tomar conciencia  de quien somos nosotros y de quien es Dios. Somos personas, hijos suyos y hermanos en la misma fe. Él es el Todo, lo Absoluto en nuestras vidas.
Por eso, antes de ponernos a rezar se impone modificar muchas de nuestras actitudes. Dejar de un lado la vanidad, el orgullo, la prepotencia, el clasismo… y sacar la oración desde el fondo de nosotros mismos. No rezamos para pedir y pedir más cosas, sino para el encuentro con el Padre, para escuchar al Padre, para estar con él, para mirarlo en silencio. Porque rezar es sentir la alegría de estar con Dios, palpando su compañía en la cercanía de los hermanos. Algo parecido a cuando estamos la sombra de un árbol, no hay que decir nada, sólo notar la frescura de la sombra.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 15 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 17 de julio, Décimo Sexto del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECISÉIS DEL TIEMPO ORDINARIO

Nos encontramos con dos personajes y dos actitudes ante la vida; Marta y María, así como la reacción del Señor que a mucha gente desconcierta. Lo fácil es “dar cosas”, lo difícil es acoger de verdad, que la persona que viene a casa comparta nuestras vidas, sea la dueña de nuestro tiempo, de nuestra atención, de nuestro cariño. Acoger en nuestras vidas, en nuestra intimidad, en nuestro ser, en nuestro ambiente más propio.
Porque tenemos miedos a ser realmente caritativos, amadores del hermano. Damos una limosna al pobre que encontramos, incluso abundante. Pero que se vaya, no hay sitio para él en nuestra vida. Ni un plato de comida en nuestra mesa, ni una cama en esa habitación que tenemos vacía.
Alguna vez cuando paseo por las calles y veo esos chales tan grandes en los que viven muy pocas personas, digo que cosas. Pero rápidamente vuelvo a mí y me digo, si yo tengo una habitación vacía con dos camas y como no venga alguna visita, siempre están vacías.
Porque acoger al que llega, pero acoger con el alma, asusta. Es más fácil dar cosas, poner una gran mesa, pero sin ofrecer lo que realmente vale. Ofrecer nuestro tiempo y nuestro espacio, darlo, dejarnos invadir totalmente.
Marta estaba de acá para allá, pero al margen de la persona que había llegado a su casa, sin darse cuenta de que el mismo Dios quería tomar parte de su intimidad, que la quería a ella, no a sus cosas, que quería compartir su corazón y su vida, que no había ido a su casa a que le dieran cosas, sino a ella misma, y eso no lo había captado.
Estamos en un tiempo en el que se para la actividad para ese descanso que se ofrece. Los medios y las empresas ofrecen  una inmensidad de actividades para que ocupemos ese tiempo en actividades, más desenfrenadas todavía.
Detengámonos, paremos las actividades y miremos como el tiempo pasa a nuestro lado lentísimamente. Miremos nuestro corazón y miremos al Señor que quiere hablarnos desde lo más profundo. Que quiere ser íntimo con nosotros, sin intermediarios, sin mediadores, cara a cara. Mirarnos a los ojos para que nosotros podamos vernos en los suyos.
El trabajo y el esfuerzo de Marta era necesario, pero en aquel momento, lo que el Señor quería era su corazón, su intimidad y su escucha.
El trabajo y el esfuerzo son necesarios, imprescindibles. Pero hay que saber parar de vez en cuando, y, como María, escuchar al Señor que quiere hablar contigo de un modo cercano, sin distracciones, sin perdernos en el hacer constante de cada día. Ser María de vez en cuando, no es convertirse en parásito, es ser valiente para dejarlo todo y escuchar a ese Dios que te quiere hablar al alma y que quiere ser acogido.
Sólo una cosa es necesaria: gozar la vida, con poco o con mucho. Es la única que tenemos, no hay una segunda oportunidad. Ese es el lenguaje de este fragmento del Evangelio y para eso llega el de improviso el Señor a nuestra casa, para que no estemos desprevenidos.
Vivir consciente y plenamente. Vivir con dignidad, descubriendo desde la perspectiva de Dios, el sentido de nuestra existencia. Vivir con esta dimensión nueva supone en nosotros una constante vigilancia. La liturgia de hoy llama nuestra atención en este punto.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 8 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 10 de julio, Décimo Quinto del Tiempo Ordinario

DOMINGO DECIMOQUINTO DE TIEMPO ORDINARIO

Nos pasamos la vida yendo a este o aquel sitio que se ha destacado por apariciones, revelaciones, etc, algo que yo no digo que esté mal, puede ser bueno. Pero es que Dios está siempre a nuestro lado, siempre es prójimo nuestro. Es mirar y verlo, descubrirlo a nuestro lado, saber que siempre nos tiende la mano en el hermano sufriente. Pero nos cuesta tanto descubrirlo.
Yo no digo que seamos como el Epulón del Evangelio. Que nos gastemos el dinero en fiestas y celebraciones (decimos que es nuestro dinero) y le escatimamos al pobre nuestra ayuda. Las migajas de nuestra mesa.
No, no somos tan falsos ni tan crueles. Nos duele el dolor ajeno, ayudamos, somos solidarios. Desde Cáritas lo comprobamos constantemente.
Pero está la pregunta del millón: ¿Vemos a Cristo sufriente en el hermano enfermo, en el hermano abandonado en su dolor? ¿Vemos a Cristo hambriento, en ese niño que se va al colegio sin desayunar, en aquellos que sólo comen una vez al día y no siempre, en los que nos rodean y no sabemos de sus carencias? ¿Vemos a Cristo desnudo y desamparado en el que ha perdido el trabajo y carece de medios, de un techo para él y los suyos, de la dignidad que da el ganarse lo que necesita y que depende de la caridad, cuando esta llega?
Porque son nuestros prójimos, los próximos, los que nos rodean. Hermanos nuestros, de nuestra sangre, porque todos hemos nacido de la Sangre de Cristo, los que nos piden ayuda abandonados en las cunetas de la vida.
Allá a finales del siglo IV, San Juan Crisóstomo, comentando este texto, le decía a sus gentes: “Cuando un pobre se acerca a ti y le niegas la ayuda guardándote el dinero, le estás robando, le estas quitando la parte que Dios puso en el mundo para él y que tú le has usurpado”.
Lo que nos quiere decir hoy el Señor, es que no podemos ir por la vida tan tranquilos, haciendo “caridades”, eso no vale. El Señor quiere que seamos prójimos del hermano que nos necesita. Que no tengamos demasiada prisa en ponernos a rezar, primero seamos “buenos samaritanos” en los caminos del hermano sufriente, que sintamos su dolor, para que nuestra oración suene auténtica, pueda ser aceptada por Dios.
No hay que irse demasiado lejos para buscar al Señor, está tan cerca, tan a nuestro lado que sólo un corazón de piedra puede negarse a verlo.
Porque cuando un niño llora por hambre o por abandono. Esas lágrimas parten del corazón de Cristo. Este no deja de darnos lecciones, porque cada vez que alguien se quita el pan de la mesa y se lo da al hermano hambriento. Es la mano de Cristo. El mejor samaritano, que nunca escatima su amor.
Pero lo más curioso es que cuando somos buenos samaritanos en el camino de la vida, cuando nos acercamos al hermano solo y sufriente, abandonado por los “buenos”. Cuando lo cuidamos y acompañamos en su sufrimiento, somos realmente felices, pero con esa felicidad que no se puede explicar, porque el bien que sale del corazón nos se puede argumentar. Es la dicha de quien sabe que está cumpliendo el papel para el que fue traído al mundo.
Porque lo contrario es frustrar el plan de Dios, pues el nos quiere aquí para el bien, para la santidad más perfecta. Y la muestra de esa santidad es ser prolongación de la mano amorosa de Cristo. Su mano acariciadora y misericordiosa para los abandonados en los caminos de la vida.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 1 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago alas lecturas del domingo 3 de julio, Décimo Cuarto del Tiempo Ordinario

DOMINGO CATORCE DEL TIEMPO ORDINARIO

El anuncio del Evangelio tiene que ir de un modo inseparable a la paz. Pero no a cualquier paz. No a esa paz que es un intervalo entre guerras. No a esa paz que consiente el hambre, la marginación, la explotación de las personas en todos los aspectos. No a esa paz que mantiene a niños y jóvenes sin esperanza. No a esa paz que divide las personas y los pueblos en dignos e indignos. Si a la paz que hermana desde la solidaridad, la entrega generosa, la eliminación de odios y rencores. Si a la paz que permite a los hombres mirarse a los ojos con confianza y alegría, la alegría de la igualdad en todos los sentidos.
Esa es la paz que siempre anuncia Isaías. El Reino de Dios en el que todas las manos estén tendidas, nadie sea enemigo de nadie, donde la armonía esta basada en la fraternidad y la misericordia.
Y así es como va mandando Jesús a sus discípulos, como mensajeros de la paz, sembrando la paz de Dios en todos aquellos corazones que lo quieran recibir, aquellos corazones que estén abiertos siempre a una luz nueva, aquellos corazones que no ven enemigos por ningún sitio.
Siempre vemos la violencia en aquellos gestos truculentos y espantosos que motivan el sufrimiento físico. Pero ese es el primer paso de la violencia. Porque a partir de ese momento comienzan los rencores y los odios.
Podemos ver la violencia en la miseria económica y cultural, tantas gentes, tantos pueblos a los que se ha esquilmado y se les haya quitado los medios más elementales para una subsistencia física.
También podemos ver la violencia en ese afán de tanta gente de querer imponer su criterio a los demás, de someter a los otros a su dictado, lo compartan o no.
Pero la paz que Jesús va ofreciendo es una paz mayor. Es la paz del que se ha encontrado con su Dios, ha visto donde está la felicidad verdadera y una paz que ni el dinero, ni el poder le van a arrebatar. La paz del que se cruza con la gente viendo a un hermano, en el otro, alguien a quien amar, alguien de quien ha de esperar lo mejor. E incluso, cuando eso no ocurra, no pierde la esperanza y anuncia esa paz. La paz de quien camina por la existencia de la mano de su Hacedor.
Por eso hay tanta gente empeñada en arrancara Dios de la sociedad, de eliminar la influencia de la Iglesia, de descartar la fe en Cristo y todas sus manifestaciones de este mundo. Porque la paz de Cristo hace personas libres, y una persona libre no es manipulable, y eso es muy peligroso para estas gentes que quieren imponer su criterio, su ideología, su dictado. O más aún, dejarnos el alma vacía.
Es la razón por la que todos y cada uno de los cristianos debemos ser evangelizadores y buscando siempre otro más. Porque siempre seremos pocos para anunciar el Reino de Dios, para rescatar al hombre y devolverle su dignidad de hijo de Dios. La paz verdadera, la libertad ilimitada que tiene todo aquel que, desde Cristo, ha encontrado el verdadero camino para llegar al hermano y darle esa paz que lo va a hacer feliz, una paz perfecta, tan perfecta que ni la muerte la va a poder destruir. Y para eso siempre seremos pocos, porque es tan grande y tan inmenso el mensaje de Cristo que siempre nos quedaremos cortos a la hora de explicarlo, a la hora de transmitirlo. Porque siempre seremos pocos los que, con nuestra palabra y nuestra vida, manifestemos la paz de Cristo, la paz que hermana y que llega a los corazones.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 24 de junio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 26 de Junio, Decimotercero del Tiempo Ordinario

DOMINGO TRECE DEL TIEMPO ORDINARIO
Va a ser siempre la lucha de Jesús, convencer a su gente que ha comenzado el mundo nuevo, que no se le puede seguir aferrado a los antiguos modos. Es preciso mirar siempre adelante. No es el tiempo de un mesianismo triunfal y de poder, es un mesianismo de servicio, de entrega ilimitada, tan ilimitada que la marcha a Jerusalén es para consumar el sacrificio, la entrega total y definitiva. Una entrega sin dominantes ni dominados.
No le debió sorprender la reacción de Santiago y Juan. La enemistad de judíos y cananeos era histórica, pensaban que la violencia era una solución. Pero Jesús les dice que nada de eso y adelante. El camino no va a ser fácil, pero eso no es causa para detenerse, para atrincherarse en un modo y un estilo que no da seguridad sino que aísla.
Y así se lo fue diciendo siempre a todos los que se le quisieron unir. Adelante, que “los muertos entierren a los muertos”, ellos tienen una misión y es anunciar el Evangelio, este mensaje y fuerza por el que el Espíritu renueva constantemente la faz de la tierra.
Es nuestro constante problema. Nos gusta el mensaje de Jesús, disfrutamos de su presencia, lo recibimos con alegría en la Eucaristía. Pero después nos vamos a casa a seguir igual, con nuestra vida acomodada, sin riesgos, sin “inventos raros”. No somos capaces de tomar el arado porque siempre estamos mirando hacia atrás, hacia las seguridades que nos hemos fabricado, pero que no nos protegen, sino que, como se ha dicho, nos aíslan.
Seguir a Jesús es entusiasmo, alegría, fiarse plenamente de Él, tomar ese camino que nos muestra y seguirlo. Buscarlo y verlo en tantos hermanos que nos necesitan. Buscarlo y verlo en tantas manos tendidas que nos encontramos. Dejar nuestras pequeñas comodidades para seguirlo sólo a Él.
Y el caso es que cuando nos encontramos con personas que fueron capaces de hacerlo, nos llenamos de admiración y sana envidia. Al ver el proceso de la Madre Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe. Tantas y tantas personas que dejan la comodidad y la seguridad de nuestro mundo, para ir al confín de la tierra a anunciar a Cristo. No pasan privaciones, aunque carezcan de todo, porque viven el presente con su gente, donde un plato de sopa de yuca con un trocito de pollo es un gran manjar. Compartir entre todos una botellita de cerveza de mijo una auténtica fiesta. Es seguro que mañana no habrá, pero mañana será mañana.
Cristo siempre está por estrenar. Si nos aferramos a lo viejo, será cualquier cosa menos Cristo, porque Jesús siempre es nuevo.
Aferrados al arado y mirando siempre adelante, a ese futuro maravilloso que consiguen los que se quitan de encima lo que los atan, y consiguen esa libertad de los que siguen a Cristo de verdad. Sin miedos a dejar lo que nos hemos fabricado para una seguridad que nos mantiene constantemente indefensos. Ser valientes para mirar adelante, haciendo nuevo lo cotidiano, mirando ese surco que nos lleva al futuro. Un futuro en el que Cristo es nuestro sostén y nuestra mayor seguridad. Con Cristo hacer nuevo cada instante, estrenar nuestra vida cada día.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 17 de junio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 19 de junio, Duodécimo del Tiempo Odinario

DOMINGO DOCE DE TIEMPO ORDINARIO
Parece como si las lecturas de las semanas anteriores nos hubiesen ido preparando para la lectura de hoy. Porque Jesús se ha ido revelando a través de signos que manifestaban el Reino de Dios entre nosotros, para poner a sus discípulos ante la situación de confesarlo a Él, de decir quien es, a quién siguen y lo hace con una pregunta directa. Y cuando lo confiesan el les habla directamente de su pasión, del sufrimiento para llegar a la Pascua.
La salvación que nos ofrece ha de ser perfecta. Dios no se conforma con lo imperfecto, con lo deforme. Y para eso no se ha ahorrado su propio sufrimiento.
Acepta la pasión de su Hijo, el abandono de los suyos, su cruenta muerte, su sepultura. Pero todo tomó sentido con la sonrisa del universo, en la mañana de Pascua.
Los discípulos quedaron desconcertados. Ellos que esperaban la gloria cuando el Señor restableciese el imperio de David, fuertes poderosos. Y él les dice que para acompañarlo es preciso tomar la cruz y seguirlo.
Sin embargo lo comprendieron. Vieron que este mundo deforme no debía seguir así. Lucharon para que el mundo salido de las manos de Dios, se volviese a instaurar. No podía tolerar que el mundo se siguiese deformando. Y vieron, también, que la persona y la palabra de Cristo era el único instrumento válido para conseguirlo. Y en ello gastaron sus vidas, derramando su sangre para que fuese semilla de vida y perfección.
Tampoco nosotros nos podemos acostumbrar a lo deforme y tenemos que trabajar para eliminarlo, para que todas las deformidades desaparezcan.
La deformidad del hambre y el sufrimiento, provocada por nuestro egoísmo, que siempre hace sufrir a los más débiles.
La deformidad de tantas almas vacías, que se intentan llenar con placeres momentáneos y que las va sumiendo en un abismo sin retorno.
La deformidad de una sociedad que intenta arrancar a Dios y a Cristo de sus raíces sin darse cuenta que está cayendo en la idolatría a unos dioses que la esclavizan y desfiguran hasta el nivel de no reconocerse a sí misma.
Tomar la cruz y seguir a Cristo, es ir perfeccionando este mundo, es ir abriéndole puertas de esperanza, facilitándole un futuro, un horizonte luminoso donde todos podamos llegar a una fraternidad real.
Cristo con su Cruz y con su Pascua nos da la única posibilidad para poder recuperar aquella imagen perfecta y maravillosa que teníamos al salir de las manos de Dios. El único alfarero en el que no caben las imperfecciones, porque el barro con que nos hizo fue su amor y su espíritu.
PD. Asistí a un debate sobre el aborto que fue acaloradísimo. Al terminar salimos juntos uno de los que defendían el aborto y yo. Nos cruzamos con una pareja que llevaba una niña en una silla de ruedas con un síndrome de Down altísimo. El me dijo cómo podía yo defender esas deformidades. Le dije que de donde sacaba él que esa niña no fuera mil veces más perfecta que nosotros. So pena que para él sólo sea lo estético lo que vale. Entonces se quedaría sin nada cuando el tiempo le arranque la belleza. Pero cuando lo que se mira es el corazón, la belleza permanece siempre. Y esos niños tiene el corazón más hermoso imaginable.

Santiago Rodrigo Ruiz

domingo, 12 de junio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 12 de junio, Undécimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO ONCE DE TIEMPO ORDINARIO
Es curioso, tenemos el sacramento de la Penitencia, ese constante regalo de Dios, esa nueva oportunidad de volver a su amistad. Él borra todas nuestras ofensas, no las disimula, no las archiva en un sitio secreto. Las borra definitivamente, las elimina. Sin embargo, nuestra conversión, nuestra renovación de personas nuevas rara vez se da. Pero Dios se deja “engañar una y otra vez.
Él sabe de qué barro estamos hechos, sabe de nuestros fallos, de nuestras debilidades. Sabe que volveremos a caer una y otra vez. Pero basta vernos compungidos, con la cabeza baja acercarnos al confesionario, para borrar todo el mal que hemos hecho, para que podamos comenzar de nuevo con alegría, para que podamos volver a caminar con él, felices a su lado.
David cayó una y otra vez, supongo que la mujer del Evangelio también caería más veces, pero Dios la perdonó, y la perdonó porque amaba.
Porque hay una cosa por la que Dios no pasa, cuando un corazón se olvida de amar. Entonces, como diría el profeta, se va volviendo de piedra, ya no se plantea el arrepentimiento, ya no suplicará el perdón, se va convirtiendo en una isla solitaria en un mar vacío.
El amor, a Dios y al prójimo, va a ser siempre mucho más fuerte que el pecado. Ese amor va a ser el que nos va a golpear con dureza en la conciencia, va a ser el que nos haga sangrar el alma ante el mal inferido al hermano. El amor va a ser el que se va a resistir a estar fuera de Dios, alejado de Él y no consentirá la soledad del alma. Ese amor va a buscar la reconciliación, el nuevo abrazo buscando que sea definitivo.
“Mucho se le perdonó, porque mucho amó”. Ese amor le dejo abiertas las puertas al corazón de Dios, y desde el corazón de Dios al corazón de todos los hermanos. El corazón que ama, a pesar del pecado, no puede estar mucho tiempo solo.
Por eso, recordando a aquella persona, veo como Dios se deja tomar el pelo, casi con alegría, por todos aquellos a los que el demonio ha querido arrebatarlos.
Es como si dijera: “.-¿Pero donde vas tú solo, no sabes que sin mi y sin los hermanos no sabes ni andar? Anda, acércate al perdón que te regalo por medio del ministerio de la Iglesia. Vuelve a esta comunidad donde eres amado y donde amas para volver a ser dichoso-.”
Por eso San Pablo dirá en la segunda lectura, que sólo se siente persona unido a Cristo, cosido a Cristo. Donde su carne comienza a ser gloriosa y la cruz ya sólo se manifiesta como signo maravilloso de amor. De un amor que no se encontrará en ninguna otra parte y de ningún otro modo. Sólo se vive si se vive en Cristo, que sólo se respira si se respira el viento del Espíritu, que sólo se puede sentir uno fraterno si lo hace con los hermanos en el corazón del Padre.
Si observamos la liturgia de este domingo, vemos como navega en una misma dirección: Dios nos ama, no porque seamos justos y santos, eso es lo que quiere para nosotros, sino precisamente porque somos pecadores y nos reconocemos como tales.
El perdón de nuestros pecados es la señal más clara de que el reino de Dios ha llegado a nuestros corazones. Que el cielo nuevo y la tierra nueva ya es una realidad. Un mundo en el que la misericordia es la reina de las relaciones entre los hermanos.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 3 de junio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 5 de junio, Décimo del Tiempo Ordinario

DÉCIMO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Con la Solemnidad del Corpus Christi, volvemos a los domingos del llamado Tiempo Ordinario, en el que no se dan celebraciones especiales, sino las dominicales, que aunque no son de menor importancia, vamos viendo a Cristo en su obra salvadora de una forma continuada.
En este Décimo domingo la palabra de Dios nos habla de la Vida, así, con mayúsculas, como el don más perfecto que hemos recibido.
El profeta Elías va a sanar al hijo de aquella viuda que lo había acogido. Jesús vuelve a la vida al hijo único de una viuda de Naín. Porque en ambos casos la muerte no podía ser la señora, había de ser vencida, destruida. Dios es el Dios de la vida, en ello se basa su obra desde el primer instante de la creación, hasta la Pascua del Señor.
En una ocasión hablaba yo con un musulmán, el himán de una mezquita, y me decía que una sociedad que mata a sus hijos antes de nacer no tiene derecho a existir. Yo le dije que esta sociedad era una sociedad de vida. Mucha gente cree que la violencia puede solucionar algo, y la mayor de las violencias imaginables es el aborto, la muerte del inocente indefenso, pero esto era la parte más oscura y sombría de nuestro mundo. Él me dijo que muchos cristianos también estaban de acuerdo con el aborto y la eutanasia. Yo le dije que cristianos sólo de nombre, nadie que apoye ese horror puede decirse miembro de Cristo en su Iglesia.
Es cierto que mucha gente quiere crear una sociedad de muerte, para que la vida de algunos se más placentera algún tiempo, pero incluso ellos serán víctimas de su cegazón, porque serán víctimas de este mundo que quieren crear y que los destruirá, porque la muerte siempre será vencida.
Jesús es el Señor de la vida. Una vida vivida aquí en plenitud. Una vida que se convierte en maravillosa cuando se entrega a los demás, cuando se lucha por la felicidad y el bienestar de todos.
Cuando cada segundo martes de mes, el día de reparto de alimentos en Cáritas, ha terminado todo, veo a las componentes del equipo con cara cansada pero feliz. Son conscientes de que han aportado un poquito de esperanza en personas a las que la vida maltrata. Ha sido un tiempo regalado con amor, un tiempo en el que se ha estado sembrando la esperanza y con ella la vida.
En la segunda lectura, S. Pablo se da cuenta de que antes estaba muerto al amor de Dios, pero que su encuentro con Jesús lo había devuelto a la vida. Jesús nos invita a defender siempre la vida de los demás. Pero también nos invita a convertir la nuestra en un manantial de amor y generosidad, de solidaridad y lucha por el bien de todos.
Porque nuestra vida es un don de Dios, un regalo que él nos hace para que la vayamos agrandando y embelleciendo. Y que la mejor forma de hacerlo es si la hacemos un instrumento para que todos los que nos rodean sean mejores y más felices, más grandes, más vivos.
Jesús nos hace la más hermosa de las invitaciones, ser instrumentos de vida en este mundo, para poder mirarnos a la cara con ojos limpios. Porque la muerte va apareciendo cada vez que nos encerramos en nuestros egoísmos, en nuestras comodidades, ignorando a los demás cada vez que cerramos la puerta de nuestra casa, y en ella nos aislamos de los problemas de los otros para mirarnos sólo a nosotros, entonces comenzamos a morir.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 27 de mayo de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 29 de mayo, Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

DÍA DELCORPUS CHRISTI
Parece todo tan sencillo, tan simple, estamos tan acostumbrados. Llegamos a la iglesia a la hora programada, el sacerdote inicia un ritual que nos sabemos de memoria, con el único cambio de las lecturas y las oraciones. Se inicia un ritual en el que el sacerdote ofrece el pan y el vino, va desarrollando un rito que nos es familiar. Cuando llega el momento el sacerdote comulga y se pone a repartir la comunión la gente se va a cercando, y es tan sencillo. Basta con tender la mano o abrir la boca. Y ya está, luego nos ponemos un poquito piadosos, que se nos pasa al rato. Y hasta la próxima.
Casi nunca somos conscientes de lo que ha ocurrido. No somos conscientes de lo que ha ocurrido. Que la redención se ha desarrollado en el altar. Que desde el deseo amoroso del perdón del primer pecado hasta este momento, todo ha ocurrido. La Encarnación, la Evangelización, la Muerte y Resurrección de Cristo, su Ascensión y la Presencia del Espíritu Santo. Todo ha ocurrido en el altar, que es la presencia amorosa y perfecta del Amor de Dios, que no sólo se entrega sino que se da en alimento. Porque su identidad amorosa para con nosotros, es tan intensa que quiere hacerse uno con nosotros, carne de nuestra carne.
No somos conscientes de que lo que nos está ofreciendo el sacerdote es la entrega absoluta, la santidad perfecta, el amor más intenso. Dios mismo que quiere ser uno en nosotros y con nosotros. Por eso tenemos que acercarnos a la comunión con vergüenza, temblor y una gratitud absoluta. Porque vamos a recibir la vida de Dios que se hace una con nuestra vida.
Por eso cuando siento decir a alguien que no sabe si está preparado para comulgar, siempre pienso que desde luego no, ni yo tampoco. Porque si tras recibir el cuerpo de Cristo, mi vida no se transforma en la vida de Cristo, si mi modo de ser no escandaliza al resto por mi forma de amar, poco sabemos de lo que recibimos, del milagro que es cada misa. Una conversión perfecta.
Por eso hay que comprender que no nos tomen en serio. Hablamos de la Eucaristía a boca llena, pero no nos distinguimos de los que nunca comulgan. Nuestras casas, nuestro consumo, nuestras relaciones, nuestro estilo de vida, son idénticos a aquellos que no han comulgado nunca, y encima los miramos como pobrecitos ateos. Y muchas veces lo que somos es sacrílegos.
Recibir a Cristo es recibir su vida, su entrega, su desposeimiento, su amor y su misericordia. En silencio, sin ruido, desposeídos para que Él sea nuestro único tesoro, nuestro único valor, aquel que con sólo mirarlo, como decía mi abuela, “nos cambie hasta los andares”.
Por eso es el Día de Cáritas, el día en que se nos recuerda que quien se acerca a comulgar, si no se comulga con el hermano más pobre, el hermano mas marginado, el hermano más desposeído, el hermano que más molesta… no hacemos reos de ese Cuerpo y esa Sangre, como dice San Pablo. Cáritas no es una actividad de la Iglesia, de los creyentes, es su esencia, es su razón de ser. Cáritas es el amor y la entrega de Cristo que ha de manifestarse en nosotros, para que hagamos de nuestras vidas una entrega amorosa, como la de Cristo en la cruz y que desde la Pascua se nos da en comida.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 20 de mayo de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 22 de mayo, Solemnidad de la Santísima Trinidad

SANTÍSIMA TRINIDAD

Durante toda nuestra vida tendemos a racionalizarlo todo, a que todo se pueda explicar como si fuese una cuestión matemática que ha de dar un resultado inequívoco. Sin embargo conforme vamos creciendo, conforme vamos cumpliendo años, vemos que la razón tiene un límite.
Por qué rechazo yo a esta persona, que por cierto no me ha hecho nada. No es más buena ni más mala que yo mismo si lo analizo con honradez. Sin embargo todo lo que hace y dice me pone en guardia, siempre veo el aspecto más negativo, sin buscar el positivo, que lo tiene.
Si hablamos del amor es lo mismo. Porque amar a personas que nos han hecho cosas buenas, eso no es amor, eso es intercambio. El amor es gratuito, no es posible razonarlo. Por eso nos enamoramos de esta persona o de esta situación concreta y dejamos de lado otras personas u otras opciones que no son peores. Vuelvo a repetir que la razón tiene un límite.
Al proponernos la liturgia la celebración de la Santísima Trinidad, pretende que miremos nuestra fe como un conjunto en el que se mueven el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero no nos vamos a preguntar como se concilia la unidad de Dios con tres Personas distintas. Porque la Biblia, la Palabra de Dios nos propone un Dios que realiza la salvación en medio de los hombres, un Dios que llama e interpela para que el hombre se encuentre consigo mismo.
Pero sólo el amor es capaz de explicar el misterio de la Santísima Trinidad. El Papa Benedicto XVI lo explicó maravillosamente en el ángelus del 7 de junio de 2009: “Hoy contemplamos la Santísima Trinidad, tal como nos la ha hecho conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor “no en la unidad de una sola persona, sino en la Trinidad de una sola sustancia: es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros, por último es Espíritu Santo que todo lo mueve, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres personas que son un solo Dios, pues el Padre es amor, el Hijo es amor, el Espíritu Santo es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino más bien en una fuente inagotable de vida que incesantemente se entrega y se comunica… En todo lo que existe se encuentra, en cierto modo, impreso el “nombre” de la Santísima Trinidad, pues todo el ser en relación, y hasta las últimas partículas es ser en relación… todo procede del amor, tiende al amor, y se mueve empujado por el amor…”
Si la voluntad de Dios siempre ha sido liberar al hombre de lo que lo esclaviza, de lo que lo ata al pecado y a la muerte. Ese hombre liberado es liberado por Dios. Por eso celebrando la festividad de la Santísima Trinidad nos debe quedar claro que Dios siempre se ha preocupado por nuestra liberación por nuestra vida, por la auténtica vida, esa vida que el Papa Benedicto nos decía que es amor, sólo amor, debemos vivirla en comunidad, como Dios es comunidad. Por eso cuando el sacerdote al inicio de la misa dice que la gracia del Padre, el amor del Hijo y la santidad del Espíritu Santo, esté con nosotros. Seamos conscientes que es el manantial del amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazones, para nuestra vida, nuestra auténtica vida.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 13 de mayo de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 15 de mayo, Solemnidad de Pentecostés

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Era la fiesta en la que los judíos conmemoraban el momento en que Dios entregaba las tablas de la ley a Moisés en el Sinaí. Para ellos era un momento fundante, ya que desde ese momento existía un pueblo, con una ley que los unificaba, que les daba ese ser común al que Dios los había llamado desde su salida de la esclavitud de Egipto. Un pueblo de esclavos que se convertirá en la referencia de la libertad de ser hijos de Dios. Era la fiesta de las siete semanas, en las que hacían nuevo el trayecto desde la primera Pascua, hasta el diálogo directo con el Dios que los había liberado.
Y se repite la historia. Un grupo de hombres y mujeres aplastados por la esclavitud del miedo. Que han visto morir de la peor manera a aquel de quien lo esperaban todo. Aunque es cierto que lo han visto vivo, resucitado, que ha comido con ellos, que les ha dado el mandato y los ha instituido en sus sucesores. Pero no lo han asimilado.
Es en ese momento, como dice la primera lectura, cuando el viento hace crujir todas las cosas, porque el Espíritu Santo no encuentra barreras, todo lo cambia y todo lo renueva. En ese momento los apóstoles, toda aquella comunidad asustada, se llena de la fuerza de Dios, el fuego del Espíritu Santo lo llena todo, les hace salir a las plazas y a todos los sitios a gritar la Gran Noticia. Que Cristo está vivo, que es la salvación, la única Salvación de Dios, que los hombres estamos redimidos en la sangre gloriosa del Señor.
Y para eso el Espíritu Santo derrama sobre ellos sus siete dones con toda su fuerza, con abundancia ilimitada del fuego renovador.
Sabiduría. La que te permite ver las cosas de acuerdo como Dios las ve, para que sean como Él quiere que sean y formen nuestra dicha.
Entendimiento. Para ser capaces de comprender de la forma más profunda y perfecta la Palabra de Dios y la intensidad de su mensaje.
Consejo. Ese que nos permite hacer lo correcto, de saber entender aún en las circunstancia más difíciles y leer en ellas el amor de Dios hacia nosotros.
Fortaleza. Perseverancia, coraje. Esa fuerza que nos permite aceptar la voluntad de Dios y ver siempre en ella su amor, su camino de vida.
Conocimiento. O Ciencia, para saber discernir la voluntad de Dios, descubrir su designio amoroso en los instantes más desconcertantes.
Piedad. La que perfecciona nuestro amor, el don que nos permite ese diálogo amoroso, dialogo constante, de tú a tú, con nuestro Señor, que apaga el dolor.
Temor del Señor. Nunca miedo, sino sentirnos deslumbrados, sobrecogidos ante la grandeza de Dios. De el Dios Creador y todopoderoso, del Dios que se hace pequeño para caber en nuestro corazón. Temor de no amarlo lo suficiente, temor de no entregarnos lo suficiente, de no amar al hermano lo suficiente. Temor de poder estar un solo instante lejos de Dios.
Aquel acontecimiento de Jerusalén va hacer que la Iglesia, nacida de la Pascua del Señor, sea esa comunidad encargada de decir a todas las gentes de todos los tiempos que la redención está concluida, que debemos abrir nuestros corazones y todos nuestros sentidos a la fuerza del Espíritu Santo, el que todo lo renueva, el que todo le hace vivir.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 6 de mayo de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 8 de mayo, Solemnidad de la Ascensión del Señor

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

El acontecimiento de la Ascensión del Señor se ha presentado, durante muchos siglos, como un acontecimiento físico. El Señor que sube por los aires y se marcha “volando” a algún sitio que está en algún lugar. Los apóstoles y los demás discípulos mirando hacia el cielo deslumbrados, hasta que la distancia no les permite seguir viéndolo. Infinidad de imágenes, tanto en cuadros como en esculturas así lo han presentado.
Los evangelistas varían a la hora de presentar este hecho, Juan, no sólo lo omite, sino que lo une al mismo hecho de la resurrección: “Subo a mi Padre y vuestro Padre a mi Dios y vuestro Dios (Jn. 20,17)”. Aunque tenemos que ajustarnos al lenguaje de la época, en la que subir al cielo era alcanzar el objetivo supremo de la vida humana. Incluso hoy el término “tocar el cielo” es alcanzar el máximo del poder, de la fama y del placer…
La Ascensión del Señor es dejar constancia de que en Él se ha cumplido el proyecto de Dios de tal manera, que la resurrección de Cristo, con la fuerza del Espíritu Santo, lo libera de las ataduras terrenas y lo pone a la derecha del Padre, porque el viene del Padre y vuelve al Padre, en la plenitud de su gloria.
Es en este momento en que vemos como va apareciendo el Tiempo de la Iglesia. Con el Señorío de Cristo, cabeza de la comunidad, cuyo centro de unidad es nuestra fe en Jesucristo, nuestro único Señor. Es también el tiempo del Espíritu Santo, vida y fuerza de la comunidad cristiana que ha de tomar conciencia de que no puede ser de Cristo si no se entrega al Espíritu, porque sin esa obediencia al Espíritu la Iglesia no pasará de una simple sociedad anónima, una multinacional o un gigantesco movimiento social. La Iglesia se conoce a sí misma desde la luz y la fuerza del Espíritu Santo.
Por eso los cristianos no nos podemos quedar mirando al cielo. La Ascensión marca el instante en que somos enviados a anunciar el Reino de Dios a todas las gentes y en todos los tiempos, que somos partícipes de la misión de Cristo, cabeza nuestra,
Pero nuestro anuncio no consiste sólo en buenas y bellas palabras, es confirmar con nuestra vida el hacer de Cristo, que establece el Reino de Dios y su justicia, donde ningún dolor, ninguna injusticia, ninguna opresión no es ajena, porque todo eso se opone al plan de Dios. Ser cristianos en el mundo significa cambiarlo según la voluntad de del Señor. El amor no es una palabra sino un estilo de vida. El perdón no es solo un mandato, sino una necesidad imperiosa del cristiano.
La Ascensión sintetiza, de alguna manera todo el evangelio. Jesús ha venido de Dios, vuelve a Dios, mientras los creyentes nos disponemos a seguir su mismo camino. El mismo Espíritu que guió y animó a Jesús, es el Espíritu que hoy guía y anima a la comunidad cristiana.
Con la Ascensión de Cristo se trasforma la condición humana para abrirnos a la luz de Dios, continuando su misión, en nuestro tiempo y en nuestra historia concreta. Evangelizar desarrollando el Reino de Dios en la tierra. El reino de la igualdad, la justicia, el amor y la paz. Pero no sólo con las palabras sino con nuestro estilo de vivir.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 29 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 1 de mayo, Sexto Domingo de Pascua

PASCUA, SEXTO DOMINGO

Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Es ese largo discurso de Jesús que les está diciendo que se va, pero que no lo perderán, que su presencia será permanente entre ellos. Parece como un juego de palabras, algo que desconcierta a los discípulos, pero que les garantiza la presencia de Jesús con ellos para siempre.
Y aparece ese personaje que a los otros los desconcierta; el Espíritu Santo, el que procede del Padre y del Hijo, como decimos en el credo. Pronto van a ser conscientes de que este Espíritu Santo, será el testimonio vivo de la Presencia de Jesús en la Iglesia, el Maestro, el Defensor, el Huésped del alma que les va a consolar en los momentos de aflicción. Que les va a hacer presentes y vivas las palabras de Jesús en todo momento. Por lo que no es una despedida, es como el anuncio de una fiesta.
Porque sus últimas palabras son darnos la paz, su Paz. Pero no es una paz como la que se entiende normalmente, una ausencia de violencias, un periodo entre guerras, un tratado de no agresión. Es la paz del Espíritu, la que llena y plenifica nuestras almas.
Lo romanos se deseaban la salud (salus), los griegos se deseaban la alegría de la vida (xaire), los judíos la paz con todos (schalom alechem), paz a vosotros, pero una paz que te proporcionara la prosperidad material y el gozo personal.
La paz de Cristo rompe el blindaje de los corazones, elimina las defensas y los deja con la puerta abierta de par en par para el hermano. Llena de confianza, una confianza que elimina los miedos, esos miedos que queremos apagar con “juergas”, fiestas que adormezcan el alma y le haga no ver los temores que tenemos dentro, no, sino la confianza que da el amor.
Es una paz que nadie nos puede quitar: ni la enfermedad, ni la angustia, ni los acosos, ni las persecuciones. Una paz que no nos la puede quitar nadie de este mundo, porque nadie de este mundo nos la ha dado.
Es esa paz que hacía sonreír y cantar a los mártires frente al tormento. Esa paz que hizo que los santos nunca se rindieran, aunque todo pareciera que se estaba cayendo a su alrededor. Teresa de Jesús, acosada por todos y casi en los tribunales. José de Calasanz, Juan Bautista de la Salle, Juan Bosco, a los que los querían eliminar y con ellos su obra, a veces dentro de la misma Iglesia. Todos los cristianos perseguidos de la historia: desde Esteba a los cristianos perseguidos de hoy.
Esa paz que impide que se puedan tapar las bocas, para que Cristo siga siendo anunciado como la única alternativa del hombre para ser feliz, para denunciar toda injusticia, especialmente contra los más débiles y desamparados. Esa paz que hace que nos levantemos con gozo, aunque no se vean motivos para hacerlo.
Es la paz del Espíritu. La paz que hace fructíferas todas las vidas, la paz que eleva, fortalece y da sentido a nuestra existencia, la paz que nos hace ver a otro como un hermano al que amar y del cual recibir amor. Porque la paz de Cristo, la paz del Espíritu, es la paz de Dios, la única paz.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 22 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 24 de abril, Quinto de Pascua

PASCUA, QUINTO DOMINGO

La temática de este domingo nos hace dirigir los ojos hacia el interior de nuestra comunidad cristiana para preguntarnos cual es nuestra identidad, cual es nuestro estilo de vida, para hacernos dos preguntas importantes. ¿Quiénes somos los cristianos y en qué nos distinguimos de los demás? La segunda es ¿Cuál es el estilo de nuestra comunidad cristiana y de qué tipo son nuestras relaciones?
No es cuestión de que busquemos muchas respuestas raras y retóricas, hablar y hablar para no decir nada concreto. Las lecturas de hoy nos dan la respuesta de una forma, no clara, sino diáfana. El amor como único instrumento. Pero no un amor cualquiera, no un amor teórico que no nos lleva a nada. Es amar como Jesús nos ha amado, como Jesús nos ama. O lo que es lo mismo, amar hasta dar la vida por los demás.
Y esto no nos lo da sólo haber nacido en una familia cristiana y ser cristiano de siempre. Ni nos lo da sólo haber recibido un impacto espiritual que nos haya llevado a la conversión. Ni nos lo da sólo el asistir a misa y cumplir todas las normas de la Iglesia.
Si nos damos cuenta todos tenemos un montón de acreditaciones. El carné de identidad, el pasaporte, la tarjeta de la seguridad social, el de ese club al que pertenecemos… Pero no existe ningún documento que nos acredite como cristianos, sólo la palabra del Señor: “La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”.
Por eso decir que somos cristianos si no amamos es una falsedad. Por eso asistir a la eucaristía, participar en ella y no amar al prójimo, es engañar a los demás. Cuando nos confesamos y pedimos el perdón, sin perdonar nosotros a los demás, es una inmensa hipocresía. O lo que es peor, rezar sin amar a los demás es decir palabras vacías, es utilizar el Santo Nombre de Dios en vano.
Ser testigo de Jesús sólo se puede ser desde el amor. Sólo podemos darlo a conocer a los demás desde el amor. Sólo podemos mostrar su camino de redención y vida desde el amor.
Si la Iglesia queremos dar una señal, si queremos ser señal, de que Cristo está vivo entre nosotros, sólo lo podremos hacer desde el amor. Porque sólo el cristiano que ama puede emitir esa señal de que Dios está entre nosotros, de que ha derramado su misericordia a raudales.
Pero volvemos al principio. Amar como Él nos ama, es decir, dando la vida por los otros, haciendo de nuestra vida una ofrenda. El amor de Cristo. Como lo definiría San Pablo en su maravillosa carta a los corintios: un amor generoso, que no presume, que no exige, que no pone precio, que no es egoísta, que hace que nos demos sin límites… “Si os amáis unos a otros como yo os he amado” Un amor tan transparente, tan nítido que hace que todo se vea claro.
Por eso tenemos que presentarle al Señor un corazón repleto de rostros humanos, los de todas las personas que nos necesitan, en las que volcamos nuestro amor como un sacramento de entrega y solidaridad. Ese amor que nos engrandece, que se va haciendo mayor cuanto más se entrega, que nos desborda hasta mezclarse con el amor de Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz