SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Por eso cuando vi el vídeo de la ceremonia en la que eran elevados a los altares, eran puestos ante todo el pueblo de Dios como ejemplo y referencia de santidad, entendí mi primera sensación en la capilla de sus reliquias. Eran de esos que habían lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero, como dice el Apocalipsis.
Estamos en la fiesta de Todos los Santos, los que han ido por el camino que Dios les había marcado. Aquellos a los que las dificultades de la vida no les asustaron. Aquellos a los que el sufrimiento no les anonadó, ni los hundió en la desesperación. Aquellos a los que las alegrías no les ensoberbecieron ni les apartó de la realidad.
La fiesta de los que con su cruz, llevada con alegría, acompañaron a Cristo, fueron acompañados por él. Los que le pidieron ayuda cuando les faltaban las fuerzas, pero al mismo tiempo siempre con la mano y el alma tendida para ayudar al hermano que desfallecía por el camino.
La fiesta de los mejores hijos de la Iglesia. La Iglesia fortificada en la sangre de los mártires. Iglesia valiente en sus misioneros. Iglesia sabia en aquellos que pusieron su mente y sus posibilidades al servicio de la Palabra de Dios. Iglesia mística en tantos orantes, para los cuales la contemplación del Misterio Divino era su pan y su aire.
La gran muchedumbre anónima para nosotros, pero reconocida, con los nombres y apellidos de cada uno, por Dios. La gran muchedumbre que desde Pentecostés han ido cimentando lentamente la única Iglesia sobre la roca de Cristo. La gran muchedumbre fiel, siempre fiel al sucesor de Pedro y a los sucesores del resto de los apóstoles, siempre fiel a la palabra y al magisterio de la Iglesia.
Pecaron y lo supieron, y eso les animó a reconciliarse y estar en un constante camino de perfección. No fueron de perfectos, sino que necesitaron y suplicaron la misericordia de Dios, desde la humildad de quien sabe que ante Dios sólo cabe la adoración y la súplica.
Pero por encima de todo, gente que saboreó el amor de Dios en toda su intensidad, y supieron que ese amor los desbordaba y tenían que transmitirlo. Por eso sufrieron amando, rieron amando, lucharon amando y vencieron amando. Y en esa victoria se nos fue marcando el camino que nos lleva al amor del Padre.
Este comentario lo escribí hace tres años y no he querido cambiar nada. El sábado, durante la Eucaristía que inauguraba el centenario de la llegada de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, vamos La Salle. En el ofertorio se aproximó el hermano Satur con un cuadro con los mártires y se colocó entre las flores del pie del altar, fui consciente de qué era lo que había sostenido esa obra durante cien años y lo que nos sostiene a nosotros día a día. Esa santidad que emana de Dios y que han extendido tantos y tantos que han entendido cuan es el camino de la perfección. Saber que el amor de Dios no nos deja nunca, el amor perfecto, el amor único, es decir, la santidad, a la que hemos sido llamados y en la única que encontraremos la dicha perfecta y por la que vale la pena dar la vida.
Santiago Rodrigo Ruiz