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jueves, 29 de octubre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 1 de Noviembre, Solemnidad de Todos los Santos

1 DE NOVIEMBRE, TODOS LOS SANTOS

Siempre que imaginamos un santo, especialmente viendo la iconografía, cuadros y esculturas, las caras que les ponen de dulzura angelical. Es como si su vida hubiese sido un dulce caminar por una senda llena de flores desde la que veían constantemente a Dios en su gloria. Incluso a los mártires, hombres y mujeres que murieron entre atroces tormentos la mayoría de ellos, se les representa con el símbolo de su martirio y una cara inexpresiva.
No se puede ser santo sin ser primero persona, en el sentido más amplio de la palabra, con las grandezas y las miserias de todas las personas. No se puede ser santo sin reconocerse primero pecador, sin reconocerse primero como un luchador constante contra el mal que te acecha y te rodea por todas partes. No se puede ser santo sin asumir la debilidad y saberse un necesitado constante de la ayuda divina, sin la que nada se puede en la constante lucha contra el pecado y el mal que conlleva.
Por eso cuando, como nos cuenta la segunda lectura, Juan pregunta al ángel quien es esa gran multitud, le responde que son los que han lavado su vida, su ser y su historia en la Sangre del Cordero. Los que han llegado arrastrando sus miserias, pero sabiéndose débiles y necesitados de Cristo, y se han aferrado a Él con todas sus fuerzas, sabiendo que sin Él nada podían lograr. Por eso han encontrado en la sangre de Cristo, derramada por puro amor, el modo de poder lavar sus pecados, de ir recuperando la santidad primera que recibieron en el día de su bautismo, de luchar día a día por irse liberando de ese mal que nos acecha y que sin Dios, el único Santo y origen de toda santidad, no va a ser posible lograrlo, no es posible vencerlo.
Y es curioso, cuando Cristo presenta un programa para lograr esa santidad, lo hace sin pedir nada para Él, ya que nada le podemos dar, nada le podemos añadir a su gloria. Ese programa sólo pretende establecer unas relaciones de fraternidad total entre todos los hombres, buscando que toda relación se base en la hermandad y la misericordia. Una misericordia que brota de las manos de Dios y que quiere envolvernos como un manto protector.
Las bienaventuranzas es el modo más perfecto para librarnos de todo lo que se opone a que el amor de Dios nos cubra, nos llene de su vida. Las bienaventuranzas eliminan todo lo que mina la convivencia, todo lo que se opone a un mundo más justo y solidario. Las bienaventuranzas desmenuzan todas las conductas humanas y las conducen hacia Dios por los hermanos. Las bienaventuranzas es el modo que Cristo nos ofrece para recuperar nuestra santidad inicial.
En una reunión de catequistas, hablando de cuales serían nuestros objetivos definitivos, yo les decía que algo muy simple y muy difícil al mismo tiempo. Acompañar a los niños hacia la santidad, que es el único objetivo del cristiano. Llevarlos al encuentro con Cristo en la Eucaristía, es llevarlos al encuentro de la santidad a la que estamos destinados, por la que Cristo muere y resucita y para la que fuimos creados, nosotros y el universo que nos rodea.
Esta festividad ha de ser un reto y un acicate. Un reto para no dejarnos en la lucha contra el mal y el pecado, que nos separa y deshumaniza. Y un acicate para saber que es posible, que Cristo no escatima su amor y su misericordia para que podamos conseguirlo.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 23 de octubre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 25 de octubre, Trigésimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO

Aquel ciego pasó de la oscuridad a la luz del no ver a nadie a poder verlos a todos, de no saber como eran las cosas a disfrutar de ellas. Y todo porque busca a Jesús y éste cambia su ruta para a cercarse al ciego.
El evangelio ha registrado nombres de muchas personas que se encontraron con Jesús y a partir de ese encuentro cambiaron sus vidas, porque se encontraron cara a cara, corazón a corazón, frente a frente.
Bartimeo es ciego y mendigo, está en la cuneta de la vida. Pero una esperanza loca eleva su miseria. Se levanta de un salto, deja su manto, todas sus posesiones, y se pone a gritar, a suplicar, a llamar a Jesús desde su esperanza: “¡Hijo de David, ten compasión de mi!”
Quiere ver que rostro hay detrás de esa voz, quiere saber como es la mirada de ese hombre que le espera, quiere reconocer la palabra de Jesús como camino y verdad y está seguro de que esa palabra es también luz que puede sacarlo de su noche, que puede arrancarlo de las tinieblas que lo rodean.
Casi veinte siglos después, si queremos, podemos tener nuestros encuentros personales con Jesús, con su palabra, con su mensaje, pero para ello hemos de partir de nuestra fe en Él. Esa fe que es un salto desde nuestras ciegas seguridades hacia el riesgo de una promesa que nos arranque nuestras frías seguridades a la aventura de descubrir en Jesús el auténtico amor de Dios, ese amor que nos tiene como Padre, deslumbrarnos con su palabra y su vida y el programa existencial del Evangelio.
El ciego es figura de cada uno de nosotros. Hay tanta gente ciega hoy día, gente ciega a la que se le pone todo tipo de obstáculos, a los que se les dice que se callen, que no busquen a Jesús, que no anhelen la luz y la vista, para que no encuentren a Jesús y en Él un sentido completo de nuestra existencia.
Pero Jesús sigue pasando a nuestro lado, y quiere oír nuestra voz suplicante, llena de inquietud. Una voz que sigue clamando ¡Ten compasión de mi!
Porque por muy negras que sean las circunstancias, por muy negra que sea la situación en la que vivimos la mayoría de nosotros hoy día, siempre nos espera la luz. Una luz que parte, como el ciego del Evangelio, de la fe del corazón, de la seguridad de que Jesús nos puede sacar de nuestra ceguera.
Y a partir de ese momento hay que aprender a ver. A valorar la belleza que nos rodea despojándola de la fealdad con la que tantos la quieren cubrir. A ver la belleza que hay en el corazón de los hermanos, porque en esos corazones, por mucho que se los quiera enmascarar, está la semilla de Dios.
Nadie nos podrá impedir, como a aquel ciego, sentir la caricia del Maestro que nos quiere arrancar de nuestras oscuridades, de nuestras cegueras.
Arrancarnos la ceguera del pesimismo para vivir en la luz de la esperanza. Librarnos de la ceguera del temor, para ir la luz de la libertad y de la ilusión. Salir de la ceguera de lo triste para disfrutar de la belleza de Dios que nos rodea por todas partes, desde la alegre mirada de un niño llena de ilusión.
Pero sobre todo arrancarnos de la ceguera que cierra nuestra alma, esa ceguera que nos hace sentirnos muy buenos y que nos niega la luz de la conversión. Arrancarnos esa oscuridad y dejar nuestro corazón siempre dispuesto para servir al hermano más necesitado. Porque hemos sido capaces de ver en él la mirada suplicante de Cristo que nos acaba de dar su luz a raudales.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 15 de octubre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 18 de octubre, Vigésimo Noveno del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

Vivimos en unos momentos en los que la mayoría de la gente aspira ascender por el escalafón de los cargos sociales, políticos, económicos… Cuando se encuentra un amigo influyente se le considera y se conserva como un tesoro. Es decir, que vivimos en una sociedad que busca influencias y agradece los favores, algunas veces de formas bastante extrañas y no siempre lícitas.
Parece natural que quien sigue de cerca de un líder político o social lo haga porque cree en su poder y espera conseguir favores, cargos, etc.
Santiago y Juan tenían un amigo influyente, creo que cualquiera de nosotros habríamos hecho lo mismo y lo habríamos intentado igual. Pero Jesús tiene las cosas muy claras, y en un sentido totalmente opuesto al que aspiran sus discípulos y les muestra su camino para llegar a la auténtica gloria. “El que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor”.
Ellos le pedían poder y dominio, y Jesús les ofrece servicio, entrega de la vida, amor desinteresado, como les había dicho en las bienaventuranzas: “Bienaventurados lo mansos, porque ellos poseerán la tierra”. Es decir, dichosos los que tienen paz en el corazón, bondad y generosidad, porque en ellos no va a encontrar lugar el mal.
Estos poseerán la tierra, porque son su vida y confianza en Dios hacen el bien a todos, sin límites de espacio ni de tiempo. Este es el auténtico poder, el poder que nunca desaparece, ya que se basa en el amor y el amor que se da permanece siempre y va creciendo, nunca se olvida, nunca deja de existir.
Este amor de Dios es el que vino Jesús a enseñarnos. Y Él es el primero que toma sobre sí mismo nuestra debilidad. Un amor paciente, que siempre confía, que siempre espera.
El camino que Jesús les muestra a sus discípulos, es un camino que primero desciende para luego ascender con mucha fuerza. Él no nos mide por nuestra capacidad de triunfo, por nuestras posibilidades de someter a los otros a nuestro servicio. Ya que el poder nunca salva a los otros, sino el amor que se entrega por ellos. No es la gloria lo que ayuda a los demás, sino el servicio desinteresado. Porque servir une, agrupa y ayuda. Competir desune, divide, excluye.
Es la razón por la que los cristianos debemos entrar por la lógica de Jesús y no la del mundo. Bebiendo el cáliz de Cristo, compartiéndolo con los demás. Sabiendo que en ese cáliz está el futuro más glorioso, en el cáliz de Cristo está la fuente del amor.
Beber en este cáliz desde el servicio es el mejor camino para encontrar la fuente de la felicidad, ya que tenemos puesta la mirada en los demás. Un cáliz que cuanto más se le saca más lleno está. Como la vida misma, que cuanto más vivimos más vida tenemos.
Es preciso repetirlo una y otra vez. Lo importante es beber el cáliz y su resultado es una vida compartida. Pero para compartir la vida hay que disponerse a servir. Pedir amor sin darlo es el camino más corto para no conseguirlo jamás. Nosotros no nos pertenecemos a nosotros mismos sino al mundo, pero para darse en plenitud se necesita amar la vida, gozar de nuestra propia existencia, abiertos a los demás, a dar la vida, a servir a los demás. Sólo desde la generosidad se puede beber el cáliz del Señor, con una entrega tan amorosa como la suya, con un amor tan entregado como el suyo.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 9 de octubre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 11 de octubre, Vigésimo Octavo del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXVIII DE TIEMPO ORDINARIO

Es un episodio narrado con mucha intensidad. Un joven desconocido llega corriendo, se le postra y le pregunta el camino de la vida eterna. Jesús le señala en primer momento las normas “legales”. La respuesta del joven le agrada a Jesús, lo mira con cariño, y le propone la definitiva, vivir según Él, orientar la vida de un modo nuevo, desprenderse de lo que le agarra y le esclaviza, deshacerse de sus bienes, darlos a los que no tienen nada y seguirlo, para así poder poseerlo todo. Como dice el lema de Cáritas: “Vivir sencillamente para que otros puedan sencillamente vivir”
Este hombre se levanta y se aleja de Jesús. Olvida su mirada cariñosa y se va triste. Sabe que nunca podrá conocer la alegría y la libertad de quienes siguen a Jesús.
Era “muy rico”. Se había asegurado el bienestar en esta vida y quería asegurarse el bienestar de la vida eterna, buscaba algo que le diese ese futuro. Pero no estaba dispuesto a “pagar” el precio que Jesús le ha puesto, que es ninguno. Desprenderse de lo que lo ata a esta vida y poder volar con Cristo a la eterna.
Es el eterno enfrentamiento entre la libertad y la esclavitud. Entre poder ir sin miedo de que nadie te pueda robar nada, o rodearte de seguridades materiales que no te ofrecen una felicidad verdadera.
El joven rico se separó de Jesús apenado por no poder seguirlo. Jesús le ofrecía la libertad interior y el amor y él no pudo desprenderse de sus bienes. Esta es la tristeza del hombre: agarrarse a lo temporal, a lo que nunca se posee, sin la preocupación de que pueda desaparecer o perderse.
Jesús nos ofrece entrar en el Reino de Dios como un don que se acoge. Nos ofrece el amor que es entrega, servicio, desprendimiento. Jesús materialmente no tiene nada porque todo lo da. Pero esta misma capacidad de dar, de amar, es la única y verdadera riqueza del hombre porque es eterna, real, engrandece al hombre en la humildad y da alegría, mientras que el egoísmo y el temor la cierra.
Hay millones de seres humanos que no tienen el valor necesario para ser buenos. Y ello repercute negativamente en la marcha de la sociedad. Pero también hay muchas personas buenas. Son los que mantienen viva la esperanza de un futuro mejor. Los que dejan muchas cosas y cogen el camino del amor, de la amistad, de la gratuidad.
Lo que pasa es que estas personas no tienen “buena prensa”, pues la maldad se extiende con más facilidad. Pero hay personas que creen en el amor y en el sacrificio generoso por el hermano, especialmente el que más sufre. Los que han escuchado ese “vende lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”.
El mundo necesita “poetas de la bondad” que sepan poner ternura a las relaciones sociales entre los seres humanos que se tambalean por las prisas del quehacer diario. Por eso no llegamos a disfrutar de la alegre profundidad de la vida, porque renunciamos a esa relación profunda con el hermano. Nos quedamos en la superficie, no valoramos debidamente el caudal de bondad de, acogida, de entrega generosa y de sacrificio por el otro que atesora cada persona en su interior.
Tenemos muchos dones que ofrecer. Ofrecerlos para que el mundo sea infinitamente más feliz. Pero para eso hay que liberarnos de lo que nos ata, para ser realmente felices siguiendo a Cristo y al modo de Cristo.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 1 de octubre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 4 de octubre, Vigésimo Séptimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
Durante los casi treinta y cuatro años de mi ministerio sacerdotal he sido testigo de centenares de bodas. Y en todas se repetía el mismo esquema: los novios elegantemente uniformados, como la mayoría de los invitados, desarrollaban nerviosos todo el ritual. Pero en la mayoría de los casos ajenos al misterio que se estaba desarrollando.
Luego uno se iba enterando de aquellos que se habían separado al poco tiempo, por “incompatibilidad de caracteres”, porque “ya no se querían”, lo habían descubierto al poco tiempo de casados, después de, en la mayoría de los casos,  una convivencia total.
Es cierto que hay situaciones insostenibles y en las que hay que cortar la convivencia. Pero en la mayor parte de los casos es porque todo ese historial no pasó de un absurdo capricho motivado por la rutina. Por eso cuando llegan los lógicos problemas de la convivencia no hay motivación para la lucha.
El amor no es algo que aparece como un huracán que lo llena todo. El amor es una planta muy delicada que hay que cuidar con generosidad, con entrega, e incluso con momentos de sufrimiento. Pero si somos capaces de hacerlo se va fortaleciendo, haciendo robusto, sólido y bajo cuyo cobijo nos sentimos seguros y felices, plenamente felices. Pero es un cuidado que ha de durar toda la vida.
Y en ese cuidado está Dios como sostén, como fuerza constructora que todo lo solidifica, como empuje en los momentos de debilidad, como aliento en los cansancios y fatigas. Porque Dios es el amor mismo, el amor auténtico. Ese amor que Cristo nos manifiesta, pero un amor que no renuncia a la cruz para llegar a triunfo definitivo de la vida.
Porque el plan de Dios es un proyecto de amor y de ayuda mutua que no cuenta con la separación, sino con una unión estable y permanente en la fidelidad. Así es de radical el ideal propuesto por Jesús para el hombre. El de un corazón que da y que crea vida y esperanza, un corazón que se expande hacia la persona amada y que se hace uno con ella.
En una ocasión un amigo me recordaba su enorme desencanto, al observar el fracaso de la mayoría de sus sueños y proyectos. Me costó Dios y ayuda convencerlo de las inmensas posibilidades de su existencia. No se puede perder la ilusión si se quiere seguir viviendo constructivamente.
Conviene saber que la cruz es el camino de la luz y que la puerta del sufrimiento da entrada a regiones de felicidad. No estamos condenados al fracaso. Siempre hay una luz abierta, una mano tendida, una esperanza posible.
Lo que pasa es que hay que saber dar sentido a la propia vida. Dar sentido a la vida es tan importante como la vida misma. Pueden cambiar los valores, llegan a desaparecer algunas ilusiones, tendrán que variar antiguas creencias, pero por encima de todo, es preciso que sepamos mantener la ilusión de vivir. Es preciso levantarnos cada día dando un sentido a nuestra existencia.
El hombre fue creado para el amor, porque surgió del amor perfecto. Por eso su lucha y su meta es la búsqueda del amor. Que siempre lo vamos a encontrar si ponemos a Cristo como el origen de nuestra búsqueda. Que nuestra existencia sea una existencia en Cristo. En Él está la dicha verdadera, porque encontrarnos en él es la meta de la vida, la vida plena y feliz, para la que fuimos creados, para la que estamos sobre la faz de la tierra.

Santiago Rodrigo Ruiz