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jueves, 23 de abril de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 26 de abril, Cuarto Domingo de Pascua

CUARTO DOMINGO DE TIEMPO PASCUAL

Las sociedades cuando se establecen de un modo definitivo, crean leyes y normas que les faciliten la convivencia. Al frente de todo nombran jefes a los cuales les dan un poder casi absoluto. Estos jefes crean fuerzas y policías para hacer cumplir esas leyes y para reprimir a aquellos que no cumplan las normas. A estos jefes se les da dinero y privilegios para que lleve adelante su misión. En muchos casos, tal vez demasiados, los jefes se ponen por encima del pueblo y reprimen a aquellos a los que deben cuidar y proteger.
También antiguamente la divinidad pagana era exigente, tenían que ser contentados en todo momento con ofrendas y sacrificios, exigiendo lo de más valor, incluso sacrificios humanos. Abraham se dolió pero no le extrañó que Dios le exigiera ese sacrificio, era algo natural en su tierra de origen y con sus dioses. Pero Dios le dijo que sólo era una prueba, que el no era un Dios de exigencias sino de generosidad y amor ilimitado.
Sin embargo Jesús, Dios con nosotros, es totalmente distinto, no pide nada, lo da todo, comenzando por su propia persona. Toma el ejemplo de un buen pastor, el que no escatima ni su vida por sus ovejas, a las que ama con intensidad, a las que ofrece todo, a las que conoce una por una, a las que prepara el mejor futuro, a las que da la vida eterna.
Jesús es el Buen Pastor, el que nos ama y nos busca hasta dar su vida por nosotros. Por eso nos descoloca, porque no poseemos nada material que ofrecerle para contentarlo, para apaciguarlo y que sea dócil a nuestra voluntad.
Jesús, el Buen Pastor, también nos pone un precio, el amor, el amor donado con la gratuidad que lo hemos recibido.
El Buen Pastor nos ha trazado el camino a seguir: vivir sirviendo, acompañar amando, ofrecer nuestra vida como alimento de crecimiento para otros. Así ejerció Él su ser de Buen Pastor, y es lo que celebramos en cada eucaristía; es por lo que siempre le damos las gracias a aquel que gratuitamente nos ha hecho sus hijos y, por medio de su Hijo, nos apacienta.
Por eso no deja de interpelarnos como vivimos nuestro ser cristianos, sin pretender dominar sino servir, sin intentar estar por encima de los otros, sino a su lado cuidando, buscando el sufrimiento humano para poner sobre él el bálsamo de nuestro amor. Sin dejar a nadie solo en su dolor, sin abandonar a nadie en su tristeza. No buscar nuestros logros personales, sino la felicidad del hermano. Lejos de esa idea de ser feliz yo de la forma más fácil posible.
A nuestro Dios no lo compramos con rezos ni oraciones, no lo convencemos con “pastorales” organizadas. Nuestro Dios se deja convencer de un modo muy fácil desde el amor, pero un amor al estilo de Jesús, que dio su vida totalmente. Un amor de entrega generosa, no sólo con aquellos con los que nos sentimos más felices, sino con esos que no son y nos resultan incómodos, pero que precisan de nosotros, de nuestras personas, de nuestros dones, de nuestra vida.
Ser buenos pastores con el Buen Pastor. Que no nos importe arañarnos el alma para sacar de ella hasta lo más profundo de nuestro ser. Ser pastores, pero, como dice el Papa Francisco, con olor a oveja, o lo que es lo mismo, hermanos que comparten el ser y el existir. Ovejas en el rebaño de Cristo el Buen y único Pastor, pero pastores entregados de todo aquel que nos necesita, amando sin escatimar nada.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 16 de abril de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 19 de abril, Tercero de Pascua

TIEMPO PASCUAL, TERCER DOMINGO

En la parroquia de mi pueblo hay un retablo y en su centro una gran imagen del Sagrado Corazón que muestra su corazón traspasado con sus manos llagadas a Santa Margarita María Alacoque postrada a sus pies que lo contempla extasiada. Toda la iconografía que representa a Jesús después de la Pascua, lo hace con cara luminosa (en muchos casos amanerada), pero siempre con el costado, las manos y los pies traspasados. Porque son las llagas del amor, las de la generosidad y de la vida ilimitada.
Este Cristo glorioso que adoramos es el mismo que murió en la cruz. Es el mismo que fue azotado, maltratado, injuriado de la peor de las maneras, muerto en la cruz y sepultado. Es el mismo Cristo que anduvo con sus discípulos, que les enseñó, que hizo milagros, que fue aclamado por el pueblo, que partió el pan para ellos y al que abandonaron en los momentos cruciales.
Porque en la cruz de Cristo se han concentrado todas las penas y los dolores, todos han tocado la cruz para convertirse en esperanza.
Jesús se acerca a los suyos, que están aterrorizados y les pregunta el por qué de ese miedo, pues él nunca les había infundido miedo y les pide que lo toquen, que es el mismo. Por eso los discípulos pasan del terror a la sorpresa, de la sorpresa al asombro y del asombro al gozo. Pues la presencia de Jesús despierta en ellos una alegría tan honda que no puede por menos que expandirse. Es tan profunda que ella sola conecta con la esperanza y el futuro.
Se produce en ellos un cambio tal que da inicio a un proceso que, partiendo del convencimiento de que la cruz había sido el final de toda esperanza, termina con la proclamación gozosa de que Cristo está vivo, que ha resucitado. Un tiempo nuevo, un modo nuevo, un estilo distinto de mirar la vida.
Nuevamente la mesa está puesta para todos. Una mesa eterna y universal que nos ayuda a descubrir las huellas de Cristo vivo. Está donde un cristiano comparte la vida. Donde compartimos gratuita y generosamente la amistad, la ternura, el amor. Donde compartimos los dones que Dios ha puesto en nuestras manos para la alegría del hermano que nos necesita. Ahí se ven sus huellas, ahí hay un testigo del resucitado.
Por eso tras la experiencia de Cristo vivo, resucitado, sentado a la a la mesa, lo cotidiano se vive con la alegría que nos da el verlo todo nuevo. Es la renovación que experimenta el que se deja tocar por el resucitado.
Los apóstoles, tras esta experiencia, tienen que hacer lo que le han visto hacer a Él. Su misión es la misma que Jesús ha recibido del Padre. Sólo se les pide y se nos pide a todos los que creemos en Cristo resucitado. Prolongar y actualizar a Jesús, es decir, sembrar en el mundo la misericordia de Dios. Es la renovación de la historia con la mirada hacia el futuro que nos marca la mano llagada de Cristo glorioso.

Tenemos que cuidar ese brote de luz que ha surgido en nuestros corazones, la certeza de sentirnos intensamente amados de Dios. Por eso nuestras peores angustias han de convertirse en la confianza de un día nuevo, el “Octavo de la semana”, en que veamos a Cristo vivo que nos muestra sus llagas para decirnos que el fin del sufrimiento es la gloria, es el gozo de la vida recién estrenada al quedarse la tumba vacía. Que el amor del Señor no se agota nunca, se hace nuevo en cada instante para envolvernos con su calor.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 10 de abril de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 12 de abril, Segundo de Pascua

SEGUNDO DOMINGO EN LA OCTAVA DE PASCUA

Tomás ha quedado como el paradigma de la duda. Toda la iconografía siempre lo representa, o bien tocando las llagas de Jesús y con expresión de duda, como la maravillosa escultura en mármol de la iglesia madrileña de San Francisco el Grande.
Porque él era judío y como tal no puede aceptar que ese crucificado sea el rostro definitivo de Dios, ese Dios, representación suprema del poder y la fuerza, en el que ha creído siempre. Le cuesta aceptar que ese crucificado esté vivo y triunfante sobre la muerte y todos los poderes del mundo.
Pero creo que todos llevamos dentro un Tomás y nos escandaliza un Dios que parece vencido por el mal del mundo. Nos cuesta creer que la cruz sea la mayor generadora de vida. Sea, como la lectura de Ezequiel de la Vigilia Pascual, la que reúne los huesos secos para llenarlos de vida.
Pero tenemos la tendencia de olvidar al “otro” Tomás. El que da el paso de la fe, el que proclama a Cristo como su Dios y su Señor. El que descubre la fuerza de Dios en esas llagas, el que pasa de la increencia a la fe incondicional, a la mayor confesión de fe de toda la comunidad, de aquella “Iglesia naciente”.
Hay que reconocer que la fe es un don gratuito de Dios y no es fácil. La fe es abrir los ojos y no ver, es extender las manos y no poder tocar, es abrir el corazón y escuchar las palpitaciones de un amor eterno.
La fe es coger cada mañana la palabra divina, siempre vieja y nueva al mismo tiempo. La fe es abrir el libro de la historia y leer en los signos de los tiempos y descubrir la presencia del Señor en el hoy, en el presente de cada uno de nosotros.
La fe es caer de rodillas ante el Señor y sentirlo vivo junto a nosotros, sin necesidad de tocar sus llagas. Porque la fe es encontrar el sentido de nuestra vida en la misma vida de Cristo, dejarse llevar por Él que es el camino la verdad y la vida.
La fe no nos permite caer en el vacío, sino en las manos amorosas de Dios. Porque cuando la fe alcanza nuestro corazón, nuestros ojos ven lo que los ojos de los otros no llegan a ver.
Pero todo esto es posible si previamente hemos dejado que el Señor se encuentre con nosotros en nuestro estar y con nuestra comunidad concreta. Una comunidad que, a pesar de nuestras limitaciones, nos acoge y acompaña, desde la que proclamamos a Cristo como nuestro Señor y como nuestro único Dios.
Pero no podemos quedarnos en una fe superficial. Tenemos que tender a tocar las llagas de Cristo en las llagas de todos los que sufren. Ver la persona de Cristo vivo en el amor compartido, en la solidaridad dada, en el hermano que sufre. En la medida en que metamos nuestros dedos en las llagas abiertas de la comunidad, en su dolor, en su angustia, en sus enfermos y pobres. En la medida que toquemos ese cuerpo sufriente y lo reconozcamos como nuestro cuerpo, en esa misma medida descubriremos a Cristo resucitado.

Es ahí donde está nuestro Señor y nuestro Dios, es en ese hermano sufriente que pide nuestro amor donde debemos adorar y servir a ese Dios, que murió en la cruz de la peor de las maneras, pero que el amor del Padre lo trajo a la vida para que sea el origen y el artífice de toda vida, donde nuestra esperanza ha sido cumplida y donde nuestro futuro ha sido definido.

sábado, 4 de abril de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 5 de abril, Domingo de Pascua

DOMINGO DE PASCUA FLORIDA

En uno de sus sermones, San Agustín dice que aquel que no podía morir se hace mortal, para que nosotros, condenados a morir, tengamos vida eterna. Los que estábamos llamados a la muerte hemos sido liberados de esta condena, porque en la cruz de Cristo todo ha sido renovado. Ha muerto todo lo que se opone al Plan Salvífico de Dios y brota la nueva vida, la vida que no será limitada por nada, ya que tiene su origen en la sangre de Cristo y rompe todos los sepulcros. Por eso ha de morir todo lo viejo y renacer como un niño.
Que muera el viejo mundo de la violencia, ese mundo que llega a pensar que las guerras pueden solucionar las cosas, ese mundo que intenta dividir al mundo en malos, enemigos, los otros. Que resucite el mundo de la paz, el mundo del abrazo fraterno, el mundo que hace que todos nos miremos y sólo veamos hermanos.
Que muera el viejo mundo del egoísmo, ese mundo que atesora los bienes, como si los que acaparan fueran a vivir siempre. Ese mundo que abre fronteras y crea distancia entre ricos y pobres, el mundo que permite que unos poquitos despilfarren y los más carezcan hasta de lo más elemental. Que resucite el mundo de la solidaridad. Una solidaridad que borre las lagrimas de todos los niños, una solidaridad que permite la fraternidad, que crea auténticas esperanzas, que abre horizontes de ilusión a todos los hombres.
Que muera el viejo mundo del consumo. Consumo que ata y esclaviza, que hace al hombre adorador de las cosas, que se han puesto sobre él. Ese mundo que hace del placer el objeto de la vida y que arrincona lo que no se ajusta  sus deseos, lo que él considera feo. Que resucite el mundo de la libertad, en el que el hombre no será oprimido ni manipulado por nada ni por nadie, donde cada cual toma lo que necesita y comparte con el hermano agradeciendo ambos a Dios lo que reciben sabiendo que es el único Señor.
Que muera el hombre viejo, con un alma vieja, con un corazón viejo, lleno de rencores y resentimientos. Que resucite el hombre nuevo. Con ojos nuevos para ver a Dios y en él al hermano. Con oídos nuevos para escuchar a Dios que le habla en todos los hermanos que necesitan de su amor. Con labios nuevos, valientes que denuncian la injusticia, que alaban a Dios y evangelizan a los pobres. Con manos nuevas para servir, acariciar y bendecir, manos que sean el hacer del mismo Dios. Con pies nuevos, andariegos, peregrinos, que corren ágiles allá donde es precisa una ayuda o un consuelo. Con mente nueva que entienda para abrirse a los signos de los tiempos en los que Dios actúa. Con corazón nuevo, que sea fuente inagotable de alegría y de esperanza, un corazón ardiendo de amor.
Y celebremos la fiesta. Porque es la fiesta de todas las fiestas, la fiesta de la vida, el primer día de la semana. Día en que Cristo vivo se hace presente en los hermanos, que se quiere encontrar con nosotros, que quiere mirarnos a los ojos para mostrarnos su manos traspasadas, pero unas llagas que son un manantial de vida y de misericordia.
Es el día de pascua, el primer día de la semana, el primer día de todos los tiempos. Porque la resurrección del señor lo estrena todo, todo lo hace nuevo, el mundo los tiempos y los corazones. Los corazones que se dejan empapar de la vida que es Cristo resucitado. Feliz día de Pascua. Feliz mundo nuevo.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 2 de abril de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del 3 de abril, Viernes Santo en la Pasión del Señor

VIERNES SANTO EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Lo que celebramos en el Viernes Santo es la Cruz, la victoria del amor, la Glorificación de Jesús, el triunfo del hombre por la entrega de Dios. Miremos la Cruz, contemplemos la Cruz. Descubramos en ella al hombre verdadero, aprendamos su camino. En Jesús muerto de Amor, está presente Dios mismo glorificando, dignificando, salvando al hombre.
Hoy es el día en que los cristianos levantamos entusiasmados la Cruz gloriosa del hombre que ha descubierto su sentido en el amor extremo del Padre, que con su Hijo crucificado nos ha mostrado su compasión sin límites. Una compasión que nos hace ser capaces de vivir con fortaleza la debilidad de nuestras vidas y de la historia, porque sabemos que no estamos solos. Una compasión que nos hace combatientes solidarios que apuestan en la historia por los crucificados, porque creen en la victoria definitiva de la verdad. No adoramos la Cruz del fracaso, sino el fracaso de los que crucifican y condenan a sus hermanos.
Hoy es el día en que hacen fiesta todos los que han lavado y blanqueado sus mantos en la Sangre del Cordero. Hoy la Cruz consuela y anima, para que mirando al que atravesaron en su inocencia entregada, todos podamos ser curados sintiendo que sus cicatrices nos han curado.
En tiempos de crisis necesitamos, más que nunca, activar esta memoria de la Cruz y recordar que la esperanza se nos ha dado a favor de la causa de los pobres. La memoria de la Cruz desbarata el entusiasmo ciego de creer que el mundo tiene arreglo él solo, sino que tiene sentido luchar para que tenga arreglo.
Jesús no se desmoronó en su fe, pero saboreo la noche y el ahogo de la fe más profundamente que cualquier hombre. Porque al clamar moribundo a Dios experimentó el insondable misterio de Dios y su voluntad. De forma que en ese vacío insuperable superó ese vacío por la fe.
Porque Jesús ora en su dolor. Pone en las manos del Padre su límite y su debilidad y confía en el Padre, se abandona a su amor, se abre a su misericordia.
Jesús muere orando. Como hombre de fe profunda. Jesús, sin ver nada, sin sentir nada, sin apoyos, totalmente desnudo y solo muere orando: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Su oración hecha un grito resonó en toda la humanidad, en toda la Creación. Su momento último se hizo grito escuchado sobre todo en el corazón del Padre.
A nosotros no nos queda nada más que ver que la palabra del Padre ha quedado cumplida. Con la muerte de Cristo se rompe el velo del templo, el cielo y la tierra se han encontrado para la eternidad, ya  no pueden permanecer los muertos en la muerte, ya tienen que resucitar. Ahora, agarrados a Cristo en la Cruz, tenemos que esperar que se cumpla también en nosotros la voluntad del Padre. Agarrados a Cristo en la Cruz tenemos que aprender a llevar la cruz de nuestra humanidad, limitada, sufriente, hasta las manos del Padre, para que la resucite con la fuerza de su corazón que ha explotado en la lanzada y nos ha dado para siempre el agua que nos purifica y la sangre que nos salva.
Por eso en este Viernes Santo, sólo presentamos nuestro deseo de verle y adorarle en la Cruz, querer ser como Él, con un corazón que sólo desea seguirle, para tener con Él y como Él una vida sin medida en el corazón del Padre. Querer clavarnos en su Cruz para, desde ella saber vivir su fuerza y experimentar la vida eterna que lleva en sus entrañas.

Santiago Rodrigo Ruiz

miércoles, 1 de abril de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del 2 de abril, Jueves Santo

JUEVES SANTO

Jueves Santo es la constancia clara de que existe una mesa universal. Una mesa a la que todos estamos invitados. Una mesa de la que sólo está excluido aquel que se ha olvidado de amar, aquel que no ve al prójimo como ese al que amar, ese al que sentirse unido en todo.
Porque Jueves Santo es el recuerdo, el memorial, de que sólo el amor es capaz de mover al mundo. Por eso es el momento de la Eucaristía. Celebrar la Eucaristía no es cuestión de celebrar un precepto tranquilizador, ni una devoción privada que hemos heredado. Celebrar la Eucaristía es sabernos incorporados, urgidos, a la novedad de la Pascua del Señor, saber vivir en el amor que ha de traducirse en el servicio.
No hay amor si no sabemos lo que es servir. No hay amor si no sabemos, como Jesús, a bajar, a inclinarte, a despojarte de todo. Ponerte ante Él como discípulo, dejarle abrir sin condiciones su corazón para poder ver también el corazón del hermano que nos necesita, sin ser jueces, sino hermanos que amamos sin condiciones. Lavarle los pies, pero no como un gesto altruista, sino con la gratitud de quien te permite amar a Cristo amando al hermano necesitado.
Jueves Santo es el momento en que Jesús nos deja dos sacramentos, sacramentos del amor. Uno dentro de la comunidad, de la Iglesia, el de su presencia perpetua en el pan y en el vino eucarístico, comida y bebida que nos lleva a la vida eterna, ser Cristo con Cristo. El de su presencia en el amor al hermano más desposeído. En el anciano abandonado que carece de calor en sus últimos años. En la mujer sola, maltratada, prostituida, objeto para la miseria más baja del pecado. En los parados, los que no ven un futuro, una esperanza. En los drogadictos, emigrantes y demás marginados sociales. En los jóvenes sin esperanza, a los que la droga y otros instrumentos del mal han esclavizado, en los niños maltratados, en los niños sin futuro porque nuestro egoísmo los ha dejado sin un mañana. Todos ellos son sacramento de Cristo, presencia de Cristo para ser amado, acogido, integrado.
Jueves Santo es la Eucaristía es un servicio de comunión con los hermanos. Dios no puede escuchar nuestras oraciones si nuestra celebración eucarística no compromete nuestras vidas, no nos descoloca de nuestras comodidades, de nuestro aburguesamiento injusto, que coloca una pantalla para poder vivir nuestra comodidad sin que se nos desgarre el corazón ante el hermano que sufre.
Hace años, Cáritas, marcó este día como el “Día del Amor Fraterno”. Algo que quedó en unas notas, un preciosos postres con hermosos mensajes, que no merecían más allá de un vistazo al entrar o salir de la iglesia. Pero si a esta celebración le quitamos el amor al hermano que más nos necesita, no tendremos derecho a acercarnos a la comunión, no sólo este día, sino nunca. Cristo es la misericordia de Dios, que siempre perdona al que se acerca a él arrepentido de verdad, y especialmente del que hermano que más nos necesita.
Oremos con Él, estemos en su presencia, pero no recitando oraciones que se han preparado o que nos sabemos de siempre. Oremos junto a Cristo Eucaristía desde un corazón contrito y humillado. Que le da gracias al hermano porque le permite lavarle los pies, porque queremos ser uno con él y para él, porque no podemos entender una Eucaristía que no parta de nuestra vida en camino de conversión, en un cambio para vivir según Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz