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jueves, 28 de mayo de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 31 de mayo, Solemnidad de la Santísima Trinidad

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Han sido siglos y siglos durante los que los teólogos han elaborado maravillosas y sesudas explicaciones para mostrar al misterio de Dios, el misterio de la Santísima Trinidad. Pero ha sido algo que muy pocos han llegado a entender, hasta tal punto que se queda como el ejemplo máximo de lo insondable, de lo incomprensible. Como lo más profundo de Dios y que sólo Él entiende.
Por eso se puede entender en parte que muchísima gente pase hoy de Dios, lo vea como un freno a su libertad, un estorbo para la conciencia, alguien que sólo pone normas y frenos al vivir más placentero del hombre. Por lo que meternos en tal galimatías es una absurda pérdida de tiempo.
Sin embargo nos perdemos lo más maravilloso de Dios. Dios es amor, que nos llama al amor porque Él es la fuente del amor, el lugar donde el hombre puede ser realmente feliz, mejor dicho, el único lugar donde el hombre puede ser feliz, plenamente feliz.
Dios es Padre-Amor, porque en ese amor está el origen de todas las cosas, porque la creación entera, el universo, el espacio y el tiempo, están en función del amor, porque la única razón de ser del universo es el amor hacia sus criaturas.
Dios es Hijo-Amor, que se va a hacer hombre con nosotros para, dando su vida, abrirnos las puertas de la vida eterna que un día habíamos cerrado con el pecado. Para cargar sobre Él todo el pecado del mundo, darle muerte en la cruz y devolvernos la vida original, la vida que Él nos da en el principio, en la mañana de Pascua, en la mañana de la vida definitiva.
Dios es Espíritu-Santo-Amor, porque lo llena todo con su fuego, con su fuerza, con el ímpetu imparable de ese amor que llena todos los rincones del universo, al que renueva constantemente, para recobre la santidad del origen, ese origen en el que sólo se plantea el amor divino a sus criaturas.
Por eso nos sentimos hijos del Padre en el Hijo, hermanos en Cristo y parte de ese amor trinitario en el que nos adentra la acción del Espíritu Santo. Ahí están las raíces de nuestra Iglesia llamada a vivir en comunión y a ser sacramentos de unidad en este mundo y entre todos los hombres.
Toda la creación, y con ella toda la humanidad, estamos llamados a la plenitud en el corazón amoroso de Dios. Porque celebrar la fiesta de la Santísima Trinidad, es celebrar nuestra común unión en ese horizonte amoroso que Dios nos ha puesto a todos.
Dios es único, es a este Dios único que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, sin buscar a otros dioses que la sociedad actual nos ofrece constantemente otros dioses que nos separan y nos deshumanizan. Porque en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos abre a las necesidades del hermano, que han de ver en nosotros el rostro misericordioso, que se compadece de él y que quiere que nuestra unión con Cristo, sea la unión con el hermano que precisa de nuestra ayuda, de nuestro calor.
Nuestra comunidad parroquia celebra este día confesando su fe en Dios Padre, siendo con el hermano creadores de paz y esperanza. Confesando nuestra fe en Dios Hijo, siendo redentores del que sufre, asumiendo el dolor del otro y siendo causa de justicia y redención. Confesando nuestra fe en Dios Espíritu Santo, siendo fuerza y calor que ayuda al hermano a levantarse e iniciar de nuevo la vida, sintiendo nuestra mano que lo sostiene y alienta.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 21 de mayo de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 24 de mayo, Solemnidad de Pentecostés

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Podemos imaginarnos una empresa. Se ha sopesado el producto a vender y se ha visto lo bueno que es, se han construido las instalaciones para elaborarlo, se tiene personal cualificado, las vías de distribución y se ha visto como llegar a los clientes. Parecería que todo está hecho, pero nada se puede poner en marcha si no hay un elemento organizador y animador. Que dinamice la producción, armonice a los productores, entusiasme a los vendedores y haga que el producto llegue sin parar a la gente que se siente feliz al usarlo. Es preciso un motor que todo lo mantenga constantemente en movimiento.
Desde antes de los tiempos Dios crea un plan de salvación para el hombre. Se encarna y se hace presente entre nosotros para concretarnos ese mensaje de salvación. Con la Pasión y la Pascua se elimina el poder del pecado y de la muerte que nos atenazaba. En la Ascensión Cristo llega al máximo de su gloria y con ella se queda entre nosotros.
Pero hace falta un elemento que todo lo mantenga en movimiento, operante, que haga que ese plan de Dios sea redentor, transformador de la realidad para llevarnos al gozo del Padre. El Espíritu Santo, la fuerza divina que mantiene la voluntad amorosa de Dios en marcha y actuante.
El que se cernía al principio de la creación, que empuja a los patriarcas, que anima a los profetas, que hace del vientre de una joven un tabernáculo para el mismo Dios, que acompaña a Cristo en todo instante y que rompe todos los miedos y todas las dudas de aquellos hombres asustados y los lanza al mundo a una misión que no ha podido detener ni el tiempo ni la historia y que no se detendrá por los siglos de los siglos.
Pentecostés es el tiempo de la Iglesia, de la que Cristo es cabeza y el Espíritu Santo la fuerza que la hace seguir adelante. En Pentecostés  se inicia el tiempo de los apóstoles que ven la misión a llevar como un don maravilloso. En Pentecostés aparece la misión de los mártires, que a través de la historia han manifestado, y manifestarán, que la vida entregada por amor es la que se conserva realmente. En Pentecostés los santos han comprendido que la mayor de las perfecciones es dejarse conducir por el Espíritu Santo, para que la vida sea un instrumento útil las manos de Dios. En Pentecostés se inicia el camino de los misioneros, para los que el mundo entero es un lugar para que Cristo sea conocido y amado, y para lo que cualquier sacrificio y cualquier trabajo es un gozo. En Pentecostés aparecemos nosotros como miembros de la Iglesia, de esa comunidad convocada en el amor de Dios.
Porque nosotros, sin darnos cuenta, hemos recibido el Espíritu Santo. El que nos trae la alegría y el consuelo, el que nos sana y nos alimenta la vida, el que nos defiende y nos fortalece, el que nos aconseja y nos empuja, el que nos llena de la sabiduría que mana del corazón de Cristo, el que nos ha regenerado y ha hecho que le pertenezcamos para siempre y que nada nos puede separar del amor de Dios, el mayor de los tesoros.
Por eso yo os invito a la oración constante. Que venga el Espíritu Santo, que anime nuestra fe pequeña y vacilante. Que nos invite a vivir confiando en el amor insondable de Dios nuestro Padre a todos sus hijos.
Es el fin del tiempo de Pascua, cuando se nos vuelve a decir que hemos sido revestidos del Espíritu Santo que alienta nuestro caminar por la vida.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 15 de mayo de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 17 de mayo, Solemnidad de la Ascensión del Señor


DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Es el culmen del Tiempo Pascual, porque la Ascensión entra dentro de este tiempo especial en el que contemplamos a Cristo resucitado. La plenitud de la resurrección, el culmen de la Encarnación de Cristo.
Jesús asciende a la totalidad de su gloria, es la coronación del ser de Cristo en todos los aspectos de su persona. Pasa a la gloria del Padre sin desprenderse de su humanidad que alcanza la más sublime de sus perfecciones.
La Ascensión del Señor no es su marcha a ningún sitio, no es ningún tipo de alejamiento, es su permanencia perfecta y definitiva entre nosotros. Es el logro de su presencia en la totalidad de su humanidad y su divinidad.
Con la Ascensión del Señor comienza su presencia eucarística. Ahora está de tal modo entre nosotros que puede ser parte y alimento en todos y cada uno de los cristianos que creen en esa presencia, que lo comen y lo viven en medio de su Iglesia, que a partir de este momento es Comunidad Eucarística.
El relato del libro de los Hechos de los Apóstoles es como si fuera una separación física, un abandono del mundo. Pero lo que se les dice es que ha terminado el tiempo de estar pendientes de Jesús y verlo sólo a Él hablar y hacer. Ha llegado el tiempo de extender por todo el mundo, por todos los tiempos la Gran Noticia, la Buena Noticia.
El momento en el que tenemos que decir a todos que el hombre ha llegado a la máxima ascensión, la de ser amado de Dios. La de saber que aquel que cargó con la cruz, el que murió perdonando, el que rompió la muerte en la mañana de Pascua, ha llegado a la plenitud de su gloria amorosa. Que el hombre sepa que está llamado a la fraternidad, porque Cristo lo ha hecho hermanos suyo, en un amor en el que cabemos todos. Y que después de una vida según Dios, todos ascenderemos en Cristo resucitado, toda la humanidad con Él y en Él.
Por eso nuestras obras, como testigos de Cristo resucitado han de estar encaminadas, no solamente al cambio de nuestro mundo, sino a sanar todos los corazones heridos por la inhumanidad del momento. Porque aunque sabemos de la maldad que existe en muchos corazones, no debemos perder ni la esperanza ni la ilusión en la transformación, de que en el corazón de todo ser humano pueda fructificar la semilla de la misericordia sembrada en él por su Hacedor.
En este tiempo tenemos que enfrentarnos al absurdo de una sociedad que tiene miedo a preguntarse cual es la meta de nuestra vida. Enfrentarnos al absurdo de ese querer vivir como si Dios fuera un estorbo, un freno al progreso y a la libertad del hombre. Sin un Dios que ame y actúe en nosotros.
Por eso lo primero es vivir desde la confianza absoluta en la acción de Dios en nosotros, como nos ha enseñado Jesús. Pues Dios sigue trabajando con amor infinito el corazón y la conciencia de todos sus hijos, incluso en esos a las que consideramos fuera, “ovejas perdidas definitivamente”. Dios no se para, a Él no lo bloquea ninguna crisis, ni material ni espiritual.
Es nuestra responsabilidad, gritar a un mundo, que en tantas ocasiones no quiere oír, que Dios sigue con nosotros, que Cristo, con la plenitud de su gloria y de su humanidad sigue dentro de todos y cada uno de nosotros. Pero sin convertirnos en un freno de su hacer, al intentar hacer presente su ser y su vivir en el mundo. La forma perfecta es siendo nosotros ejemplo y vida de docilidad en el Espíritu, en el amor al hermano, un amor que sea reflejo del gran amor de Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 7 de mayo de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 10 de mayo, Sexto de Pascua


SEXTO DOMINGO EN EL TIEMPO PASCUAL

Que hermosísima esta situación en la primera comunidad, en la Iglesia naciente. Ver como el Espíritu Santo va a ser derramado sobre todos los hombres, sin mirar quienes eran, judíos o gentiles. Él nos hizo a todos para el amor, para gozar de las maravillas de la creación. Sin embargo el pecado lo destruye todo, hace que el hombre aborte el plan de alegría y vida de Dios para nosotros. El pecado cuando irrumpe entre nosotros va borrando, de una forma lenta pero eficiente todo resquicio de vida, todo asomo de esperanza, hasta dejarnos reducidos a seres que sólo pueden disfrutar del momento, pero un momento sin horizonte.
Sin embargo, ante esa situación de desesperanza, ese hacer destructor del pecado y el mal que introduce en el mundo hay una solución. Existe un antídoto para ese poder. El amor que todo lo puede, el amor que puede hacer que el dolor se convierta en esperanza.
El amor lo puede todo, lo abarca todo, se manifiesta en cualquier persona y circunstancia. Por eso cuando se ama, la presencia se hace sacramento, porque el Espíritu Santo ha aparecido. Ese Espíritu que renueva la faz de la tierra, que va eliminando el mal y todos los efectos del pecado cuando se le deja actuar. El amor en su máxima expresión es el que hace que Cristo de su vida por nosotros, que nos embarca en una maravillosa aventura que nos lleva a la vida eterna.
Es ese amor el que hace que Jesús elimine la larga enfermedad del alma, es el amor como fuente de todos los bienes. Es el amor ilimitado el que hace que Jesús escuche a aquellos hombres que no le importa comenzarlo todo de nuevo. Cristo ve la gran esperanza que sólo el amor puede producir. Y ese amor sana a los corazones, y ese amor le hace decirle a la como a la hija de Jairo “levántate” para dársela a su padre llena de vida.
Pero aquel acontecimiento no es una simple reseña histórica del Libro Santo. Es algo que se puede repetir siempre que el mal y el dolor nos acogoten. Volvernos a Jesús y suplicarle que nos vuelva a la vida, que hemos roto con nuestro pecado todo aquello que nos dio y que nos lleva a la vida. Entonces Él nos dirá:
Levántate, ama y no te quedes postrado, porque se te ha creado para que andes por la vida con la cabeza alta, diciendo de quien eres imagen y semejanza.
Levántate, ama y vuelve a la vida, sal de esa muerte en la que te ha postrado el pecado, da de sí tanto como puedes dar.
Levántate y ama sin límites, que el amor es el más temible enemigo del pecado y todo el mal que conlleva y produce.
Levántate y ama, porque ese amor te va a abrir todas las puertas de la vida, porque nacimos para la vida y somos y debemos ser mensajeros de la auténtica vida, la que brota de la entrega generosa e ilimitada ante el hermano que nos necesita, que precisa de ese amor que todo lo cambia, que todo lo conduce al plan de Dios, y por consiguiente al corazón del Padre.
Porque ese amor consiste justamente en que en Dios y con Dios, amamos también a la persona que no nos agrada o que ni siquiera conocemos, porque miramos al mundo con los ojos del corazón, más allá de las apariencias. Porque ver al otro con los ojos de Cristo, le puedo dar ese amor que necesita. Ya que nunca se puede separar el amor a Dios y el amor al prójimo, que es la fuente de la vida, de la verdadera vida. El amor que le hace a Pedro no ver circuncisos o no, sino hijos de Dios a quienes él ha sido enviado.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 1 de mayo de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del próximo domingo 3 de mayo, Quinto de Pascua


QUINTO DOMINGO EN TIEMPO PASCUAL

En mi ya larga vida de sacerdote, ha habido una cosa en la que he tenido un cuidado extremo. Que todos aquellos que se iban incorporando a la parroquia, como los que ya estaban cuando llegué, lo hiciesen por amor a Cristo, no por apego o simpatía hacia mi. Aunque peque de inmodestia tengo que decir que en eso he tenido algo de éxito. Tras mi salida de cada una de las parroquias, la mayoría, han seguido trabajando, felices y contentos, con su nuevo cura en los que yo sólo soy un recuerdo, que poco a poco casi ha desaparecido.
He visto caer demasiadas cosas, grupos y proyectos cuando la motivación era este o aquel cura, este o aquel animador o catequista. Cuando han desaparecido, todo se ha venido abajo, o algo peor, se han quedado hechos una isla, sin contacto o incidencia con el resto de la parroquia o comunidad.
Sólo Cristo es capaz de convocar de un modo sólido, duradero. Sólo Cristo es la “única vid” verdadera, donde podemos dar frutos, donde crecer, donde hacernos fuertes y duraderos. Sólo unidos a Cristo rompemos ese cerco de sentirnos los maravillosos, los que mejor hacemos las cosas; es decir, hacer un cristianismo nocivo e inútil. Es ser cristianos según Él.
Cristo es la verdadera vid, sólo por Él y desde Él entra la savia nueva que da la fuerza, que hace gritar la fe, que transforma el modo de vivir, que llena de entusiasmo los corazones.
La imagen de la vid y los sarmientos la entendieron perfectamente aquellos que escuchaban a Jesús. El vino era un elemento de alegría y de fiesta. Por eso Jesús utilizará muchísimas veces estos símiles. El “vino nuevo” y el “vino viejo”, los “odres nuevos” y los “odres nuevos”, los “trabajadores al la viña”, etc. Eran símiles, como el pastor y las ovejas que le permitían hacerse entender perfectamente.Pero nosotros también lo entendemos perfectamente. Sabemos que si nos mantenemos unidos a Cristo, en nuestra comunidad, donde se centra todo en esa mesa eucarística, donde Él se nos da como alimento y vida, daremos fruto abundante, seremos sarmientos que se extienden hacia el hermano para transmitir esa savia de amor que nos llega de Jesús.
Sin embargo hay algo imprescindible. Si recibimos la savia, la fuerza de Cristo, nuestros frutos, nuestro estilo de vivir ha de ser el de Cristo. Y todo el mundo ha de ver esos frutos que el Señor da por nosotros. Frutos de amor y misericordia, de solidaridad y entrega amorosa. Que nos haga sentirnos ajenos a esos “secuestros” de consumo, de aburguesamiento insolidario, de sentirnos los “buenos de la película”, siempre instrumentos y logros del demonio.
Cuando la savia de Cristo corre por nosotros, es Cristo el que se manifiesta en nuestras vidas. Son los sentimientos de Cristo los que afloran en nosotros. Es la vida de Cristo la que hemos de vivir, porque es Él el que vive en nosotros.
Por eso nunca podemos bajar la guardia, porque el demonio nunca va a dejar de intentar arrancarnos de la vid que es Cristo. Y si para eso tiene que utilizar a esta o aquella persona, a este o aquel religioso o sacerdote… para que no recibamos la savia del Señor, para que estemos recibiendo su savia, que nos puede convencer de que vivimos según Dios, pero estando muy lejos de Él. Vivir unidos a la verdadera vid, dando frutos que muchas veces nos desconcertarán, pero que serán fuente de alegría, paz y comunión fraterna con todos.
Santiago Rodrigo Ruiz