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viernes, 26 de febrero de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 28 de febrero, Tercero de Cuaresma

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

En mis primeros años trabajando lo hacía en el campo con mi familia, que siempre se dedicó a la viticultura, a las viñas, vamos. Y cuando poníamos una viña nueva partíamos de un sarmiento, que se cuidaba con esmero. Hasta el tercer o cuarto año no daba algún fruto, pero no nos desesperábamos, esperábamos unos diez años para que esa viña estuviese en plena producción. Pero aún en ese tiempo, el pedrisco de una tormenta de verano, la helada de primavera, te dejaban sin cosecha. Se lamentaba con pena pero se seguía cuidando la viña esperando el año siguiente. Había momentos en que alguna cepa se secaba, se reponía y se seguía cuidando la viña. Es la paciencia de quien confía en su obra.
Dios siempre confía en nosotros, Dios siempre espera de nosotros. Somos su obra, salidos de sus manos, su imagen y semejanza, llamados a la santidad, como Él es santo. Llamados al amor, porque es la fuente del amor. Nuestro destino, nuestro camino es un ir hacia nuestro origen. Pero siempre con la amenaza de aquel que sólo quiere nuestra destrucción, frustrar el plan de Dios para todos y cada uno de nosotros, hacernos “higueras estériles”.
Si miramos a nuestro alrededor, nadie reconocería la “viña del Señor”. Un mundo lleno de violencia, de indiferencia, de consumismo insolidario. Un mundo que presume de ser ateo, de alterar e infringir cualquiera de las normas que le permite vivir en fraternidad. Pero incluso si se nos mira a los que decimos creer, nuestra vida está a años luz de lo que se debía esperar, ser luz que ilumine, linternas en la noche del alma de tanta gente.
Sin embargo si nos damos cuentas la “higuera” no está seca, la “viña” no se ha quedado baldía. Por todas partes se ven brotes de amor y de misericordia, brotes que se alimentan del amor de Dios y que van dando fruto de ese amor que se va transformando en generosidad, en desprendimiento, en huida de todo lo que nos ata a nosotros, especialmente ese consumismo hedonista y esa comodidad que nos hace cobardes.
No somos viñas secas, somos viñas que no dan el fruto que el Señor espera de nosotros, podemos irnos despojando de tanta rama seca, de tanto sarmiento inútil que nos lastra y hace que nuestro vigor no vaya hacia esa meta que el Señor ha puesto para nosotros.
Estamos en Cuaresma, ese tiempo en el que tradicionalmente se nos invita a la “poda” de lo que estorba, para llegar plenos a la Pascua. Pero nuestra cuaresma, como tiempo de buscar la misericordia de Dios, como tiempo de eliminar, como dice S. Pablo en su carta a los Corintios, todo lo que nos impide vivir en plenitud la gracia de Cristo, es la totalidad de nuestra vida.
Hacer de nuestra existencia un tiempo total de búsqueda de la misericordia de Dios. Un tiempo de entrega generosa, de auténtica solidaridad con el que sufre, de desprendimiento real. De ver que la conversión no es un momento y ya está, eso también pude ser un instrumento del demonio. Es una lucha gozosa de quien se va acercando con alegría, desprendido de toda rama seca, aunque duela la poda, a ese Dios del amor y la misericordia, que en ningún momento ha dejado de esperarnos con los brazos abiertos.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 19 de febrero de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 21 de febrero, Segundo Domingo de Cuaresma

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

Vivimos en un mundo difícil, tremendamente violento, en el que las agresiones dependen de la lectura de quien las haga. Si profanan nuestras iglesias, nuestros más sagrados símbolos, si pisan nuestros derechos de creyentes; eso son manifestaciones de libertad de expresión. Pero hay de nosotros si les devolvemos la moneda, es fascismo radical, intransigente y que ha de ser erradicado de la peor de las maneras.
Por no hablar de la violencia entre los más pobres y pequeños. Países eliminados por los enfrentamientos de ideologías, a las que el pueblo normal es ajeno, pero que pagan los más débiles, a los que se echa de su casa y de su tierra, sólo por no compartir creencias o ideologías con los que tienen la fuerza y con ella el poder.
Apetece apartarse a ese lugar tranquilo y aislado de todo y de todos, esa “arcadia” feliz donde todo es maravilloso. Sin querer saber nada del mundo y de sus problemas, en los que no nos queremos meter, pues “para cuatros días que vamos a vivir” hagámoslo lo más tranquilos posible.
Ese fue el sentimiento de los apóstoles. En lo alto del monte experimentan la auténtica gloria de Dios. Jesús se ha transfigurado, resplandece de poder y belleza y, además, están con ellos Moisés y Elías, la profecía y la ley perfecta. Y cuando escuchan la voz del Padre llegan al límite. No se quieren mover de allí. Nada de bajar a esa sociedad de fariseos y romanos que les amargan la existencia. Viven la felicidad perfecta y se quieren quedar allí.
Pero Jesús les dice que no, que tienen que bajar, que tienen que volver a ese mundo que no les gusta, a ese mundo violento y pecador. Porque es ese mundo el que tienen que redimir. Ese mundo que lo va a crucificar, tras horribles tormentos, es el que se ha de salvar, es el que ha de experimentar la realidad de la Pascua, y ellos son los llamados a anunciarlo a todos, a pesar de las persecuciones y los martirios que les espera. Ese mundo que los odia es el que ha de ser redimido. Así que para abajo.
Y esa palabra de Jesús se nos sigue repitiendo a todos. Este mundo que nos odia y nos persigue es el que ha de ser redimido, es el que ha de conocer el amor de Dios también para ellos. Que ese Dios, al que quieren borrar de la sociedad, los ama y los quiere junto a sí, para que puedan gozar de su vida eterna, que por ellos también murió en la cruz y resucitó.
Nada de esconderse, nada de callarse, nada de condescender con el pecado y con la violencia. Nada de refugiarse en un caparazón de religiosidad para que nada nos toque. Para abajo, a anunciar a todas las gentes la misericordia inagotable de Dios, a trabajar por el mundo de amor y justicia, que es el que salió de las manos de Dios.
Sin escondernos, sin callarnos. Defendiéndonos, eso si, pero sin violencia, con el mayor de los instrumentos, una vida según Dios, vivida en la mayor plenitud porque vivimos como auténticos cristianos. Gente que, sabiéndose pecadora, busca la santidad. Esa santidad que consiste en tener a Cristo como el reflejo perfecto en el que mirarse. Ese cristo transfigurado y glorioso, que sigue sangrando por puro amor.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 12 de febrero de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 14 de febrero, Primero de Cuaresma

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

Estamos viviendo unos tiempos en los que todo el mundo negocia con todo el mundo para conseguir sus intereses. Se ceden los principios, las ideologías, incluso las creencias, lo importante es conseguir esa cosa que habíamos proyectado, sea al precio que sea. Queremos ser buenos cristianos sin renunciar a nuestro nivel de vida ni a nuestros privilegios, y para ello le ofrecemos a Dios unas cosas, mientras al diablo le damos otras.
Pero no todo es negociable sin tener que renunciar a lo más valioso, que es al fin y al cabo, lo que el diablo nos quiere arrebatar. Por ejemplo, rezamos por el hambre en el mundo, que se acabe la miseria, etc.; pero sin mirar nuestra mesa y nuestra despensa, con lo que nuestra oración, por muy bien que esté hecha, es mas falsa que una moneda de un euro de plastilina.
Con el demonio, nunca, nunca, se puede negociar, porque si coge la iniciativa, y la coge siempre, estamos perdidos. Esa iniciativa es lo que llamamos tentación, que es un atentado a nuestra dignidad y nuestra fe, pero astutamente camuflado.
En Jesús fue una constante a lo largo de su vida. Y desde ese “apártate de mi Satanás” del desierto, hasta el “…no se haga mi voluntad sino la tuya…” de Getsemaní, Jesús nunca negoció con el tentador. Lo fue echando con fuerza todas las veces que se cruzó con Él a lo largo de su vida. Nunca le ofreció una alternativa, algo para que lo dejara en paz. Dios se había hecho hombre para amarnos, para redimirnos, pagando por ello lo que fuera preciso, y eso no era negociable.
En esta ocasión lo vemos en el desierto, despojado de todo, sólo con lo más esencial, su amor y su obediencia al Padre, la claridad de su misión y como debía llevarla a cabo. Por eso no acepta las “ofertas y regalos” del tentador que quiere “facilitarle” su misión. No negocia, no atiende otras cosas, lo expulsa y no se desvía de su camino. Porque Él es la misericordia de Dios para los hombres y no precisa ningún añadido para seguir hasta su meta como liberación y salvación nuestra.
Por eso el desierto es el mejor marco para vencer las tentaciones, lejos y ajenos a tantas cosas que nos hemos echado encima, con la seguridad de que para ser felices. Por eso cuando el tentador nos ofrezca el poder, el dinero, la gloria, como a Jesús, podremos ver que no necesitamos nada de eso para ser felices haciendo felices a los demás. Porque nada de lo que nos rodea, todo lo que se puede comprar y vender, nos va a hacer realmente felices, nos va a dar el futuro y la eternidad.
Por eso, esos tres elementos que se nos propone para la Cuaresma, son un arma maravillosa para vencer las tentaciones. El ayuno que nos despoja de lo material, que hace que veamos que es muy poquito lo que realmente necesitamos, que el resto solo enmascara nuestra mediocridad y nuestra miseria. La limosna, la solidaridad fraterna, ver que cuanto más damos y más nos damos somos más ricos, más grandes, tenemos más, el corazón de Dios. La oración, un dialogo constante e íntimo con el Dios de las misericordias, saboreando el infinito amor que nos tiene.

Santiago Rodrigo Ruiz

lunes, 8 de febrero de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del miércoles, 10 de febrero, Miércoles de Ceniza

MIÉRCOLES DE CENIZA

Al iniciar la Cuaresma siempre la vemos como un tiempo de anonadamiento, de penitencia, casi de tristeza litúrgica, pues en las celebraciones se usa el color morado, se suprimen lo aleluyas y glorias y el denominador es la penitencia, los sacrificios, ayunos y abstinencias. Vamos casi como decía mi abuela: “estamos en este valle de lágrimas para sufrir”.
Pero es todo lo contrario, porque lo que iniciamos es el camino hacia la Pascua, hacia el momento de la renovación total, a la participación de la resurrección de Cristo. Es decir al inicio de nuestra vida eterna, la que Dios preparó para nosotros antes del inicio de los tiempos.
Sin embargo este camino no lo podemos hacer cargados de todo el lastre que nos abruma y nos hunde. Es preciso ir eliminando todo aquello que el Maligno ha echado sobre nosotros. Esas ambiciones desmedidas que nos impiden gozar realmente de lo mucho que la vida nos ha dado, esos dones maravillosos que hacen que el mundo camine hacia delante. Eliminar esos rencores, esos odios absurdos que nos impiden gozar del don más maravilloso, de lo que nos hace distintos y únicos: el amor.
Para todo eso Jesús nos propone tres ejercicios, pero llevados desde el corazón. El ayuno de todo lo malo, de todo lo que nos separa, de todo lo que hace sufrir al hermano por nuestro desamor. Ayunar de esa crítica cruel hacia el hermano, en la que sacamos lo peor de nosotros mismos, pues al intentar devaluar al prójimo caemos nosotros en lo más ruin y más bajo.
La penitencia, ese ejercicio gozoso de limpiar nuestro ser. Mirarnos por dentro, ver nuestras grandezas y miserias, para eliminar lo primero y potenciar lo segundo. Y esto con la limosna, es decir con la solidaridad, con el sentido fraterno con el hermano que más sufre, que más maltratado ha sido por las circunstancias. Solidaridad desde el amor, compartir despojándonos de tanta morralla materialista que nos hemos echado encima. Pero una limosna que no alardee y humille, sino una limosna anónima, desinteresada, que humanice y que construya justicia que nos hace grandes desde el silencio.
La oración, porque todo lo anterior tiene sentido en un diálogo, en un contacto constante e íntimo con Dios. Haciendo de la oración un eje de nuestro día a día, saboreando el amor que recibimos a manos llenas de ese Dios que es amor para nosotros. Porque la oración es la base y el sustento del cristiano, que sin un diálogo íntimo y continuado con Dios no existe.
La Cuaresma la iniciamos con el gesto de imponer ceniza sobre nuestra cabeza. La ceniza es el resto más ínfimo de todo lo que ha sido, o ha creído ser, importante, es lo más bajo, es la destrucción total del boato y la prepotencia. Y esta es la ceniza que ponemos sobre nuestra cabeza, como signo de lo que realmente tiene valor, lo que no puede arder, lo que nunca será destruido. La ceniza es el resto de todo materialismo, destruido para que prevalezca lo grande, los valores eternos, las virtudes por la que somos realmente grandes, las que nos acerca cada vez más a Dios y en Él al hermano, y eso no puede ser destruido. La ceniza que cae sobre nuestra cabeza es el fin de lo perecedero revalorizando lo eterno.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 6 de febrero de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 7 de febrero, Quinto del Tiempo Ordinario

QUINTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Jesús utiliza este término de pescadores de hombres, porque, como buen pedagogo, parte de la realidad que lo rodea. Hoy este término es difícilmente comprensible. Si la gente supiese que vamos tras ellos para “pescarlos”, para introducirlos en nuestra red, en nuestro grupo, protestaría y no les faltaría razón. Pero no es eso lo que Jesús quiere decir, ni dice.
Lo que nos recuerda es que se es cristiano para transmitir la fe. En la Iglesia, en la comunidad de Cristo, no puede existir una parte activa que trasmite la fe, siempre minoritaria, una gran mayoría que vive su fe de un modo pasivo, cumpliendo ciertas normas y mandamientos. Con un clericalismo que asume en sí toda la autoridad ante un pueblo casi sumiso que acepta y pasa del resto de la misión. Hacer lo posible para “mi salvación” y no inmiscuirme ni sentirme implicado en lo que es la Vida del Reino de Dios.
Jesús siempre invita a seguirlo libremente, nunca se interesa por el número de seguidores que tiene, siempre fue un número muy reducido el que tuvo a su alrededor. Este texto nos invita al Espíritu que nos acompaña, invitar a todos a descubrir la grandeza del Reino de Dios, que penetre en los corazones, que los purifique de todo lo que los deshumaniza, que se abran a las necesidades y alegrías de todos los hermanos. Jesús nos invita a trabajar en su misma empresa, con Él y por Él.
Constituimos la Iglesia, pueblo activo de Dios en todos los aspectos. Escuchar la palabra, hacerla nuestra, acercarnos al prójimo, para desde la oración y la vida firme y consecuente, trasformarla en misericordia, la misericordia de este Dios que nos busca para ir con nosotros.
Por eso no quedarnos en casa, al calorcito de una vida aburguesada y mediocre que no nos lleva a ningún sitio. Porque el nos quiere empujando en el carro de la fe, con las fuerzas que da la caridad. Personas que no nos asusten los riesgos, para abrir caminos nuevos para los hombres de hoy. Sin buscar el éxito, porque sabemos que con nuestras solas fuerzas no iremos a ningún lado, pero sabiendo que con su empuje si llegaremos a la meta.
Vivimos tiempos de dificultades, por eso son tiempos de riesgo, es lo que lo hace un tiempo de valentía, esa valentía que no busca el triunfo y que por eso nunca sentirá la frustración y el fracaso. Sabremos que hemos “echado nuestras redes”, pero sabiendo que el resultado está en sus manos.
Por eso nos debe admirar la grandeza de Pedro al ver el prodigio, postrarse ante Jesús y reconocerse pecador, reconocerse incapaz de ir en compañía de ese hombre que ha cambiado todo para darse a conocer.
Pero Jesús no desecha a nadie, para él todos somos necesarios en ese proyecto, en esa obra de Dios, en esa tarea de mostrar la grandeza de quien te ofrece la libertad, la libertad de seguirlo, la libertad de sentirte amado por Él y de trasmitir ese amor a todos los que encuentres en el camino de la vida. La invitación a ser uno con Jesús que entiende que todos los hermanos han de conocer, sentir y vivir el gran proyecto de Dios. Y es adaptar nuestra responsabilidad en el camino de la renovación nuestra y del mundo, donde nuestro pecado no nos ha de apartar de Cristo.

Santiago Rodrigo Ruiz