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viernes, 21 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 23 de octubre, Trigésimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO TREINTA DEL TIEMPO ORDINARIO
Hay que reconocer que es bastante fácil rezar. Nos ponemos en trance, elevamos la vista, y decimos cosas y cosas, muy bonitas la mayoría. Terminado el rezo seguimos con nuestras cosas tan campantes. Pero, en la mayoría de los casos cuando esas palabras salen de nuestra mente y de nuestros labios se esfuman. Están vacías, no transforman nuestra vida, no nos sacan de nuestro egoísmo ni de nuestra burguesía, justifican nuestro estilo de vida en este mundo que sangra de hambre y de dolor. Nuestro ambiente lo vemos natural. Como el fariseo salimos del templo felices como perdices, pero con el alma igual de seca que la entramos.
Hacer oración, rezar de verdad, es muy distinto. Porque es hablar con Dios, es una conversación entre desiguales. Un pecador ante la mayor santidad. Un ser mediocre ante la perfección absoluta. Una pequeña criatura ante el Hacedor del cielo y de la tierra.
Por eso lo primero es agachar la cabeza, reconocer nuestro pecado y suplicar la misericordia a la que no tenemos derecho y que se nos da como don. Ver en Dios a ese Padre que nos mira con amor y con exigencia. Un Dios que nos pide la conversión, el cambio de esos valores egoístas que nos hemos creado, por aquellos que nos hacen crecer como imagen suya. Un Dios dispuesto a acogernos con amor si venimos de la mano del hermano, del más pobre, del más necesitado. Con vergüenza por nuestra insolidaridad, por nuestro sentirnos con derecho a todo y sin más obligaciones que las que nosotros queramos y que no nos descolocan de nuestro cómodo estilo de vida.
Orar a Dios y con Dios, bebiendo de la fuente de su amor y su misericordia para ser trasmisores de ellas. Despojados de ese pecado que el demonio nos enmascara y nos lo presenta como piedad y virtud.
Rezar viviendo la vida de Cristo, con Cristo, como Cristo. El que se muestra como siervo sufriente por nosotros. Sin alardear de su ser Dios. Con la cruz que va aumentando con nuestras faltas y nuestros pecados.
Rezar como el publicano, hambrientos de perdón, de cambio de vida, del calor de ese Padre que me quiere, pero con mi hermano sufriente al lado, curando, ayudando, compartiendo, en paz y fraternidad con él.
Y si no somos capaces de dar ese paso de conversión definitiva, al menos sabiendo que vivimos en un estado de pecado. Que no lo solucionan los rezos, por muchos “gloriapatris” que echemos. Sino Con corazón quebrantado y humillado (Ps. 50), el que nunca rechaza Dios y que valora infinitamente más que nuestros rezos y devociones.
De siempre he sido muy madrugador, por lo que hago las “laudes” de noche y veo amanecer por la ventana y casi siempre me digo, cuanto más viejo más veces: “Otro día que me regalas para hacer el bien, para transformar el mundo, para hacer que los hombres se quieran un poco más, se perdonen un poco más, sean un poco más pobres, más mendicantes ante ti”. Y fijaros, cuando todos los días termino esa reflexión no me queda más remedio que ver que si no me siento mendicante ante Dios no iré a ningún sitio. Se lo decía a un cura recién ordenado que no paraba de dar consejos y de “dirigir” a unos y a otros como ha de ser su vida, si tú no has vivido aún, sólo trasladas los libros que has leído y que te han gustado. Póstrate humilde, ve tus miserias, la bondad de Dios y será distinto.

Santiago Rodrigo Ruiz

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