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viernes, 30 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 2 de octubre, Vigésimo Séptimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTISIETE DEL TIEMPO ORDINARIO

La fe no es cegazón, no es ir con los ojos cerrados a donde el otro te mande. Le fe es confianza. Es saberse amado por Dios en toda su intensidad. Es saber que ese amor te va a lleva siempre por el camino más seguro. Es aferrarse con todas nuestras fuerzas a esa barca en la que, a pesar de las más horribles tempestades, siempre vamos a navegar seguros. Es confiar en que ese Dios que nos llama a su lado, no ofrece el único camino posible hacia la felicidad total y verdadera.
Pero todo eso que el Padre nos da es un regalo, algo que ni merecemos ni podemos comprar. El ejemplo del esclavo, que no debía esperar gratitud de su amo por hacer lo que debía, nos recuerda la gran magnanimidad de este Dios que nos sale al encuentro, que nos lo da todo sin que podamos hacer nada para merecerlo. Que nuestras buena obras y nuestra vida justa, sólo tienen como fruto nuestra felicidad personal y comunitaria.
Por eso en Dios sólo podemos ver don, gratuidad, generosidad ilimitada. Porque el Padre es amor ilimitado hacia cada uno de nosotros.
Es por lo que tenemos que comenzar experimentando ese amor de Dios a nosotros. Ese Dios que no nos necesita para nada, pero que nos ama, porque es todo lo que es, amor sin cotas, sin fronteras.
Y cuando experimentamos ese amor, al acto de fe es lógico, se cae a su peso, una consecuencia irrefutable.
Cómo no creer, no confiar, total y absolutamente, en alguien que se nos da de esa manera. Cómo no creer en aquel de quien recibimos todos los bienes, comenzamos por nuestra propia persona y terminando por nuestra eternidad.
Esa fe basada en un amor así mueve montañas, planta higueras en el mar y hasta en la luna.
Esa fe nos hace saborear en su totalidad este momento que siempre es esperanza e ilusión. Esperanza en que las promesas se han, cumplido para todos nosotros, para los hombres y mujeres del pasado y para los del futuro. Ilusión que nos permite mirar el mañana como algo radiante, magnífico luminoso.
Porque la fe a la que Jesús nos invita se basa en su persona, en su triunfo sobre la muerte, en su victoria definitiva sobre el mal y lo que lo representa, en su estar por encima de la tristeza y el desaliento. Una fe que mueve las montañas del alma y que nos lleva a estar por encima de todo, pudiendo mirar cara a cara al mismo Dios, porque así lo ha querido Él
Todos tenemos experiencia de haber plantado un tallo o un esqueje de una gran planta en un pequeña maceta. Al principio la planta crece bien, pero al poco revienta la maceta y hay que llevarla a un recipiente muchísimo mayor para que se pueda desarrollar. Incluso al suelo para que nos cubra y nos de sus frutos abundantes para todos.
La fe cae en nuestros pequeños corazones, es donde Dios la siembra el día de nuestro bautismo, y, a poco que la cuidemos se sale por todas partes, todo lo invade, todo los trasforma. Nuestros hogares, nuestros trabajos, nuestra vida social. Y todo nuestro ser y nuestro entorno toma un color distinto, el color de Dios. Por eso si esto no ocurre, y la fe no sale de nuestras pequeñas devociones y de nuestra pequeña vida pastoral, es porque la tenemos constreñida, ahogada, y la debemos dejar que brote con fuerza, todo lo invada y todo los trasforme.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 23 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 25 de septiembre, Vigésimo Sexto del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTISÉIS DEL TIEMPO ORDINARIO

Cuando miro a las familias que atiende Cáritas, no puedo evitar una sensación de vergüenza. Viven en nuestro pueblo, nos cruzamos con ellos, los niños van al colegio Garcilaso, son vecinos nuestros, nuestro día a día. No son gentes lejanas, en tierras remotas, de países en situaciones especiales. Son los nuestros.
Por eso veo con emoción y gratitud como el equipo sigue más de cerca los casos en los que hay niños, para que tengan una alimentación, dentro de nuestras posibilidades, lo más completa posible. Lo comentaba en una preparación de bautizos y se extrañaban que estos casos ocurran aquí, “en Griñón”.
Porque el rico del evangelio no hizo nada de malo. Vivía en su mansión, sin meterse con nadie, el dinero con que banqueteaba y se daba lujos era suyo, no se lo había robado a nadie. Cual fue su pecado, por qué Dios lo manda lejos de si. Un corazón seco, el veía, como nosotros lo vemos constantemente, la pobreza y la miseria. Era consciente, como lo somos nosotros, de que su ritmo de vida lo llevaban muy pocos. Pero cerraba los ojos, no veía, porque no quería, como aquellas personas de mi reunión, lo que le molestaba, lo que le podía inquietar su conciencia, lo que podía hacer que su banquete “se le indigestase”. Para eso lo mejor era no saber, no quería saber para no tener que interpelarse, para no tener que hacer un examen de conciencia, para no verse culpable al sentir que estaba consumiendo lo que era del otro, para no sentir que su despilfarro, sus lujos, eran el hambre del hermano. Había abierto una sima infranqueable, un abismo de desamor.
Y ese abismo de desamor lo mantiene alejado de Dios. Y ve a Lázaro en el seno de Abraham, en el amor de Dios que nunca le faltó, en la cercanía de ese Padre que siempre estuvo a su lado.
Porque Dios pasa hambre en el hambriento, soledad en el abandonado, injusticia en el marginado. Dios sigue tendiendo la mano mendicante a nuestras conciencias. Pero hemos abierto una sima tan profunda que no nos llega, un abismo tan infranqueable que impide que la ternura ablande los corazones que se han ido quedando secos poco a poco.
Es el abismo que separaba al rico de la parábola de Jesús, del pobre Lázaro. Y cuando pide el consuelo se le dice que es imposible, la sima que él abrió no se puede cruzar.
Es curioso que la parábola de Jesús sea la realidad que nos rodea hoy, tal vez con más fuerza que nunca, con más virulencia y crueldad que nunca. Pero también la sima es más amplia y profunda. Vemos a los Lázaros de hoy, desnudos y hambrientos, enfermos y solos. Y lo más que nos permitimos es arrojarles las migajas de nuestras mesas (un bocadillo a los pobres), haber si les llega. Sin darnos cuenta de que, en realidad, de quien nos estamos alejando es del corazón amoroso de Dios que vive en el pobre.
Por eso yo añadiría una novena bienaventuranza. Bienaventurados los que nunca cerraron los ojos ante la pobreza y el dolor que les rodeaba, los que siempre miraron para descubrir las injusticias y las marginaciones, los que fueron conscientes de que aquello que despilfarraban y gastaban de un modo absurdo, era causa del dolor de los hermanos más desposeídos y débiles, viéndose injustos y autores de ese dolor.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 16 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 18 de septiembre, Vigésimo Quinto del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTICINCO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jesús nos ha estado hablando de ir ligeros de carga para poder entrar por la puerta estrecha. Pero es realista, sabe de nuestras debilidades y, no pocas ocasiones, de nuestra desfachatez a la hora de acercarnos a Él.
Estamos en un momento que al sagaz, al astuto en los negocios se le admira y casi se disimula el modo de ir triunfando por la vida, tantas veces la falta de escrúpulos para conseguir el fin que se proponen.
Jesús ironiza, aunque admira la astucia del mayordomo que falsifica la contabilidad de su amo, con lo que es el dinero injusto, e incluso deja caer que a ese dinero se le puede dar un buen fin.
Pero tiene muy claro lo que son las riquezas, el modo de esclavizar a la gente, el modo en que se llega a justificar el lujo y los caprichos absurdos, que los vemos como necesarios (esta casa, este coche, este viaje, estas vacaciones, etc.), como un derecho, porque “lo hemos sudado”.
Y lo bueno es que nos dirigimos a Dios, rezamos, participamos en el culto, sin ceder en nada ni para. Es la astucia de los hijos del mundo, de aquellos que se han dejado en las manos del “otro” que hace ver esa situación como un logro moral y humano, el premio a nuestra lucha, a nuestras capacidades.
Pero no nos hace ver lo que se podía lograr poniendo esas capacidades, esa lucha, para que el Reino de Dios, el reino de la justicia, se vaya estableciendo en el mundo.
Y no es cuestión de pasar nosotros necesidades, eso es algo que Jesús no nos pide, es de saber luchar, esa lucha en el logro de un mundo fraterno, de una sociedad de hermandad.
Es el momento en el que nos recuerda nuestras infidelidades, nuestras incongruencias, el no entender ni desenmascarar las intenciones del demonio que nos va atando y esclavizando poco a poco. Que va impermeabilizando el alma de tal modo que ya no la pueda calar ningún tipo de ternura, que no pueda captar el sufrimiento del hermano que nos necesita.
Un alma impermeable que se convence que está al servicio del Señor y sólo está al servicio de sí misma. Por eso es preciso saber donde estamos, a quien servimos, dónde y para qué estamos volcando nuestro esfuerzo, cuales son los frutos, quien es el benefactor definitivo de esa lucha, de ese esfuerzo.
Si miramos a nuestro lado y vemos a los más sencillos, a los más necesitados sonriendo, alegres de nuestra presencia, nos vemos uno más con ellos. Estaremos en el bando del Señor.
Pero si nos rodeamos de “los nuestros”, los que son como nosotros, los triunfadores. Si nos vemos felices y satisfechos y miramos nuestros logros con satisfacción. Si dormimos felices en nuestra buena cama, de nuestra buena casa, con nuestras buenas cosas…
Porque el mundo no es así. No es nuestras casas, nuestras cosas, nuestras comodidades. El mundo está esperando que se establezca el Reino de Dios. Un reino de justicia, de igualdad y de paz. Un mundo en el que la economía no sea el motor de todo, la que todo lo mantenga y la que todo tenga un valor material. Sino un mundo en el que prive el corazón de las gentes, en el que lo importante sea la vida, pero no una vida cualquiera, sino la vida compartida con el hermano según Cristo.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 9 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 11 de septiembre, Vigésimo cuarto del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTICUATRO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dios no se cansa de nuestros fallos, de nuestras traiciones e indiferencias, de nuestras negaciones y abandonos. Siempre nos espera con los brazos abiertos, siempre quiere que estemos con él, nunca se deprime con nuestras aparentes conversiones y con nuestros continuos abandonos. Siempre perdonando, siempre acogiendo, siempre esperando con la ternura y la sonrisa de ese Padre que sólo sabe amar. Que siempre espera nuestro retorno sentado en la puerta de la esperanza.
Y eso es lo que nos descoloca, lo que nos debe avergonzar, porque si tras el pecado, tras la traición, viniese el castigo fulminante, de algún modo nos veríamos justificados, abríamos “empatado”, tendríamos la paga al daño inferido.
Pero es todo lo contrario. A cada desprecio Él responde con una caricia, a cada traición Él responde con fidelidad. A cada abandono el responde esperando, siempre esperando para recibirnos con los brazos abiertos y la más maravillosa de las sonrisas.
Y comienza la fiesta, y se felicita porque nos ha recobrado. No hay memoria de nuestro pecado ni de nuestra traición, ya no se siente el vacío del abandono. Es la fiesta por el retorno, la alegría de volver a vernos con él. No se recuerda la soledad, ya no existe, es la fiesta del encuentro. Porque en el corazón de Dios sólo cabe el amor y la misericordia inagotable.
Por eso le apena que aquellos que “siempre han estado con Él” no se alegren por el hermano recobrado, no participen en la fiesta de volver a tener al que estaba perdido.
Le echamos en cara que nosotros que “siempre hemos estado con Él”… Como si el haberlo hecho hubiese sido un duro trabajo que merece recompensa. Sin darnos cuenta que nuestro premio, nuestra recompensa ha sido precisamente eso, estar con Él, gozar de su compañía que es el mayor gozo imaginable, amando y perdonando, que es el culmen de todas las dichas.
Y unirnos a la fiesta por el hermano encontrado, ser parte de la fiesta, ser la misma fiesta que desborda de alegría, porque ahora si estamos todos.
Pero si nos entristecemos porque se acoge al que se fue, se perdona al que pecó, se hace fiesta porque ha vuelto el perdido. Es que nunca hemos sabido lo que era el amor de verdad. De algún modo hemos estado alejados, hemos vivido fuera, si no en lo práctico, si en el corazón, y debemos buscar el camino para volver a encontrarnos con el Padre, buscar esa senda que nos acerque a la casa común. Esa casa que es el corazón amoroso de Dios, en el que no se pregunta quien llegó primero, sólo se celebra que estamos todos juntos.
Sin embargo la imagen del hermano mayor es demasiado común entre todos los creyentes. Queremos el premio inmediato a nuestras buenas accionen, que Dios se ponga a nuestro servicio tras nuestras oraciones premiándonos con la concesión de nuestra petición de forma inmediata. Incluso nos escandalizamos y mucho si vemos que a aquellos a los que nosotros consideramos “malos”, les van las cosas mucho mejor que a nosotros, que se les perdone y se les acoja con alegría festiva.
Por eso nos perdemos la gran dicha, la gran fiesta, de la vuelta del pecador arrepentido, del hermano que se había ido y ha vuelto, del hermano que se nos había perdido y lo hemos recuperado.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 2 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 4 de septiembre, Vigésimo Tercero del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTITRÉS DEL TIEMPO ORDINARIO

El evangelio de hoy, continuando la línea de la semana pasada, nos recuerda que Jesús no se conforma con mitades, nuestra respuesta de seguimiento ha de ser definitiva, tajante. Esperará lo que sea preciso, pero no se conformará con indecisiones, con dudas, con apaños. Cristo, como aquellos de la anécdota nos pide un si o un no, una respuesta clara y contundente.
Estamos en un mundo en el que lo postura de los cristianos es oscura, mediocre. Nos confesamos seguidores de Cristo, pero convivimos con un mundo de pecado con una tranquilidad pasmosa. Decimos de amar la cruz, pero buscamos el mayor placer material y físico posible.
En un porcentaje altísimo hemos convertido el cristianismo en una simple religiosidad. Religiosidad en la que cumplimos con diferentes aspectos de culto (misas, rezos, oraciones, “caridades”…), pero en nuestro modo de desenvolvernos en la sociedad no nos distinguimos del ateo, del indiferente, o de aquellos que viven otros credos.
Somos creyentes que hemos puesto una especie de aduana. Hasta aquí Dios y a partir de aquí mi vida, cuidando mucho de que no se mezclen ni se interfieran.
Resumiendo, nos hemos fabricado una inmensa mentira, en la que queremos convencer al mismo Dios de que ha de salvarnos a nuestro estilo, que ha de considerarnos bienaventurados recibiendo sólo aquello que estamos dispuestos a dar, en todos los aspectos de la vida. Y advirtiéndole que si se pasa en sus exigencias se puede quedar sin nada.
Pero Cristo nos dice que sólo hay un camino para estar con él, para caminar a su lado. No permitir que nada nos ate, no permitir que nada se interponga entre él y nosotros, que no haya ninguna esclavitud que nos tenga sometidos a “otro” que no sea nuestra libertad, con la que Dios nos creó, con la que somos su imagen y su semejanza.
Cristo nos quiere con nuestra cruz de cada día, es decir, con nuestra realidad para poder caminar a su lado, con nuestras grandezas que nos aproximan, que nos hacen fraternos con él mismo. Y con nuestras miserias para ser redimidas por su pasión y su cruz.
Cristo nos quiere a su lado, si optamos por él por encima de todas las cosas, si no vemos otro Salvador que el mismo Cristo, asumiendo su palabra y su persona en totalidad, pero con la totalidad de nuestro ser, no por raciones, dándole a él “algo”, lo que nos interese y lo que no nos incomode, totalmente.
Y esa totalidad es, repito, con nuestra cruz personal. El Señor no ha renunciado a su cruz, a esa cruz redentora. Una cruz que al mezclarla con la nuestra es nuestro camino de salvación, es el camino de la alegría perfecta. Aquí en la tierra, porque no hay gozo mayor que andar nuestra vida en la compañía de Jesús, siendo uno con él, compartiendo nuestro ser con él. Para que, con él, nuestra cruz se convierta en Pascua.
Porque la cruz de Jesús es redentora siempre, y la nuestra portada a su lado se convierte también en redentora. A partir de ese momento su peso es muy ligero, como es muy ligero el peso de todo aquello que se lleva por amor. Entonces las crisis son ligeras porque ya no hay ningún desierto que cruzar, porque cuando nuestra cruz lo hacemos con Jesús, todo se va convirtiendo en vergel, un oasis que nos llena de paz y esperanza.

Santiago Rodrigo Ruiz