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viernes, 29 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 1 de mayo, Sexto Domingo de Pascua

PASCUA, SEXTO DOMINGO

Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Es ese largo discurso de Jesús que les está diciendo que se va, pero que no lo perderán, que su presencia será permanente entre ellos. Parece como un juego de palabras, algo que desconcierta a los discípulos, pero que les garantiza la presencia de Jesús con ellos para siempre.
Y aparece ese personaje que a los otros los desconcierta; el Espíritu Santo, el que procede del Padre y del Hijo, como decimos en el credo. Pronto van a ser conscientes de que este Espíritu Santo, será el testimonio vivo de la Presencia de Jesús en la Iglesia, el Maestro, el Defensor, el Huésped del alma que les va a consolar en los momentos de aflicción. Que les va a hacer presentes y vivas las palabras de Jesús en todo momento. Por lo que no es una despedida, es como el anuncio de una fiesta.
Porque sus últimas palabras son darnos la paz, su Paz. Pero no es una paz como la que se entiende normalmente, una ausencia de violencias, un periodo entre guerras, un tratado de no agresión. Es la paz del Espíritu, la que llena y plenifica nuestras almas.
Lo romanos se deseaban la salud (salus), los griegos se deseaban la alegría de la vida (xaire), los judíos la paz con todos (schalom alechem), paz a vosotros, pero una paz que te proporcionara la prosperidad material y el gozo personal.
La paz de Cristo rompe el blindaje de los corazones, elimina las defensas y los deja con la puerta abierta de par en par para el hermano. Llena de confianza, una confianza que elimina los miedos, esos miedos que queremos apagar con “juergas”, fiestas que adormezcan el alma y le haga no ver los temores que tenemos dentro, no, sino la confianza que da el amor.
Es una paz que nadie nos puede quitar: ni la enfermedad, ni la angustia, ni los acosos, ni las persecuciones. Una paz que no nos la puede quitar nadie de este mundo, porque nadie de este mundo nos la ha dado.
Es esa paz que hacía sonreír y cantar a los mártires frente al tormento. Esa paz que hizo que los santos nunca se rindieran, aunque todo pareciera que se estaba cayendo a su alrededor. Teresa de Jesús, acosada por todos y casi en los tribunales. José de Calasanz, Juan Bautista de la Salle, Juan Bosco, a los que los querían eliminar y con ellos su obra, a veces dentro de la misma Iglesia. Todos los cristianos perseguidos de la historia: desde Esteba a los cristianos perseguidos de hoy.
Esa paz que impide que se puedan tapar las bocas, para que Cristo siga siendo anunciado como la única alternativa del hombre para ser feliz, para denunciar toda injusticia, especialmente contra los más débiles y desamparados. Esa paz que hace que nos levantemos con gozo, aunque no se vean motivos para hacerlo.
Es la paz del Espíritu. La paz que hace fructíferas todas las vidas, la paz que eleva, fortalece y da sentido a nuestra existencia, la paz que nos hace ver a otro como un hermano al que amar y del cual recibir amor. Porque la paz de Cristo, la paz del Espíritu, es la paz de Dios, la única paz.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 22 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 24 de abril, Quinto de Pascua

PASCUA, QUINTO DOMINGO

La temática de este domingo nos hace dirigir los ojos hacia el interior de nuestra comunidad cristiana para preguntarnos cual es nuestra identidad, cual es nuestro estilo de vida, para hacernos dos preguntas importantes. ¿Quiénes somos los cristianos y en qué nos distinguimos de los demás? La segunda es ¿Cuál es el estilo de nuestra comunidad cristiana y de qué tipo son nuestras relaciones?
No es cuestión de que busquemos muchas respuestas raras y retóricas, hablar y hablar para no decir nada concreto. Las lecturas de hoy nos dan la respuesta de una forma, no clara, sino diáfana. El amor como único instrumento. Pero no un amor cualquiera, no un amor teórico que no nos lleva a nada. Es amar como Jesús nos ha amado, como Jesús nos ama. O lo que es lo mismo, amar hasta dar la vida por los demás.
Y esto no nos lo da sólo haber nacido en una familia cristiana y ser cristiano de siempre. Ni nos lo da sólo haber recibido un impacto espiritual que nos haya llevado a la conversión. Ni nos lo da sólo el asistir a misa y cumplir todas las normas de la Iglesia.
Si nos damos cuenta todos tenemos un montón de acreditaciones. El carné de identidad, el pasaporte, la tarjeta de la seguridad social, el de ese club al que pertenecemos… Pero no existe ningún documento que nos acredite como cristianos, sólo la palabra del Señor: “La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”.
Por eso decir que somos cristianos si no amamos es una falsedad. Por eso asistir a la eucaristía, participar en ella y no amar al prójimo, es engañar a los demás. Cuando nos confesamos y pedimos el perdón, sin perdonar nosotros a los demás, es una inmensa hipocresía. O lo que es peor, rezar sin amar a los demás es decir palabras vacías, es utilizar el Santo Nombre de Dios en vano.
Ser testigo de Jesús sólo se puede ser desde el amor. Sólo podemos darlo a conocer a los demás desde el amor. Sólo podemos mostrar su camino de redención y vida desde el amor.
Si la Iglesia queremos dar una señal, si queremos ser señal, de que Cristo está vivo entre nosotros, sólo lo podremos hacer desde el amor. Porque sólo el cristiano que ama puede emitir esa señal de que Dios está entre nosotros, de que ha derramado su misericordia a raudales.
Pero volvemos al principio. Amar como Él nos ama, es decir, dando la vida por los otros, haciendo de nuestra vida una ofrenda. El amor de Cristo. Como lo definiría San Pablo en su maravillosa carta a los corintios: un amor generoso, que no presume, que no exige, que no pone precio, que no es egoísta, que hace que nos demos sin límites… “Si os amáis unos a otros como yo os he amado” Un amor tan transparente, tan nítido que hace que todo se vea claro.
Por eso tenemos que presentarle al Señor un corazón repleto de rostros humanos, los de todas las personas que nos necesitan, en las que volcamos nuestro amor como un sacramento de entrega y solidaridad. Ese amor que nos engrandece, que se va haciendo mayor cuanto más se entrega, que nos desborda hasta mezclarse con el amor de Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 16 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 17 de abril, Cuarto de Pascua

PASCUA, CUARTO DOMINGO

Fue muy difícil el nacimiento de la primera comunidad cristiana. Eran muchas las voces que se oían. La tradición exhibida por la clase sacerdotal de Israel, por otro las otras voces culturales que van surgiendo por donde el cristianismo se extiende.
Sin embargo, con la fuerza del Espíritu Santo, se va imponiendo la voz de Cristo, la llamada del Buen Pastor, la voz llena de amor y de misericordia de quien ha dado la vida por “sus ovejas” y que llama a seguirlo, pero como una comunión eclesial, como una Iglesia convocada desde y para el amor, como es la comunión entre Cristo y el Padre.
Vivimos momentos raros y al mismo tiempo apasionantes. Son muchas las voces que se oyen, incluso dentro de la Iglesia. Hay un exceso de declaraciones y posturas ante los mismos acontecimientos, algo que desconcierta a la gente, porque todas argumentan ser la voz de Dios, y es algo que cansa a la gente y que comienzan a resbalarles. Porque se busca atraer a todos a las diferentes opciones.
Por eso lo primero que debemos hacer todos es escuchar la voz del Buen Pastor. Y quien escucha la voz del Buen Pastor entra a ser parte de su grupo, de “su rebaño”, donde tanto el pastor como las ovejas coinciden en el servicio y en el amor mutuo. Quien escucha esa voz mantiene un estilo de vida diferente, que es lo que interpela. Porque si queremos que Jesús siga siendo la única voz no se nos puede distinguir porque entramos y salimos de la iglesia, porque damos catequesis, porque pertenecemos a ciertos grupos o comunidades. Pues esas personas, ni van a la iglesia, ni están en esos grupos, ni participan en catequesis, ni…
Y están llamados a la vida de Cristo, a ser parte del “rebaño” del Señor, a sentir su amor y su misericordia. Pero no han podido escuchar su voz, porque, en muchas ocasiones, los que nos sentimos creyentes, con nuestras incongruencias, nuestras infidelidades y nuestra falta de testimonio, hemos sido un obstáculo, somos un obstáculo. Porque mirad, una cosa es que nosotros sepamos que hay pobres, y otra cosa es que veamos la cara de Cristo en esos pobres, que apetezcamos ese estilo de vida para podes estar cerca de Jesús.
Cristo da su vida constantemente por nosotros, nos llama para que vivamos de esa vida que Él nos da, para que no nos conformemos con sucedáneos de Dios. Él nos llama para que vivamos en su amor, en su cuidado, pero al modo y estilo de Cristo, del Cristo real, del Cristo que nos manifiesta el amor del Padre. Un amor inagotable y del que nosotros debemos ser humildes instrumentos. Sabiendo que al ser esos instrumentos de Dios, ya vivimos su amor y su cuidado. Aun sabiendo que los que dicen “las otras voces” van a intentar acallarnos, desautorizarnos, ridiculizarnos. O algo mucho peor aún, domesticarnos. Pero ser seguidores fieles del Buen Pastor, es tener su fuerza, su gracia, algo que nos va a hacer afrontar con valentía ese reto, ese martirio sociológico al que se nos va a someter. Pero realmente libres, junto a quien nos da la auténtica dicha que se basa en la libertad que nos regala.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 9 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 10 de abril, Tercero de Pascua

PASCUA, TERCER DOMINGO

Es una escena que me hace pensar mucho. Los discípulos actúan por su cuenta, y a pesar de trabajar mucho no consiguen nada. Cuando el Resucitado les indica como hacerlo consiguen una gran pesca. El ciento cincuenta y tres es un número de la cábala que significa la totalidad de las totalidades, no hay nada más. Es decir el fruto se consigue si se sigue a Jesús vivo, si nuestro hacer es según su Corazón y su Espíritu. Y eso conlleva la alegría de ver como las gentes alcanzan la vida que Cristo da con su Pascua.
Los domingos por la tarde, cuando celebro por última vez la Eucaristía, ya lo he hecho otras dos veces, intento darle intensidad. Darle la importancia que merece, hacerlo con paz e intentar transmitir el misterio insondable que se está celebrando. Pero muchas veces me pregunto si le he dado alegría, si he transmitido entusiasmo, el gozo de vivir la experiencia del Resucitado que todo lo cambia que todo lo renueva.
Creo que no somos conscientes de que Jesús nos sale constantemente al camino, que nos indica como hemos de hacer las cosas, que nos dice que sólo con Él podremos dar frutos abundantes. Que no es mi fe la que levanta la Iglesia, la que le hace vivir y crecer, que es Él. Pero al mismo tiempo nos dice que confía en nosotros y que nos está mirando con su gracia.
En aquella pesca la barca era de ellos, así como la red y su esfuerzo, y era de ellos de donde querían sacar el fruto. Pero hasta que no aparece el Señor, hasta que no les marca el modo y ellos aceptan, no consiguen nada. Pero con sus indicaciones, con la fe en Él, la pesca es abundantísima. Jesús se fió de ellos y ellos de Jesús y todo funcionó perfectamente.
Tendemos a centrarnos en esta o aquella persona dentro de la Iglesia que nos atrae, que nos encandila, pero cuando esa persona calla o desaparece, nos quedamos como desamparados. Lógico, sólo nos hemos fiado de nuestras fuerzas o las de alguien como nosotros, no ha sido Jesús el guía de nuestra vida, no ha sido su palabra y su persona las que nos han movido, por eso nuestro entusiasmo ha durado poco y los frutos han sido nulos. Nuestra vida no ha dado ningún vuelco para transformarnos al gozo de Cristo.
Las apariciones del Señor resucitado siempre van unidas a una comida, es decir, son apariciones eucarísticas. Porque es en la Eucaristía donde nace y se rehace constantemente la Iglesia, la comunidad de los bautizados que quieren vivir su propia pascua con la Pascua de Cristo.
Es en la Eucaristía donde nos encontramos los hermanos, donde se derrama la misericordia de Dios a manos llenas, donde compartimos el Pan y la Palabra, donde nos damos el abrazo que unifica y que convierte.
Una Eucaristía, siempre presencia de Cristo Vivo, que no termina, que no puede terminar en el templo, en el ritual litúrgico. Ha de pasar a nuestras casas, a nuestros trabajos, a nuestras relaciones sociales, para transformarlas en momentos de su presencia, en vida que nos hace verlo todo nuevo. Entonces si habrá fruto, una pesca abundante, desde esa barca que es la Iglesia y con esa red que es el amor de Dios. Una pesca suya en la que nos vemos incluidos, porque estamos incluidos en su amor.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 1 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 3 de abril, Segundo Domingo en la Octava de Pascua

OCTAVA DE PASCUA, SEGUNDO DOMINGO

Vivimos en tiempos de gente con fe débil, tanto dentro como fuera de la Iglesia, la gente tiene miedo de tener algo fuertemente asido. Y eso nos hace frágiles, fáciles de convencer incluso por principios que contradicen nuestra misma razón de ser y que nos hace ir dando tumbos de una idea a otra, de una creencia a otra, algo que nos quita la paz y nos hacer ver un futuro nebulosos.
A los discípulos, tras la muerte de Jesús, les pasa lo mismo. Ellos creían otra cosa distinta de lo que realmente era Jesús. Un poder con el que podrían “liberar” a su pueblo de las esclavitudes físicas, restablecer la dignidad de su raza, ahora pisada e invadida por extranjeros, pero esa forma de morir Jesús les descolocó de tal manera que se escondieron aterrorizados, esperando cualquier represalia de los otros.
Las apariciones de Jesús van a ser ese revulsivo que estaban necesitando. La realidad de Cristo es otra distinta, lo que se les ofrece es algo infinitamente más valioso, es la Vida, esa vida de la que es portador Jesús y por la cual merece la pena arriesgarlo todo.
La aparición de Jesús no comienza con una regañina por la traición y el abandono de los suyos, no les echa en cara su falta de fe. Todo lo contrario. Les da su paz, les infunde su Espíritu y les transmite su poder de perdonar los pecados, pero más importante que eso, les da su fuerza. Ahora si tienen algo real a lo que aferrarse, algo por lo que vale la pena dar la vida, algo que les aleja de sus miedos.
Por eso cuando aparece Tomás, no entiende esa euforia y ese entusiasmo de sus compañeros. Y cuando ve a Jesús, vivo a su lado, no le queda más remedio que hacer la confesión de fe más solemne de todo el Evangelio. Es al único al que recrimina Jesús, no por su conducta anterior, sino por su falta de fe, para, a continuación, inyectar en su alma la misma fuerza del Espíritu que han recibido sus compañeros. Una fuerza de fe que les llevara a dar su vida por su Señor y su mensaje.
Cuando hablamos de ateos, siempre los vemos como esos que niegan toda posibilidad de fe en la divinidad, y mucho más en Cristo y su Iglesia. Pero no nos miramos nosotros y ver cual es el nivel de nuestra fe. Si es esa fe que te lleva a rezar, a practicar una serie de ritos, pero en los que nos vemos solos, como algo de nuestro interior, al margen de nuestra comunidad que nos grita que Cristo está vivo, que nuestra fe no es sólo nuestra, sino que tenemos que proclamarla a los cuatro vientos, es que tenemos un fe bastante frágil, dependiendo de por donde sople el aire, un fe bastante “atea”.
Pero si nuestra fe es fuerte y se apoya en esa comunidad que cree y expresa con su vida esa fe. Si la persona de Cristo Vivo, es hasta el aire que respiramos. Si las dudas nos llevan a discernir y a aferrarnos más a esa comunidad creyente. Si el creer nos hace realmente valientes a la hora de hablar y vivir. Si esa fe es como el aire que respiramos y que nos posibilita la existencia. Entonces estaremos como Tomás después de su “noche oscura” y podremos proclamar con él “Señor mío y Dios mío”.

Santiago Rodrigo Ruiz