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viernes, 9 de septiembre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 11 de septiembre, Vigésimo cuarto del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTICUATRO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dios no se cansa de nuestros fallos, de nuestras traiciones e indiferencias, de nuestras negaciones y abandonos. Siempre nos espera con los brazos abiertos, siempre quiere que estemos con él, nunca se deprime con nuestras aparentes conversiones y con nuestros continuos abandonos. Siempre perdonando, siempre acogiendo, siempre esperando con la ternura y la sonrisa de ese Padre que sólo sabe amar. Que siempre espera nuestro retorno sentado en la puerta de la esperanza.
Y eso es lo que nos descoloca, lo que nos debe avergonzar, porque si tras el pecado, tras la traición, viniese el castigo fulminante, de algún modo nos veríamos justificados, abríamos “empatado”, tendríamos la paga al daño inferido.
Pero es todo lo contrario. A cada desprecio Él responde con una caricia, a cada traición Él responde con fidelidad. A cada abandono el responde esperando, siempre esperando para recibirnos con los brazos abiertos y la más maravillosa de las sonrisas.
Y comienza la fiesta, y se felicita porque nos ha recobrado. No hay memoria de nuestro pecado ni de nuestra traición, ya no se siente el vacío del abandono. Es la fiesta por el retorno, la alegría de volver a vernos con él. No se recuerda la soledad, ya no existe, es la fiesta del encuentro. Porque en el corazón de Dios sólo cabe el amor y la misericordia inagotable.
Por eso le apena que aquellos que “siempre han estado con Él” no se alegren por el hermano recobrado, no participen en la fiesta de volver a tener al que estaba perdido.
Le echamos en cara que nosotros que “siempre hemos estado con Él”… Como si el haberlo hecho hubiese sido un duro trabajo que merece recompensa. Sin darnos cuenta que nuestro premio, nuestra recompensa ha sido precisamente eso, estar con Él, gozar de su compañía que es el mayor gozo imaginable, amando y perdonando, que es el culmen de todas las dichas.
Y unirnos a la fiesta por el hermano encontrado, ser parte de la fiesta, ser la misma fiesta que desborda de alegría, porque ahora si estamos todos.
Pero si nos entristecemos porque se acoge al que se fue, se perdona al que pecó, se hace fiesta porque ha vuelto el perdido. Es que nunca hemos sabido lo que era el amor de verdad. De algún modo hemos estado alejados, hemos vivido fuera, si no en lo práctico, si en el corazón, y debemos buscar el camino para volver a encontrarnos con el Padre, buscar esa senda que nos acerque a la casa común. Esa casa que es el corazón amoroso de Dios, en el que no se pregunta quien llegó primero, sólo se celebra que estamos todos juntos.
Sin embargo la imagen del hermano mayor es demasiado común entre todos los creyentes. Queremos el premio inmediato a nuestras buenas accionen, que Dios se ponga a nuestro servicio tras nuestras oraciones premiándonos con la concesión de nuestra petición de forma inmediata. Incluso nos escandalizamos y mucho si vemos que a aquellos a los que nosotros consideramos “malos”, les van las cosas mucho mejor que a nosotros, que se les perdone y se les acoja con alegría festiva.
Por eso nos perdemos la gran dicha, la gran fiesta, de la vuelta del pecador arrepentido, del hermano que se había ido y ha vuelto, del hermano que se nos había perdido y lo hemos recuperado.

Santiago Rodrigo Ruiz

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