Menu

viernes, 26 de julio de 2013

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 28 de julio

DOMINGO DIECISIETE DEL TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que yo necesitaba una ayuda y había una persona que me la podía facilitar. Pedir no es fácil, por lo que me acerqué a aquella persona, nervioso y con la cabeza gacha. Llamé a su puerta y me salió a recibir con una gran sonrisa, nos sentamos y dando muchos rodeos comencé a plantearle el problema. Me escuchaba sonriendo y me dijo que hacía unos días había dado los pasos para solucionar el problema y me estaba esperando. Entonces se puso serio y me miró a los ojos diciendo: -Estaba apenado al no verte, no porque vinieses a hablar conmigo, sino porque tu ausencia la interpretaba como una duda de mi afecto hacia ti-.
Qué es la oración sino un deseo de entrar en contacto con este Dios que nos quiere, que desea estar siempre con nosotros, hablar con nosotros, estar en contacto con nosotros. Un diálogo en cercanía y en intimidad, un diálogo de aquellos que se aman y lo quieren así.
Pero la oración ha de ser manifestación de nuestra vida, de nuestro hacer. Porque si decimos “Padre nuestro”, es por dos cosas: Porque consideramos a Dios nuestro padre y porque vemos al prójimo como nuestro hermano.
¿Quién se puede atrever a llamar a Dios, Padre, si no le duele el sufrimiento del hermano, si no comparte con él todos sus gozos y sus penas, todos los medios que Dios ha puesto en nuestra vida, aquello que nos hace felices y aquello que nos hace llorar?
Porque decir palabras es fácil, llenarlas de vida no tanto. Llamar a Dios “Padre nuestro” es fácil, sentirlo como tal y al otro como nuestro hermano, no tanto. Son palabras que nos sabemos de memoria, las utilizamos para cualquier cosa, las repetimos constantemente, incluso para que “nos toque la lotería”.
Nos hemos familiarizado tanto con estas palabras que las decimos en cualquier momento, con cualquier motivo. Es algo que nos cuesta tan poquito trabajo repetir que  lo vamos soltando como una inercia.
Sin embargo la oración del Señor es una auténtica declaración de intenciones, es manifestar públicamente lo que creemos y el por qué creemos.
Confesar a Dios como Padre, sabernos hijos suyos, declarar que su presencia es lo más alto a lo que podemos aspirar.
Reconocernos mendicantes del pan de hoy y del mañana, que no lo merecemos y por eso lo suplicamos.
Sabernos pecadores, aspirar al perdón, con la condición de perdonar a todo aquel que en algún momento nos hirió.
Pero, sobre todo, reconocer nuestra impotencia para librarnos de todo lo malo que nos acecha. Reconocer que si Dios no nos ayuda no podemos librarnos de los peligros de esta vida, peligros que amenazan nuestro futuro y nuestra esperanza.
Por eso el Padre nuestro, es la oración de la gente sencilla, de la gente que se sabe necesitada de Dios y del hermano, de la gente que suplica a Dios y al prójimo para poder caminar por este mundo con la vida que se nos ha dado para que la gastemos sólo en hacer feliz al otro. La única manera de poder ser felices nosotros.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 18 de julio de 2013

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 21 de julio

DOMINGO DIECISEIS DEL TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión, en mi primera Navidad en Griñón, vino a verme un sacerdote muy mayor, por el que siento veneración, con el que me reúno siempre que me es posible ir a Madrid, al que escucho durante horas y al que consulto todo. Preparé la comida que sé que más les gustaba a él y al amigo que lo trajo, el mejor vino y todo perfecto. Yo no paraba para atenderlos lo mejor posible. Hasta que me dijo: .-Estate quieto puñetas, hemos venido a estar contigo, comida y bebida tengo yo en mi casa-. No me quedó más remedio que sentarme y atenderlos de verdad.
Lo fácil es “dar cosas”, lo difícil es acoger de verdad, que la persona que viene a casa comparta nuestras vidas, sea la dueña de nuestro tiempo, de nuestra atención, de nuestro cariño. Acoger en nuestras vidas, en nuestra intimidad, en nuestro ser, en nuestro ambiente más propio.
Porque tenemos miedo a ser realmente caritativos, amadores del hermano. Damos una limosna al pobre que encontramos, incluso abundante. Pero que se vaya, no hay sitio para él en nuestra vida. Ni un plato de comida en nuestra mesa, ni una cama en esa habitación que tenemos vacía.
Alguna vez cuando paseo por las calles y veo esos chales tan grandes en los que viven muy pocas personas, digo: ¡Qué cosas! Pero rápidamente vuelvo a mí y me digo, si yo tengo una habitación vacía con dos camas y como no venga alguna visita, siempre están vacías.
Porque acoger al que llega, pero acoger con el alma, asusta. Es más fácil dar cosas, poner una gran mesa, pero sin ofrecer lo que realmente vale. Ofrecer nuestro tiempo y nuestro espacio, darlo, dejarnos invadir totalmente.
Marta estaba de acá para allá, pero al margen de la persona que había llegado a su casa, sin darse cuenta de que el mismo Dios quería tomar parte de su intimidad, que la quería a ella, no a sus cosas, que quería compartir su corazón y su vida, que no había ido a su casa a que le dieran cosas, sino a ella misma, y eso no lo había captado.
Estamos en un tiempo en el que se para la actividad para ese descanso que se ofrece. Los medios y las empresas ofrecen  una inmensidad de actividades para que ocupemos ese tiempo en actividades, más desenfrenadas todavía.
Detengámonos, paremos las actividades y miremos como el tiempo pasa a nuestro lado lentísimamente. Miremos nuestro corazón y miremos al Señor que quiere hablarnos desde lo más profundo. Que quiere ser íntimo con nosotros, sin intermediarios, sin mediadores, cara a cara. Mirarnos a los ojos para que nosotros podamos vernos en los suyos.
El trabajo y el esfuerzo de Marta era necesario, pero en aquel momento, lo que el Señor quería era su corazón, su intimidad y su escucha.
El trabajo y el esfuerzo son necesarios, imprescindibles. Pero hay que saber parar de vez en cuando, y, como María, escuchar al Señor que quiere hablar contigo de un modo cercano, sin distracciones, sin perdernos en el hacer constante de cada día. Ser María de vez en cuando, no es convertirse en parásito, es ser valiente para dejarlo todo y escuchar a ese Dios que te quiere hablar al alma y que quiere ser acogido.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 12 de julio de 2013

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 14 de julio

DOMINGO QUINCE DEL TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en la que se celebraba la campaña de Manos Unidas. Era en una de mis parroquias del Campo de Montiel. Se nos acercó la hermana Constantina con su hucha. Uno del grupo le dijo: .-Hermana Constantina, como me toque la lotería le voy a dar a usted dinero suficiente para que haga los proyectos que quiera.- La hermana Constantina lo miró de arriba abajo y le dijo: .-De acuerdo, hijo mío. Pero mientras te toca saca la cartera-.
Nos pasamos la vida yendo a este o aquel sitio que se ha destacado por apariciones, revelaciones, etc, algo que yo no digo que esté mal, puede ser bueno. Pero es que Dios está siempre a nuestro lado, siempre es prójimo nuestro. Es mirar y verlo, descubrirlo a nuestro lado, saber que siempre nos tiende la mano en el hermano sufriente. Pero nos cuesta tanto descubrirlo.
Yo no digo que seamos como el Epulón del Evangelio. Que nos gastemos el dinero en fiestas y celebraciones (decimos que es nuestro dinero) y le escatimamos al pobre nuestra ayuda. Las migajas de nuestra mesa.
No, no somos tan falsos ni tan crueles. Nos duele el dolor ajeno, ayudamos, somos solidarios. Desde Cáritas lo comprobamos constantemente.
Pero está la pregunta del millón: ¿Vemos a Cristo sufriente en el hermano enfermo, en el hermano abandonado en su dolor? ¿Vemos a Cristo hambriento, en ese niño que se va al colegio sin desayunar, en aquellos que sólo comen una vez al día y no siempre, en los que nos rodean y no sabemos de sus carencias? ¿Vemos a Cristo desnudo y desamparado en el que ha perdido el trabajo y carece de medios, de un techo para él y los suyos, de la dignidad que da el ganarse lo que necesita y que depende de la caridad, cuando esta llega?
Porque son nuestros prójimos, los próximos, los que nos rodean. Hermanos nuestros, de nuestra sangre, porque todos hemos nacido de la Sangre de Cristo, los que nos piden ayuda abandonados en las cunetas de la vida.
Allá a finales del siglo IV, San Juan Crisóstomo, comentando este texto, le decía a sus gentes: “Cuando un pobre se acerca a ti y le niegas la ayuda guardándote el dinero, le estás robando, le estas quitando la parte que Dios puso en el mundo para él y que tú le has usurpado”.
Lo que nos quiere decir hoy el Señor es que no podemos ir por la vida tan tranquilos, haciendo “caridades”, eso no vale. El Señor quiere que seamos prójimos del hermano que nos necesita. Que no tengamos demasiada prisa en ponernos a rezar, primero seamos “buenos samaritanos” en los caminos del hermano sufriente, que sintamos su dolor, para que nuestra oración suene auténtica, pueda ser aceptada por Dios.
No hay que irse demasiado lejos para buscar al Señor, está tan cerca, tan a nuestro lado que sólo un corazón de piedra puede negarse a verlo.
Porque cuando un niño llora por hambre o por abandono, esas lágrimas parten del corazón de Cristo. Este no deja de darnos lecciones, porque cada vez que alguien se quita el pan de la mesa y se lo da al hermano hambriento es la mano de Cristo. El mejor samaritano, que nunca escatima su amor.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 5 de julio de 2013

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 7 de julio

DOMINGO CATORCE DEL TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que a un sobrino le había puesto un trabajo en el instituto sobre la paz, me preguntó qué pensaba yo que era la paz. Le dije que siempre se ha dicho que la paz es el periodo que media entre dos guerras. Se me quedó mirando y me dijo que no podía ser sólo eso. Entonces le dije que la paz es que dos personas se miren sin odio, sin envidia, sin rencor. Y para eso esa paz debía ir precedida de la justicia. El que un niño muera de hambre, una persona no tenga un futuro, o una mujer tenga que venderse para poder comer, es más violento que diez mil cañonazos.
Esa es la paz que siempre anuncia Isaías. El Reino de Dios en el que todas las manos estén tendidas, nadie sea enemigo de nadie, donde la armonía está basada en la fraternidad y la misericordia.
Y así es como va mandando Jesús a sus discípulos, como mensajeros de la paz, sembrando la paz de Dios en todos aquellos corazones que lo quieran recibir, aquellos corazones que estén abiertos siempre a una luz nueva, aquellos corazones que no ven enemigos por ningún sitio.
Siempre vemos la violencia en aquellos gestos truculentos y espantosos que motivan el sufrimiento físico. Pero ese es el primer paso de la violencia. Porque a partir de ese momento comienzan los rencores y los odios.
Podemos ver la violencia en la miseria económica y cultural, tantas gentes, tantos pueblos a los que se ha esquilmado y se les ha quitado los medios más elementales para una subsistencia física.
También podemos ver la violencia en ese afán de tanta gente de querer imponer su criterio a los demás, de someter a los otros a su dictado, lo compartan o no.
Pero la paz que Jesús va ofreciendo es una paz mayor. Es la paz del que se ha encontrado con su Dios, ha visto donde está la felicidad verdadera y una paz que ni el dinero, ni el poder le van a arrebatar. La paz del que se cruza con la gente viendo a un hermano en el otro, alguien a quien amar, alguien de quien ha de esperar lo mejor. E incluso, cuando eso no ocurra, no pierde la esperanza y anuncia esa paz. La paz de quien camina por la existencia de la mano de su Hacedor.
Por eso hay tanta gente empeñada en arrancar a Dios de la sociedad, de eliminar la influencia de la Iglesia, de descartar la fe en Cristo y todas sus manifestaciones de este mundo. Porque la paz de Cristo hace personas libres, y una persona libre no es manipulable, y eso es muy peligroso para estas gentes que quieren imponer su criterio, su ideología, su dictado. O más aún, dejarnos el alma vacía.
Es la razón por la que todos y cada uno de los cristianos debemos ser evangelizadores y buscar siempre otro más. Porque siempre seremos pocos para anunciar el Reino de Dios, para rescatar al hombre y devolverle su dignidad de hijo de Dios. La paz verdadera, la libertad ilimitada que tiene todo aquel que, desde Cristo, ha encontrado el verdadero camino para llegar al hermano y darle esa paz que lo va a hacer feliz, una paz perfecta, tan perfecta que ni la muerte la va a poder destruir.


Santiago Rodrigo Ruiz