DOMINGO DIECISIETE DEL TIEMPO ORDINARIO
Qué es la oración sino un deseo de entrar en contacto con este Dios que nos quiere, que desea estar siempre con nosotros, hablar con nosotros, estar en contacto con nosotros. Un diálogo en cercanía y en intimidad, un diálogo de aquellos que se aman y lo quieren así.
Pero la oración ha de ser manifestación de nuestra vida, de nuestro hacer. Porque si decimos “Padre nuestro”, es por dos cosas: Porque consideramos a Dios nuestro padre y porque vemos al prójimo como nuestro hermano.
¿Quién se puede atrever a llamar a Dios, Padre, si no le duele el sufrimiento del hermano, si no comparte con él todos sus gozos y sus penas, todos los medios que Dios ha puesto en nuestra vida, aquello que nos hace felices y aquello que nos hace llorar?
Porque decir palabras es fácil, llenarlas de vida no tanto. Llamar a Dios “Padre nuestro” es fácil, sentirlo como tal y al otro como nuestro hermano, no tanto. Son palabras que nos sabemos de memoria, las utilizamos para cualquier cosa, las repetimos constantemente, incluso para que “nos toque la lotería”.
Nos hemos familiarizado tanto con estas palabras que las decimos en cualquier momento, con cualquier motivo. Es algo que nos cuesta tan poquito trabajo repetir que lo vamos soltando como una inercia.
Sin embargo la oración del Señor es una auténtica declaración de intenciones, es manifestar públicamente lo que creemos y el por qué creemos.
Confesar a Dios como Padre, sabernos hijos suyos, declarar que su presencia es lo más alto a lo que podemos aspirar.
Reconocernos mendicantes del pan de hoy y del mañana, que no lo merecemos y por eso lo suplicamos.
Sabernos pecadores, aspirar al perdón, con la condición de perdonar a todo aquel que en algún momento nos hirió.
Pero, sobre todo, reconocer nuestra impotencia para librarnos de todo lo malo que nos acecha. Reconocer que si Dios no nos ayuda no podemos librarnos de los peligros de esta vida, peligros que amenazan nuestro futuro y nuestra esperanza.
Por eso el Padre nuestro, es la oración de la gente sencilla, de la gente que se sabe necesitada de Dios y del hermano, de la gente que suplica a Dios y al prójimo para poder caminar por este mundo con la vida que se nos ha dado para que la gastemos sólo en hacer feliz al otro. La única manera de poder ser felices nosotros.
Santiago Rodrigo Ruiz