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viernes, 27 de junio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 29 de junio (San Pedro y San Pablo)

SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Recuerdo en una ocasión en que discutíamos sobre unos aspectos doctrinales de la Iglesia. Uno del grupo se lanzó a hacer afirmaciones y se desmadró, hasta que le dijimos esa frase tan manida de: .-Para, para, que estás siendo más papista que el Papa-.
Y es cierto, no se puede ser más papista que el Papa. Cristo dio a Pedro y a sus sucesores las llaves para atar y desatar, para mantener la comunión, la unidad en una única fe, para seguir los pasos de Jesús de una forma inequívoca, para ser la única familia de Cristo, la Iglesia. Donde todos encontramos la salvación, donde, por medio de los sacramentos que ella administra, renovamos nuestra unión con Dios, tantas veces rota por el pecado.
Comentaba yo en una ocasión, con una persona la poca gente que se acercaba al confesionario y la mucha que comulgaba. Entonces me dijo que durante muchos años les habían dicho que mirasen al cielo y se confesasen con Dios. Le pregunté por que, si mantenía esa relación con el mismo Dios, se acercaba a que yo le diese la comunión. A recibir el Cuerpo de Cristo que la Iglesia distribuía por medio de sus ministros. Hablamos mucho tiempo y sentí una gran pena.
Celebramos la solemnidad de San Pedro y San Pablo. El primero recibe, como he dicho, el mandato de presidir su cuerpo que es la Iglesia, de la que Él es cabeza. Ser la referencia de la comunión con el poder de atar y desatar, de perdonar y retener. Y hacerlo todo en la Caridad. El segundo es enviado por Dios a los gentiles, a todos aquellos que no habían recibido ningún tipo de palabra, a los que no tenían noticias de la Salvación prometida por Dios y cumplida en Cristo.
Y ambos vieron que esa misión era lo más importante. Ambos derramaron su sangre, pero no perdieron su vida, porque ésta era y estaba en Dios, el principio de una Misión que no detendrían los tiempos.
Ambos estuvieron unidos en lo más importante, en el único cuerpo de Cristo, en la única Iglesia, en la única comunión que lleva al hombre a la salvación definitiva. Sabiendo que nadie se salva solo, que Cristo vive donde dos o más están en su nombre, en comunión, en fraternidad. Nadie se salva por su cuenta, la Iglesia es el Sacramento de salvación y en ella está el único modo para recibir el perdón de los pecados y el pan de la vida. En ella está la ruta por la que, todos unidos, nos acercamos a nuestra meta que es la vida eterna.
Es lo que últimamente repite una y otra vez el Papa Francisco. No somos islas en la vida, somos una familia, y es en esta familia donde Dios nos busca, de una forma personal, pero dentro de la comunidad de los bautizados. Dentro de la familia de los hijos de Dios.
San Pedro y san Pablo muestran el camino. En sus escritos hay un denominador común: una fe, un bautismo, un solo Dios y un único Salvador, Cristo. Una única Iglesia, porque una es la familia de Dios. La que ha recibido el mandato de transmitir el Evangelio, la mayor y mejor noticia que el hombre puede recibir. La que ha recibido la fuerza y la asistencia del Espíritu Santo y los medios necesarios, como son los sacramentos, para llevarnos a todos a esa presencia de Dios, a ese sitio que Él nos tiene guardado desde el principio de los tiempos, para vivir eternamente felices en su presencia. Esta Iglesia, siempre con los brazos abiertos para recibir con alegría a todos aquellos que, buscando con fe a Cristo, se acercan a ella.


Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 20 de junio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del Corpus Christi (22 de junio)

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

Recuerdo en una ocasión, hace bastantes años, en que estaba yo solo en la capilla, un jueves con el Santísimo expuesto. Entonces miré el crucifijo y la hostia en la custodia, y recordé lo que decía un anciano sacerdote de mi parroquia: .-Miras el crucifijo y parece que Él está, pero no está, luego miras el sagrario y parece que Él no está, pero está-.
Celebramos esta fiesta, que ya la celebramos el Jueves Santo, que la celebramos en cada Eucaristía. La presencia real de Cristo, la presencia de su cuerpo y su Sangre. Porque en ese trozo de pan está Cristo total. Cristo con el cuerpo que recibió de la Virgen María. Cristo glorioso, pero el mismo Cristo que anduvo por los caminos, el mismo Cristo que anuncia la Buena Noticia, el Evangelio, el mismo Cristo que muere con su cuerpo roto en la cruz, el mismo Cristo que rompe la muerte y se levanta glorioso en la mañana de pascua.
Porque ese trozo de pan que conservamos en el sagrario, no es un objeto inerte, por muy sacratísimo que sea. Es Cristo, que siente, que llora con tu pecado, que goza con tu arrepentimiento, que se alegra cuando te ve acercarte a estar un ratito con Él, el que te echa de menos cuando estás mucho tiempo sin acercarte a Él, que te quiere junto a él.
Porque ese trozo de pan que comulgas no es un símbolo sacratísimo que recibes, no. Es Cristo, que quiere ser uno contigo, que quiere darte fuerzas para conseguir esa santidad a la que te llamó el día de tu bautismo. Que quiere ser parte de tu existencia, compartir contigo en tu día a día.
Porque ese pan que comulgas, es Dios mismo. Es el que hace que seas parte de su divinidad, que escales las más altas esferas del cielo. Porque tienes dentro de ti al hacedor del cielo y de la tierra. Y como a Dios no se le puede encerrar, te eleva a ti a su misma altura.
Pero ese trozo de pan que comes también te compromete. Te exige fraternidad, cercanía con el hermano. Amarlo como Dios mismo lo ama, sentirlo como algo tuyo. Y, además, sabiendo que te necesita, que tu hermano precisa de ti para su existencia, ya que sólo en comunidad, en Iglesia, nos podemos acercar a Dios.
Por eso hoy celebramos el Día de Cáritas, el día de caridad. Celebramos ese momento en que has de tener presente a tantos hermanos que la vida ha maltratado, a los que las circunstancias, la crisis, le ha arrancado su medio de vida y, en muchas ocasiones su dignidad. Es el día en que Cristo te recuerda que tu hermano depende de ti, que le eres necesario para poder levantar la cabeza, para que no le falte el pan y los medios dignos para vivir.
Eso es Cáritas, la fuerza amorosa de Cristo que ayuda al más pobre y necesitado. Pero no sólo este día, sino todo el año, porque tu hermano sufriente te necesita todo el año.
Hoy Cristo te recuerda que lo que despilfarras se lo estás robando a tu hermano hambriento, que tus gastos superfluos son esa ayuda que le estás negando al que carece de casi todo. Especialmente a ese niño que sólo puede comer una o, como mucho, dos veces al día, y pocas veces lo que de verdad necesita para desarrollarse. Cáritas es esa voz que te grita, desde el sagrario, que tu hermano te necesita. No es cuestión de que tú pases hambre, sino que no te pases más allá de lo que realmente necesitas. Cáritas te lo recuerda con esa frase maravillosa: Vive sencillamente, para que otros, sencillamente, puedan vivir.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 13 de junio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 15 de junio (Festividad de la Santísima Trinidad)

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Recuerdo en una ocasión en que me tocó ser árbitro en una desavenencia matrimonial. Era una pareja joven en la que ella decía que no se sentía comprendida ni amada. Él le decía: .-¿Pero qué más puedo hacer? Te he dado todo lo que tengo; mi tiempo, mi trabajo, mis ilusiones, mis gustos y mis alegrías, no tengo más que darte, te he dado mi vida-. Naturalmente aquello se arregló, hace poco cené con ellos que seguían discutiendo sobre el modo de educar a sus nietos pero se les iluminan los ojos cuando se miran.
Esto viene a cuento en este Domingo de la Santísima Trinidad. ¿Qué más puede darnos Dios? Se nos da en la paternidad, en la creación salida del amor infinita del Padre que siempre pensó en nosotros.
Se nos da en el Verbo encarnado, en Dios hecho hombre, en Cristo Dios con nosotros, amor que no escatima entrega ni sufrimientos para arrancarnos de las garras del pecado, y por consiguiente de la muerte. Que no rechaza la cruz para, al mismo tiempo llevar las nuestras, cargar con nuestros pecados para que podamos ir ligeros al amor a él y al hermano, y con él al gozo personal más pleno. Rompiendo la muerte para ir con Él hacia la eternidad.
Se nos da en la fuerza del Espíritu Santo. Ese fuego de amor que aviva todo nuestro ser. Ese aire que posibilita que nuestra alma pueda respirar a pleno pulmón. Ese aire que no pasa de fortalecer y renovar la sangre de nuestro espíritu. El espíritu defensor que nos cubre con su sombra para ser parapeto ante el pecado y la muerte, que siempre van a querer nuestra destrucción, pero que va a tropezar con El Defensor, el Espíritu de la vida.
Dios uno y trino. Dios misterio de amor, porque el amor es un misterio, es inexplicable, porque el amor siempre es insondable, es la generosidad echa regalo, como Dios, siempre regalo para el hombre, un regalo inmerecido, ya que el amor de Dios nunca lo merecemos, ya que el amor o es un don, o no es amor, es un regalo que hace que Dios no escatime nada para encontrar la felicidad perfecta de todos y cada uno de nosotros.
La Santísima Trinidad no es un motivo para que teólogos eruditos y sesudos lleguen a conclusiones y dogmas. Es el amor inabarcable de Dios, que se hace abarcable para que podamos llegar a Él. Para que podamos mirarlo a los ojos y el decirnos lo que el Padre nos ama, poniéndose a nuestra altura, dándonos su Espíritu para que podamos vivir en comunión con Él.
Como mejor se entiende este misterio inefable es mirando en lo profundo de nuestro corazón y desde él al hermano. Ver que ese nudo que nos atrae y nos ata con la fuerza más potente a la Vida no es sino la presencia creadora del Padre, dueño de la vida y que nos la da como el culmen de su obra la persona de su Hijo, Dios que participa de nuestra existencia. Cristo que nos encomienda la transmisión de su mensaje al resto de los hombres, en todos los lugares y en todos los rincones de la historia. Y para que no desfallezcamos en la empresa nos entrega al Espíritu Santo, el compañero, el consolador, el que nos da en cada momento aquella fuerza y aquella palabra que precisamos.
Dios Trinidad de amor en un lazo de amor, ya que sólo si participamos en ese nudo del Padre en el Hijo y con el Espíritu Santo, podemos introducirnos en esa familia de amor. Ser uno con ella, en la asamblea de sus santos, que caminan con túnicas de luz a su encuentro, al encuentro de la dicha verdadera.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 6 de junio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del Domingo de Pentecostés (8 de junio)

DOMINGO DE PENTECOSTES

Recuerdo en una ocasión en que visitaba a un amigo que había pasado por una fuerte enfermedad pulmonar. Entonces me contaba: .-Mira lo peor no eran los dolores, que eran muy fuertes, sino no poder respirar. Abría la boca con desesperación y el aire no me entraba, pensaba que eran mis últimos instantes. Por eso, cuando llegó la ambulancia, me sondaron, me pusieron el oxígeno y noté como el aire volvía a los pulmones, vi que lo demás no tenía importancia. Cuando me desperté de la operación y vi que estaba conectado a un montón de máquinas, aspiré profundo, y al ver como me entraba el aire me consideré curado-.
Es el aire de la vida, el que recorre todo el ser, el que renueva y vitaliza cada uno de los miembros del cuerpo.
Era Pentecostés, la fecha en que los judíos celebraban cuando Dios entregó la ley a Moisés. La Iglesia está encerrada en el cenáculo, no siente la vida, asustados y sin ningún aliciente para seguir. Rezan animados por la Madre que los acompaña y alienta.
Entonces aparece ese huracán que mueve los cimientos de la casa, ese aire que lo llena todo y que se mezcla con el fuego. Es el aliento de Dios, el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo que los penetra hasta lo más profundo, que los llena de vida y les hace salir por calles y plazas proclamando a Cristo vivo y presente en los hombres. Un grito que traspasa los tiempos y la historia. Un grito que no ha sido, ni podrá ser nunca acallado. Es la vida del Espíritu Santo que todo lo llena, que todo lo fortalece, que todo lo plenifica.
El día de nuestro bautismo se nos ungió con esa Fuerza del Espíritu Santo que se plenifica con nuestra confirmación. Nuestra vida es dejarlo hacer, no ponerle trabas ni impedimentos. Que sea Él el que vaya marcando nuestro vivir en Cristo, nuestro ser en la Iglesia. Que sea Él el que nos empuje hacia delante, en la comunión irrompible de los bautizados.
Clamar, invocarlo. Dejarle el campo libre con la insuperable grandeza de la Virgen María para que nos convierta en los “esclavos del Señor. Que nos llene con la valentía de los profetas y haga de nuestra lengua esa espada afilada que saja al mal por la mitad y que clama la Verdad. Que nos haga apóstoles fuertes de Cristo en todos los lugares, proclamando el Evangelio a tiempo y a destiempo.
Recordando la experiencia de mi amigo, que de no haber llegado la ambulancia a tiempo hubiese muerto, entendí lo que es el pecado contra el Espíritu Santo.
Es no permitir que entre ese viento en nuestra alma. Ese aire que todo lo vitaliza. Dejar que vaya muriendo, que se vaya apagando, que nuestra alma se asfixie por falta de la respiración que nos da él. Y no es que Dios ponga límites a su perdón y a su misericordia. Es que somos espíritus muertos porque hemos taponado la entrada del aire de Dios y ya no hay nada que salvar.
El día de mi ordenación sacerdotal, esa ceremonia larga y compleja, llegó el momento de la imposición de las manos del obispo, imposición por la que me transmitía el Espíritu para la misión que se me encomendaba, después los alrededor de sesenta sacerdotes que asistieron me fueron imponiendo las manos en silencio. Y mirad, después de más de treinta y dos años, aún siento sobre mi cabeza la sensación de aquellas manos que se posaban y que, a pesar de mi indignidad, me infundían el Espíritu Santo vivificante.

Santiago Rodrigo Ruiz