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jueves, 24 de julio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 27 de julio

DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en la que  estaba con un amigo en el despacho de una empresa de su propiedad, en la que entra un chico joven alto, fuerte y con aspecto de macarrilla a arreglar una persiana de esas enrollables. La manipuló y en pocos minutos funcionaba perfectamente, nos miró con una sonrisa radiante y se fue a otra cosa. El amigo me dice: .-Con la mala impresión que me dio el primer día, y a los dos días era amigo de todo el mundo, unas manos a las que nada le es imposible, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo, todos lo queremos. Ahora mismo cierro la empresa antes de prescindir de él. A veces el diamante más valioso nos parece un simple trozo de cristal-.
Y es cierto, tantos tesoros que se nos van de las manos porque no hemos sido capaces de descubrir su auténtico valor, y hemos renunciado a ellos por otra baratija de mala muerte.
El Reino de Cristo siempre es un tesoro. El que nos da la auténtica felicidad aquí y nos asegura la vida eterna. Pero hay que saber distinguirlo y valorarlo, saber que las renuncias que hacemos por él en esta vida, no son nada a cambio de lo que nos ofrece en la realidad.
Renunciar al consumismo no es renunciar a las cosas que la vida nos ofrece, sino darles su auténtico valor. No es tener por tener, acaparar más allá de lo que realmente precisamos, perder la paz porque no somos dueños de aquello que nos da eso que nos eleva por encima de los otros. Sin darnos cuenta de que no nos eleva, sino que nos separa, nos aleja del afecto, de la cercanía del hermano que está a nuestro lado.
Saborear las cosas pequeñas, las que en cada instante nos llenan de paz y de alegría. En una ocasión estaba con una pareja, aún joven, de esas que se dice que han triunfado en la vida, con fama y dinero en abundancia. Tenía en brazos a sus dos gemelos de tres años, niño y niña, que jugaban con sus orejas, él resoplaba, movía la cabeza y los niños se mondaban de risa, y me dijo: .-Ayer vine de…(un país) en donde he conseguido unos acuerdos que me van a reportar muchos millones de euros. Pues eso no vale nada comparado con estas risas de mis niños-.
Cristo es el tesoro, un tesoro que a veces lo escondemos y lo disimulamos, por un estúpido pudor que  nos hace perdernos lo más grande, lo más importante, lo que no se puede comprar y que sólo lo tenemos si se da ese encuentro con Él, que siempre nos sale al camino.
Cuando somos capaces de verlo, cuando lo reconocemos, cuando nos dejamos empapar por Él no existe nada con más valor, todo se oscurece, todo se devalúa en su presencia.
Porque cuando tenemos en Encuentro con Cristo, cuando descubrimos ese tesoro la vida aparece digna de ser vivida. El prójimo se convierte en nuestro hermano, la entrega por este hermano que sufre es la dicha de quien está compartiendo su existencia, es la dicha de sacarle a la vida hasta la última gota de su sabor.
Cuando nos encontramos ese tesoro, el vernos con Cristo y en Cristo, somos plenamente hombres y mujeres en el más amplio sentido. Es cuando lo divino de nuestro ser hace que nuestra humanidad llegue a ser totalmente íntima con este Dios que siempre contó con nosotros.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 18 de julio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 20 de julio

DECIMOSEXTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que un grupo estábamos desarrollando un proyecto. Uno del grupo no atinaba ni a la de tres, comenzaba y teníamos que corregirlo, una y otra vez, hasta que uno del grupo dijo: .-Con este hay que tener más paciencia que el Santo Job-. A lo que otro del grupo añadió: .-¿Más paciencia que el Santo Job? Más paciencia que quien hizo al Santo Job-.
Y es verdad, el que hizo al Santo Job tiene una paciencia infinita, nunca se cansa de esperar, siempre aguardando nuestro cambio, nuestra conversión. Siempre esperando a que seamos capaces de distinguir el bien del mal, el camino que nos esclaviza y el camino que nos hace realmente libres, el camino que nos lleva a Dios, al Padre amoroso que no se cansa de esperar.
Estamos en un mundo en que el mal está empeñado en mezclarse con el bien, en enmascararse con el bien, para que no seamos capaces de distinguirlo, para que todos los caminos que se nos ofrecen nos parezcan iguales.
Totalitarismos horribles enmascarados de soluciones democráticas. Economías crueles que se nos muestran como futuro de bienestar. El derecho a matar a los inocentes con la máscara de protección a la salud, es decir, la muerte como alternativa positiva. El culto al cuerpo y el hedonismo como paradigma de la belleza y la salud.
Lo que es lo mismo, el trigo y la cizaña campando juntos y ambos con el mismo valor y con la misma importancia. Las opciones más horrendas a la misma altura de la bondad más sublime. Cristo y su Evangelio a la misma altura de la verborrea del último iluminado de moda. Incluso, en muchas ocasiones la cizaña destaca por encima del trigo, altanera y orgullosa como dice la copla.
Pero Dios espera, no quiere arrasar el sembrado, sabe que llegará el día de la siega y cada uno tendrá su auténtico valor, el mal totalmente desenmascarado, puesto como tal y sus caminos de dolor y esclavitud descubiertos para que el hombre pueda librarse de ellos.
Y Dios, como padre amante, espera no deja de mirar por el camino, por ese camino de vida y libertad que nos acerca a él, para vernos aproximarnos, para abrir sus brazos y fundirnos en ese abrazo que para nosotros es la dicha infinita.
Por eso debemos vivir en tensión, en continuada y santa tensión. Tenemos que mantenernos en alerta para  ir descubriendo la cizaña destructora que puede llegar a rodearnos can careta de bien. Y cuidar con esmero de ese trigo que nos hace felices y libres. Ese trigo que es vivir según el plan de Dios, el plan que nos manifiesta Cristo con su Palabra y con su vida. El trigo que nos acerca al hermano, que nos hace amarlo sólo porque es nuestro hermano. El trigo que hace que nos entreguemos a la tarea del bien común; junto al hermano que sufre hambre, enfermedad, soledad, marginación.
El trigo que es el mismo Cristo sembrado en nuestros corazones, que se hace uno en nuestras personas. El trigo que nos hace no recelar del prójimo, que nos hace ver en el hermano alguien a quien amar y ser amado. El trigo que nos permite esperar del otro todo lo mejor imaginable, porque el otro, como nosotros, también es imagen y semejanza de Dios. Y por eso tenemos que aguardar ese momento de la siega, en el que la cizaña, descubierta y desenmascarada, se siegue y se eche al fuego y Dios pueda recoger esa cosecha de vida, libertad y gozo, para los que fuimos creados.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 11 de julio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 13 de julio

DECIMOQUINTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que un amigo me llevó a ver unos terrenos que había comprado. Era un terreno de bastantes hectáreas sembradas de cebada, y muy hermosa. Entonces le hice ver trozos en los que no crecía nada (calvas, se dice en mi tierra), entonces él me contestó: .-Son tierras tan llenas de veneno, que por mucho que se las abone o se las riegue, nunca criarán nada-.
Es cierto, parece como si hubiera almas tan secas, tan áridas que nunca están dispuestas a dar nada, a criar alguna cosecha positiva. Ni de amor, ni de misericordia, ni de nada que nos pueda acercar entre nosotros, y mucho menos a Cristo.
Pero Él sigue sembrando de forma infatigable, no le importa que el sol, las piedras, los cardos o las zarzas le discutan la cosecha. Él sigue incansable derramando su amor y su misericordia sobre todos los hombres, porque Él ve a todos los hombres como criaturas del Señor. Siembra la Palabra, siembra su persona, se siembra así mismo en todos los corazones, y espera, espera siempre, una mínima cosecha, aunque sea un solo grano, un solo gesto de amor, de cercanía amorosa. Eso le es suficiente para ver que no somos tierra árida, que es posible la esperanza, que puede llegar a él. Sigue esperando la cosecha, aunque sólo sea, repito, un único grano para ver que no todo está perdido.
Sin embargo nos somos conscientes que nuestra mayor grandeza, nuestra mayor plenitud es recibir esa siembra, ser terreno fértil, esponjoso y grato, que recibe esa semilla, para hacerla germinar con todo nuestro corazón, que de un fruto tan grande, tan abundante, que podamos alimentar con él a todos los corazones tristes y desamparados para darles una esperanza, para que sepan que Dios quiere de ellos apóstoles que extiendan su Reino y su persona a todos los tristes y desesperados, para que sepan que Dios no los ha olvidado, que son sus hijos queridos, que tienen un lugar de honor en su corazón. Para que los perseguidos, los enfermos, los abandonados, sepan que tienen una casa enorme, tan grande como es el amor infinito de Dios.
Tenemos que ser terrenos fértiles de Dios, terrenos dispuestos siempre para Dios, desbrozarnos, eliminar todo obstáculo para que caiga la semilla y la acojamos con alegría, y le demos nuestra fuerza, nuestra existencia (que hemos recibido de Dios, no por nuestro mérito, sino por su misericordia). Dejarnos absorber con alegría, que esa semilla crezca fuerte en nosotros, sin nada que retarde su crecimiento. Que la Palabra de Dios sea nuestro ser, a la que damos todo, a la que le facilitamos todo.
Y ser, al mismo tiempo, sus servidores para llevarla a todos los rincones del universo, que la espera y la necesita. Porque hoy el mundo, triste, violento y desesperado, precisa esa alegría que le permita vivir con fraternidad, esa paz que le permita el día a día mirar al otro como hermano, esa esperanza que le haga mirar hacia el horizonte con la ilusión de que es posible el Reino de Dios entre nosotros.
Hemos de ser tierra fértil de Cristo para que Él pueda sembrar en nosotros con toda libertad, en la seguridad de que daremos el mayor fruto, todo lo que se espera de nosotros. Que el hermano pueda tener esa cosecha abundante del amor de Dios. Aunque el desbrozarnos, el arrancar de nosotros el pecado nos cueste dolor, pero sabiendo que el fruto es el Reino de Dios para todos.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 4 de julio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 6 de julio

DOMINGO DÉCIMO CUARTO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que fui a visitar a una pareja que habían tenido su primer niño. Cuando llegué la mamá estaba terminando de darle el pecho y lo puso en su cunita y el padre me dijo: .-Es que es un tragón, cuando tiene hambre se pone a protestar, y sea por la mañana, por la noche o de madrugada, todo el mundo arriba porque el mozo quiere comer-. Me lo decía con cara de satisfacción mientras los tres mirábamos al niño embobados. Para ellos su bienestar era la satisfacción de aquel niño y lo demás carecía de importancia.
Durante siglos hemos ido llenando nuestra fe de normas y pecados. A veces se han machacado las conciencias y no pocas los pastores hemos volcado sobre los demás nuestras propias frustraciones y caprichos, haciendo de ellos “norma divina”, cargando sobre la conciencia de la gente unos fardos que a nosotros nos era casi imposible llevar.
Yo no digo que no sean precisas las normas y las reglas, sin ellas sería imposible la convivencia, sin ellas se destruiría la religión, cada uno iría por su lado a ningún sitio, desaparecería la comunidad, la Iglesia. Pero eso, que es preciso, no puede convertirse en un peso que aplaste, sino en un camino de alegría y libertad.
Que maravillosa es la frase de San Felipe Neri: “Sed buenos, sí podéis” Es decir, sed santos que si podéis, sed perfectos que es posible. Y es posible porque el camino no lo andamos solos, porque no somos islas que tenemos que caminar con toda nuestra carga (más la que nos echan) por la vida.
Cristo quiere que nos tomemos nuestra fe en serio. El evangelio es una cosa muy seria, la palabra de Dios no es ningún juguete, la norma de vida que Cristo nos marca es trascendente, vivir en la Iglesia, como miembros del cuerpo de Cristo no es ninguna broma.
Pero todo esto para nosotros es libertad. Yo no puedo ir los domingos a misa porque de lo contrario caigo en pecado mortal, soy expulsado de la comunidad cristiana y si muero así voy de cabeza al más profundo de los infiernos. Yo los domingos, y todas las veces que puedo, voy a misa porque me encuentro con los hermanos, con los que, como yo, han renacido de las aguas del bautismo, con los que comparto el gozo de la esperanza de vida eterna. Voy a misa porque en ese altar Cristo va a hacer el mayor de los milagros imaginable, en ese pan y en ese vino va a estar Él, para mi alimento, para que yo pueda comerlo, para ser uno conmigo. Y eso lo hace porque su amor hacia mi es tan grande, tan infinito, tan maravilloso que no mira mis incongruencias, ni mis pecados, su amor por mi lo borra todo. Siempre que lo miro y suplico su misericordia la vuelca a raudales.
Estar con Él ha de ser nuestra motivación, y del pecado lo único que nos debe doler es que nos alejamos de su persona. No son normas, no son cargas, es puro amor, pura entrega. Saber que en su cruz está incorporada la mía.
Es puro amor, el amor más perfecto imaginable, ya que Él es el amor, donde descansa nuestra alma, donde encontramos la paz. Y en ese amor se concentran todas las normas. En el gozo de amar, un amor que nos libera y nos llena de alegría, porque a quien ama no le es carga sacrificarse por el hermano, como aquella parejita de amigos con su niño. Es un amor de alegría y libertad, lo único que tiene sentido. Por eso le robamos la frase a San Juan de la Cruz: “Y llegada la noche, sólo se te examinará en el amor”.

Santiago Rodrigo Ruiz