Menu

miércoles, 25 de febrero de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 1 de marzo, Segundo de Cuaresma

CUARESMA, SEGUNDO DOMINGO

Son tres montes gloriosos. El monte Moria, donde Abraham y Dios manifiestan su amistad y afecto más profundos, el primero obedeciendo sin condiciones, Dios demostrando que por encima de todo quiere la felicidad de Abraham.
El monte Tabor donde se manifiesta la gloria de Jesús, donde Moisés y Elías le hablan de su futuro y de su misión. Los discípulos que lo han acompañado se quedan tan deslumbrados por esa gloria que se quieren quedar allí. Se da la manifestación de Dios que presenta a Jesucristo como la esperanza definitiva, como la única Palabra digna de ser oída.
El monte Calvario, donde el encuentro de Cristo con el Padre es pleno. A Isaac se le perdona la vida, pero a Cristo no, ha de ser sacrificado, ha de morir para que en esa muerte nazca la vida definitiva. Es un morir de la misma muerte.
Pero de los tres montes se baja. Abraham sigue su vida y la misión de ser el padre de un pueblo nuevo, un pueblo nacido de la voluntad de Dios. Jesús y sus discípulos para seguir la misión de crear el nuevo y definitivo pueblo de Dios, la Iglesia. Jesús será bajado de la cruz y será en la ciudad donde se manifieste vivo. Pero son tres montes gloriosos, tres momentos únicos de manifestación de Dios. En los que se manifiesta su gloria y también nos recuerda el realismo, a veces crudo, de la vida en la que hemos de encaminarnos hacia ella.
Pero lo que debe detenernos en este evangelio es el mensaje central. El único que es capaz de irradiar luz es Cristo. Él es la única luz que puede iluminarnos desde su verdad, la única luz que puede ayudarnos en el deambular de la vida.
Hay demasiada gente desesperanzada y a oscuras en nuestro entorno, por eso debemos dejarnos iluminar para darles esa luz que ponga en ellos esperanza.
Hay demasiados obstáculos, a veces de una gran dureza, en la vida de muchas personas, a veces muy conocidas por nosotros. Por eso debemos irradiarles la luz de Cristo, la gloria del Tabor que Él nos manifiesta, para quitar esos obstáculos y que puedan afrontar el futuro con paz.
Hay demasiada gente que nunca ha experimentado que alguien apueste por ellos, que se les manifieste que son necesarios para la vida de todos, que la soledad es algo cotidiano en su existencia. Debemos demostrarles que ellos también son testigos de Dios, que Dios cuenta con ellos y que los tiene en su plan salvador desde siempre.
Los discípulos se quedaron desconcertados al tener que bajar del monte, allí vivían ya la vida de Dios de la que tantas veces Jesús les había hablado, no querían bajar a la dureza de lo cotidiano, a la dureza de esa misión que Jesús les dice que va a comenzar con su muerte en la cruz.
Pero es que Dios es muchas veces desconcertante, nos cuesta entender sus designios. Pero es fiable, podemos confiarnos a Él, que siempre va a sacar consecuencias salvíficas de todas las situaciones.
Cristo es esa voz de Dios que nos habla, a quien debemos escuchar. Esa voz que no podemos confundir con tantas voces que nos quieren marcar la vida. Jesús es quien nos dice que tenemos que pasar por la cruz, algo que muchas veces no entenderemos, pero que tras la cruz está la vida. Él es esa vida, el amado de Dios, el único que irradia luz. Esa luz que deslumbró a sus discípulos, pero que sin descartar el sufrimiento, el resultado es siempre la resurrección, aquí cada vez que vencemos el mal, y la que nos lleva a la Pascua definitiva.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 20 de febrero de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 22 de febrero, Primero de Cuaresma

CUARESMA PRIMER DOMINGO


Los trágico, lo horrible que tienen las tentaciones del demonio, es su envoltura. Te aparecen como gestos maravillosos, como si fueras la mejor persona del mundo, como si se te pusiera en las manos la posibilidad de hacer todos los bienes, todas las bondades.
Así se lo quiso mostrar el demonio a Jesús. La primera tentación fueron los bienes materiales. Medios suficientes para eliminar el dolor y la pobreza, maravillosos. La segunda tentación es el poder, y desde ese poder imponer su mensaje. La tercera fue la fama, la gloria, deslumbrarlos a todos y que nadie discutiera su palabra.
Pero Jesús es consciente de lo que quiere, y es hacer hijos de Dios, no esclavos como el demonio le está ofreciendo, hacer esclavos suyos y Él ser esclavo de Satanás, por eso lo rechaza con fuerza.
Jesús se ha ido al desierto, a la soledad total, donde sin nada que lo pueda distraer, pueda preparar su misión evangelizadora. No le han asustado los peligros de la soledad, esa soledad que el demonio pensó que era el mejor momento, pero una soledad en la que puede encontrarse con su Padre de la forma más cercana, más íntima.
La cuaresma es una invitación a introducirnos en el desierto, en la aventura de las tentaciones, sin miedo, acompañados con Jesús, a la soledad del alma que es donde se toman las decisiones verdaderas.
Con Jesús le podemos dar la vuelta a las ofertas del demonio. Elegir la riqueza de la pobreza, de la verdad de la igualdad, la autoridad del servicio entregado, y así seremos totalmente libres en el camino de la vida. Porque superando la tentación fundamental, de amarnos sólo a nosotros, venceremos todas las tentaciones.
Entonces entenderemos que el que se guarda para sí solo, se pierde, queda inútil, pero el que elige seguir a Jesús, tomando su cruz, gana su vida para siempre, de tal modo que nadie se la podrá quitar, porque tenemos la libertad del Espíritu. 
El desierto no es un lugar de miedo. Es decir, meternos en la profundidad de nuestro corazón sin que nada se interponga, con la ayuda y la gracia del Espíritu que te lleva al gozo de la Pascua.
La Cuaresma no es un tiempo de dolor, no de penitencia traumática. Es un camino de alegría, la alegría de ser uno mismo para los demás. La Cuaresma es el camino de la vida, que si lo vivimos con Cristo gozaremos su vida en Dios.
La apariencia de las tentaciones es una vida mejor, pero es una vida que nos reduce a la soledad, ya que “todo es para nosotros”, cerrándonos al corazón del hermano, nos mete en el egoísmo más absoluto. El consumismo, el placer por el placer, la fama superficial, son, como decían los mayores, pan para hoy y mucha hambre para el resto de nuestra vida. Su fruto es el desencanto, la pérdida de ilusión, la desesperanza, vernos rodeados de cosas, pero cosas sin alma, donde no podemos amar ni ser amados.
Nosotros ya hemos recibido las primicias en el bautismo que un día recibimos y que hoy, aún en medio de las dificultades nos va a mantener la esperanza. Esperanza de una vida plena, vivida con Cristo en el amor a los hermanos, con el futuro de esa eternidad que Dios nos regala.

Santiago Rodrigo Ruiz

lunes, 16 de febrero de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del Miércoles de Ceniza (18 de febrero)

MIÉRCOLES DE CENIZA

Siempre que me veo ante la Cuaresma recuerdo aquella frase, que no se de quien es: “Levántate y camina hacia la Pascua”.
Parece como si este tiempo fuese de sacrificio, exclusiva mortificación y sufrimiento para poner contento a Dios, que mira nuestros pecados con ira, para aplacarlo y que no nos fulmine con todos los males imaginables.
Todo lo contrario, la Cuaresma es un tiempo de alegría y de ilusión, de preparación gozosa. Yo lo podría comparar como cuando te avisan que alguien muy querido tuyo viene a verte, a estar contigo. Te esfuerzas como nunca, arreglas la casa, le preparas el mejor lugar, que limpias con ilusión le pones lo mejor. Vas renovando aquellos recuerdos aquellos momentos, aunque algunos sean tristes, de la vida de ambos, lo haces convirtiéndolo en el momento de dicha que te espera. Te desprendes de tus bienes para comprar las cosas más ricas, para preparar la mesa más maravillosa. Y cuando llega es plenitud de gozo, donde el esfuerzo hecho ha sido poco.
Es igual, exactamente igual. Nos han dicho que Cristo está vivo, que quiere compartir con nosotros, que la Pascua es una realidad tan fuerte que tú eres parte de ella. Por eso tenemos que arreglar el alma, limpiarla del pecado que la afea, de las faltas de caridad que la deforman, eliminar todo aquello que nos deshumaniza. Meter con fuerza la  mano en  nuestro bolsillo, compartir con los que nada tienen. Perdonar pidiendo perdón por nuestras ofensas, pero sin crecernos, con la sencillez de quien se siente necesitado del perdón de Dios y de los hermanos para ir alegre por la vida.
Vivir la Semana Santa, pero con la mayor sensación de gratitud a ese Cristo que no escatima nada para devolvernos la vida eterna que el pecado siempre nos ha querido arrebatar. Por eso la noche de Pascua ha de ser una explosión gozosa, porque estamos haciendo nueva la vida que Dios nos dio en la creación del mundo, con aquellos primeros hombres y mujeres que no entendieron que vivir junto a Dios era el modo perfecto de vida y se fueron por el camino triste y oscuro por donde el demonio los condujo. Es la noche de abrir los ojos del alma, de la inteligencia y de la voluntad para ver la vida nueva.
En el mensaje para la Cuaresma del Papa Francisco nos recuerda que Dios no es indiferente al mundo, que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo para la salvación de cada hombre. Por eso el pueblo de Dios tiene la necesidad de renovación para no ser indiferente, para no cerrarse dentro de sí mismo y pensar que puede ser feliz él solo. Sólo desde la caridad Dios puede romper ese caparazón, a veces de rezos, devociones y cosas piadosas, que nos hemos hecho y que nos aleja más y más de Dios.
Tenemos que recordar que Dios sólo nos pide lo que nos ha dado primero. Por eso tenemos que trabajar para que toda la sociedad cruce ese umbral que la separa de Dios. Y hacerlo desde y con los más pobres y marginados. Con una caridad realista, no con esas beaterías que nos permiten volver a nuestro confort tras la oración y seguir tan felices, sin que se nos haga el alma trizas ante el sufrimiento de nuestros hermanos.
No perdamos la ocasión que nos ofrece la Cuaresma. La ocasión de renovarnos. Que al recibir la ceniza sobre nuestras cabezas nos sintamos pequeños ante Dios, pero sabiéndonos totalmente amados por Él.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 12 de febrero de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 15 de febrero, Sexto del Tiempo Ordinario

TIEMPO ORDINARIO SEXTO DOMINGO

Nunca como ahora se ha alardeado tanto de derechos y de leyes que defiendan nuestros derechos. Se nos llena la boca diciendo que somos ciudadanos de pleno derecho y que la sociedad completa está a nuestro servicio.
Pero nunca se ha marginado como ahora. Nunca como ahora se ha apartado de la convivencia social a los que nos son molestos, a los que no nos son gratos, a los que afean nuestro entorno, que ha de ser ameno, bello y placentero. Con la ley en la mano llevamos décadas creando guetos, algunos bellos y estéticos, pero guetos en los que encerramos todo aquello que nos molesta.
Antes los ancianos eran ancianos en la familia, un punto de referencia para todos, especialmente para los más pequeños. Hoy proliferan como nunca las residencias de ancianos, en las que se encierran a aquellos que ya nos son rentables, ni económica ni socialmente. Y lo hacemos con el cinismo de decir “allí están mejor atendidos” y los dejamos consumirse y secarse de soledad y tristeza.
El enfermo terminal, el que puede ser contagioso, el drogadicto, y todo aquel que no entra en nuestros valores. Los leprosos de ahora para los cuales fabricamos lugares, leproserías, donde van a ser acogidos, pero lo más lejos posible de nosotros.
Aunque podemos extendernos al excluido social, al excluido religioso, al emigrante, al pobre, que sólo quieren las migajas de nuestra mesa. Migajas de atención y migajas de cariño. Pero para ellos hemos preparado “personal muy cualificado” para que vivan “con dignidad”, al tiempo que les negamos nuestro calor y cariño, los atendemos con el mando a distancia.
Pero Jesús no entra por normativas ni conveniencias sociales. En el leproso sólo ve alguien a quien amar. Alguien a quien acercarse para decirle que es amado de Dios, es amado de Cristo. Y se acerca, lo toca sin miedo al contagio y quiere que sea curado. Jesús es la misericordia que precisa ese hermano sufriente, la misericordia que le permite recordar que es una persona, imagen y semejanza de Dios, que no ve en él la lepra, sino un corazón sufriente, precisado de cercanía y compasión, de sentirse junto a un hermano que lo ama. Y mientras la sociedad huye con miedo al contagio, Jesús lo toca, le dice que está curado. Y con tristeza le dice que vaya para que lo reconozcan limpio, que la “ley” lo vuelva a ver como un ciudadano más. Y se lo dice con tristeza porque ha visto la dureza del corazón de la gente.
Y lo bueno es que no vemos nuestra propia lepra. No vemos como se nos va cayendo el alma a jirones, con una lepra infinitamente más destructiva que la que se come la piel. Porque esta lepra nos va arrancando jira a jira la compasión, la misericordia, el amor hacia el otro, hacia el que nos necesita. Porque esa lepra nos va desfigurando de tal forma que perdemos la imagen que nos asimila a Dios. Una lepra que destroza y deja sin sentido nuestra vida religiosa, que deja vacía de contenido nuestra oración, que ciega nuestros ojos de tal modo que no vemos en el hermano que nos necesita al mismo Cristo.
Pero aún esta lepra tiene curación, pedirle a Jesús que nos toque, que vuelva a nuestra alma la fuerza de la vida, la fuerza de su vida. Esa lepra que es el pecado que todo lo destruye y lo corroe, pero que la mano de Jesús puede apagar para quedar tan limpios como cuando salimos de las aguas bautismales.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 5 de febrero de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 8 de febrero, Quinto del Tiempo Ordinario

TIEMPO ORDINARIO, QUINTO DOMINGO

Jesús nunca se ha mantenido indiferente ante el dolor, la enfermedad y el sufrimiento humano. Nunca está demasiado ocupado, nunca le falta tiempo para cercarse a aquellos a los que la vida y las circunstancias está golpeando de la peor de las maneras, siente dentro de sí esos sufrimientos, los hace suyos, carga con ellos. No es un simple consolador, no es de esos que van poniendo paños calientes que sólo dan un alivio momentáneo para volver a una situación peor. Él va más allá, limpia todos los dolores, los del cuerpo y los del alma. Va eliminando a los enemigos del hombre, esos enemigos que lo quieren someter, que lo quieren deshumanizar. Por eso ese compartir de Jesús en el sufrimiento humano, es participando de esa humanidad, viviendo la humanidad en su totalidad.
Pero Jesús no se para en eso, no se queda en un activismo, ora, constantemente y con intensidad. En ningún momento interrumpe ese diálogo con el Padre. Cura, ora y anuncia el Reino, como una sola cosa, como un solo hacer, como una única misión. Porque la misión de Jesús es la salvación, la redención total y absoluta del hombre, sin diferencias, sin parcelas distintas. Es la redención del hombre total, la salvación de todo lo que puede esclavizarle, de todos los dolores y sufrimientos, de todo aquello que pueda llegar a separarlo de Dios, de lo que lo deshumanice. Porque cuanto más se aleja el hombre de Dios, menos hombre es, menos persona es, pierde su dignidad de criatura divina.
Él quiere al hombre totalmente hombre, con su grandeza de imagen y semejanza de Dios. Viéndolo como una criatura libre saliendo de las manos amorosas del Creador, como fruto del amor de Dios.
Y esa misión debemos asumirla todos. Porque somos grandes, poderosos, obra de Dios. Pero, al mismo tiempo, débiles y frágiles, necesitados, en cada momento, del concurso divino en nuestras vidas. Es por lo que nunca podemos separarnos de Él, mantenernos en una oración constante, en un diálogo ininterrumpido con nuestro Dios. Porque, cuanto más fuertes nos sintamos, más precisaremos de esa oración, más precisaremos de la cercanía del único que nos puede dar fuerzas para seguir adelante. Orantes a Jesús y con Jesús.
Al mismo tiempo que nos sentimos sanados por Cristo, hemos de sentirnos sanadores de nuestros hermanos. Como Él no nos podemos sentir ajenos a cualquier sufrimiento, a cualquier dolor que atenace al prójimo. Pues la salvación de Dios siempre nos viene ofrecida como salud, salud del cuerpo y salud del espíritu. Es algo que nos debe obligar a una condena constante a cualquier situación de discriminación a cualquier situación que atente contra la vida, el gran don de Dios, a cualquier situación que manipule esa dignidad humana que hemos recibido y que es propia de Dios, pues Él nos la dio para que pudiéramos estar por encima de todas las criaturas.
Ninguna lucha por la dignidad humana, por la defensa de la vida, de toda la vida en todos los momentos, nos puede ser ajena. Sanados para ser sanadores, para ser la manos y el corazón de Dios ante el hermano sufriente y postergado.
El Señor es nuestra salud, vino para darnos vida, para ofrecernos nuevas posibilidades, para abrirnos nuevos horizontes. Él nos ensancha el corazón y da alas a nuestra libertad. Cura nuestras heridas internas y nos invita a ser dueños de nosotros mismos y servidores de los demás. Nos ayuda a vivir la experiencia dolorosa de la vida para crecer desde la pequeñez.