Menu

domingo, 30 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del martes 1 de Noviembre, Solemnidad de Todos los Santos

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Hoy no comienzo como siempre, sino con la sensación que tuve cuando entré por vez primera en la capilla de los Mártires. Llevaba meses diciendo misa en La Salle y fue casual. La vi en la semi-penumbra que tiene, no sabía donde se encendían las luces. Pero me golpeó con fuerza, allí había algo muy impactante que no te permitía estar indiferente. Fui leyendo los nombres sin saber quien era quien, pero consciente de estar ante las reliquias de unos hombres que habían dado su vida por su fe en Cristo, por su fidelidad a Cristo, por esa consciencia clara de que su existencia sólo tenía sentido sin dejar el camino que les marcó su padre, San Juan Bautista de la Salle. Del mismo modo el empleado y el Capellán de la casa, en ocasiones párroco de Griñón.
Por eso cuando vi el vídeo de la ceremonia en la que eran elevados a los altares, eran puestos ante todo el pueblo de Dios como ejemplo y referencia de santidad, entendí mi primera sensación en la capilla de sus reliquias. Eran de esos que habían lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero, como dice el Apocalipsis.
Estamos en la fiesta de Todos los Santos, los que han ido por el camino que Dios les había marcado. Aquellos a los que las dificultades de la vida no les asustaron. Aquellos a los que el sufrimiento no les anonadó, ni los hundió en la desesperación. Aquellos a los que las alegrías no les ensoberbecieron ni les apartó de la realidad.
La fiesta de los que con su cruz, llevada con alegría, acompañaron a Cristo, fueron acompañados por él. Los que le pidieron ayuda cuando les faltaban las fuerzas, pero al mismo tiempo siempre con la mano y el alma tendida para ayudar al hermano que desfallecía por el camino.
La fiesta de los mejores hijos de la Iglesia. La Iglesia fortificada en la sangre de los mártires. Iglesia valiente en sus misioneros. Iglesia sabia en aquellos que pusieron su mente y sus posibilidades al servicio de la Palabra de Dios. Iglesia mística en tantos orantes, para los cuales la contemplación del Misterio Divino era su pan y su aire.
La gran muchedumbre anónima para nosotros, pero reconocida, con los nombres y apellidos de cada uno, por Dios. La gran muchedumbre que desde Pentecostés han ido cimentando lentamente la única Iglesia sobre la roca de Cristo. La gran muchedumbre fiel, siempre fiel al sucesor de Pedro y a los sucesores del resto de los apóstoles, siempre fiel a la palabra y al magisterio de la Iglesia.
Pecaron y lo supieron, y eso les animó a reconciliarse y estar en un constante camino de perfección. No fueron de perfectos, sino que necesitaron y suplicaron la misericordia de Dios, desde la humildad de quien sabe que ante Dios sólo cabe la adoración y la súplica.
Pero por encima de todo, gente que saboreó el amor de Dios en toda su intensidad, y supieron que ese amor los desbordaba y tenían que transmitirlo. Por eso sufrieron amando, rieron amando, lucharon amando y vencieron amando. Y en esa victoria se nos fue marcando el camino que nos lleva al amor del Padre.
Este comentario lo escribí hace tres años y no he querido cambiar nada. El sábado, durante la Eucaristía que inauguraba el centenario de la llegada de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, vamos La Salle. En el ofertorio se aproximó el hermano Satur con un cuadro con los mártires y se colocó entre las flores del pie del altar, fui consciente de qué era lo que había sostenido esa obra durante cien años y lo que nos sostiene a nosotros día a día. Esa santidad que emana de Dios y que han extendido tantos y tantos que han entendido cuan es el camino de la perfección. Saber que el amor de Dios no nos deja nunca, el amor perfecto, el amor único, es decir, la santidad, a la que hemos sido llamados y en la única que encontraremos la dicha perfecta y por la que vale la pena dar la vida.
Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 28 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 30 de octubre, Trigésimo Primero del Tiempo Ordinario

DOMINGO TREINTA Y UNO DEL TIEMPO ORDINARIO
Dios no cesa de llamar a todos los corazones, porque a todos quiere acogerlos en sí mismo. Quiere que todos se identifiquen con su persona y con su amor, que todos sepan que en él hay un espacio seguro de paz.
Y por eso comienza con la reconciliación, con un hacer las paces con todos. Las paces con Dios que nos quiere arrepentidos, pero a su lado. Las paces con el mundo, que nos necesita para seguir perfeccionándolo, haciéndolo más habitable, más fraterno. Las paces con el prójimo, al que nuestro egoísmo y nuestro desprecio sumieron en el dolor. Las paces con nosotros mismos, que cuando nos vamos librando de la suciedad del alma, va apareciendo ese ser bello que surgió de las manos de Dios.
Dios llama a Zaqueo y éste siente que dentro de él todo ha cambiado. Lo ha llamado el Señor, y se queda perplejo cuando le dice que quiere estar con él, en su casa, en su intimidad. Sentarse a su mesa, compartir su vida cotidiana, por lo cual lo que sigue a continuación es lo lógico. En su casa ha entrado el Señor, la bondad más absoluta y ya el mal no tiene espacio. Hay que desterrar toda ambición, todo egoísmo, toda injusticia. Y ese espacio ha de ser llenado por la generosidad y la humildad, ha de imponerse la justicia, pero no cualquier justicia, sino la justicia según Jesús, la justicia que brota de un corazón que se ha descubierto amado por Dios.
Recuerdo en una ocasión una mujer hablaba de que veía a la Virgen, otra le dijo que era imposible ya que la veía tan tranquila: .-Porque si yo veo a la Virgen, me cambian hasta los andares-. Le dijo a la otra.
Y es lo que le pasa a todo el que tiene un encuentro de verdad con el Señor, “le cambian hasta los andares”, como le pasó a Zaqueo, su vida dio un vuelco total y definitivo.
Dios llama a todos los corazones. A los de los santos y a los de los pecadores, pero quiere que la primera respuesta a esa llamada sea el cambio y la conversión. Invertir todos los valores que hasta ese momento nos han mantenido y transformarse a esa vida según Dios.
Una vida que tiene como programa y referencia las bienaventuranzas. En el que el perdonar es un gozo, el compartir una alegría, el luchar por la paz y la justicia, una necesidad.
En muchas ocasiones va a ser duro y doloroso, como lo es sanear una herida, pero una vez pasado ese momento comienza la curación, la alegría de esa vida en la que no miramos hacia atrás, no vale la pena añorar una vida que me separaba de Dios, sino adelante, al futuro más luminoso.
Porque aunque nos parezca mentira, aunque suene a casi imposible, este caso se da constantemente en nuestra vida. Cristo nos llama una y otra vez, siempre que pecamos, siempre que nos mantenemos obstinados en nuestro error. Ese error que se repite tanto, el de pensar que nosotros no pecamos, que nuestra vida cómoda y burguesa es lo normal. Aunque recemos, aunque colaboremos en este o en aquel apostolado o hacer pastoral. Cristo nos quiere a nosotros, pero a nosotros, no nuestras cosas, todo eso de lo que nos hemos ido rodeando y que se ha convertido en una barrera entre Él y nosotros. Nos llama, quiere sentarse a nuestra mesa, no una rica mesa llena de manjares que nos separan del hermano necesitado, sino con el pan sencillo, ese pan que iguala y que hermana.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 21 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 23 de octubre, Trigésimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO TREINTA DEL TIEMPO ORDINARIO
Hay que reconocer que es bastante fácil rezar. Nos ponemos en trance, elevamos la vista, y decimos cosas y cosas, muy bonitas la mayoría. Terminado el rezo seguimos con nuestras cosas tan campantes. Pero, en la mayoría de los casos cuando esas palabras salen de nuestra mente y de nuestros labios se esfuman. Están vacías, no transforman nuestra vida, no nos sacan de nuestro egoísmo ni de nuestra burguesía, justifican nuestro estilo de vida en este mundo que sangra de hambre y de dolor. Nuestro ambiente lo vemos natural. Como el fariseo salimos del templo felices como perdices, pero con el alma igual de seca que la entramos.
Hacer oración, rezar de verdad, es muy distinto. Porque es hablar con Dios, es una conversación entre desiguales. Un pecador ante la mayor santidad. Un ser mediocre ante la perfección absoluta. Una pequeña criatura ante el Hacedor del cielo y de la tierra.
Por eso lo primero es agachar la cabeza, reconocer nuestro pecado y suplicar la misericordia a la que no tenemos derecho y que se nos da como don. Ver en Dios a ese Padre que nos mira con amor y con exigencia. Un Dios que nos pide la conversión, el cambio de esos valores egoístas que nos hemos creado, por aquellos que nos hacen crecer como imagen suya. Un Dios dispuesto a acogernos con amor si venimos de la mano del hermano, del más pobre, del más necesitado. Con vergüenza por nuestra insolidaridad, por nuestro sentirnos con derecho a todo y sin más obligaciones que las que nosotros queramos y que no nos descolocan de nuestro cómodo estilo de vida.
Orar a Dios y con Dios, bebiendo de la fuente de su amor y su misericordia para ser trasmisores de ellas. Despojados de ese pecado que el demonio nos enmascara y nos lo presenta como piedad y virtud.
Rezar viviendo la vida de Cristo, con Cristo, como Cristo. El que se muestra como siervo sufriente por nosotros. Sin alardear de su ser Dios. Con la cruz que va aumentando con nuestras faltas y nuestros pecados.
Rezar como el publicano, hambrientos de perdón, de cambio de vida, del calor de ese Padre que me quiere, pero con mi hermano sufriente al lado, curando, ayudando, compartiendo, en paz y fraternidad con él.
Y si no somos capaces de dar ese paso de conversión definitiva, al menos sabiendo que vivimos en un estado de pecado. Que no lo solucionan los rezos, por muchos “gloriapatris” que echemos. Sino Con corazón quebrantado y humillado (Ps. 50), el que nunca rechaza Dios y que valora infinitamente más que nuestros rezos y devociones.
De siempre he sido muy madrugador, por lo que hago las “laudes” de noche y veo amanecer por la ventana y casi siempre me digo, cuanto más viejo más veces: “Otro día que me regalas para hacer el bien, para transformar el mundo, para hacer que los hombres se quieran un poco más, se perdonen un poco más, sean un poco más pobres, más mendicantes ante ti”. Y fijaros, cuando todos los días termino esa reflexión no me queda más remedio que ver que si no me siento mendicante ante Dios no iré a ningún sitio. Se lo decía a un cura recién ordenado que no paraba de dar consejos y de “dirigir” a unos y a otros como ha de ser su vida, si tú no has vivido aún, sólo trasladas los libros que has leído y que te han gustado. Póstrate humilde, ve tus miserias, la bondad de Dios y será distinto.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 15 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 16 de octubre, Vigésimo Noveno del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTINUEVE DEL TIEMPO ORDINARIO

La oración es un diálogo íntimo con Dios, un diálogo cercano intenso, fraterno. Y su fruto es precisamente ese, la cercanía y la intimidad con Dios, la cercanía y la intimidad con alguien a quien amamos y por quien nos sentimos amados.
Cuando uno busca a un amigo para tomarse un café o unas cañas, no es por el café ni por la cerveza, la tenemos en casa o la podemos tomar solos. Lo hacemos por la cercanía, por el compartir ese rato de intimidad en el que se comparten ideas y experiencias. Y el fruto de ese encuentro es la satisfacción de sentirse apoyado, alegría de saber que alguien está en nuestra misma onda y que va a caminar a nuestro lado, pero que lo va a hacer libremente.
En infinidad de ocasiones le ponemos condiciones a Dios en nuestra oración, ha de estar a nuestra disposición y actuar en aquello concreto que le pedimos y de la forma exacta en que se lo pedimos. Y si Dios no actúa, tal y como le hemos dicho, nos sentimos ignorados y abandonados por él.
Pero Dios siempre escucha, siempre actúa. Pero lo hace a su manera, nos concede aquello que él sabe que necesitamos, lo que necesitamos de verdad. Aunque esté a años luz de nuestra petición concreta. Pero nos concede lo que nos va a engrandecer, nos va a allanar nuestro andar por la vida, nuestro acercarnos a él, va a incrementar nuestra intimidad con él.
Estamos en las semanas de la misiones, las semanas del Domund. Es uno de los momentos en que se nos recuerda el mandato de Jesús de que sea anunciado a todas las gentes, en todas las tierras y en todos los tiempos.
Para este mandato lo primero es la oración. Pero una oración hecha vida, no es sólo ponernos muy compungidos de rodillas y “echarle unos cuantos padrenuestros” para pedirle por los misioneros que “están en América bautizando a los chinitos de África” como me dijo en una ocasión un niño.
Nuestra oración ha de ser un hablar con Dios, al mismo tiempo que ponemos en sus manos lo que somos y tenemos para que Dios sea conocido y amado en todas partes del mundo. Trabajar con denuedo esforzarnos en una constante colaboración con aquellos que, en todo el mundo, anuncian la palabra y la persona de Jesús.
Porque nuestra oración no la podemos separar de la vida. Moisés oraba a Dios por su pueblo, pero estaba allí, acompañándolo en su lucha, andando con él por el desierto, conduciéndolo por la ruta que Dios había Marcado.
El juez inicuo cedió. Pero cansado y asustado de ver allí a la viuda que le pedía justicia.
Dos escucha nuestra oración, cuando ésta va acompañada de un modo de vivir según su voluntad. Cuando nuestra oración se apoya en un vivir según su plan. Lo contrario no sería oración, sería desfachatez, caradura.
Hace poco, meditando estas lecturas con las abuelas de “Vida Ascendente”, mujeres llenas de esa experiencia sabia que dan los años, veíamos que Dios escucha siempre, que interviene siempre, pero según Él, según Dios, que es quien sabe perfectamente cuales son nuestras autenticas necesidades, no nuestras apetencias momentáneas y, en la mayoría de los casos muy egoístas, pues sólo es nuestra felicidad personal la que nos motiva. Y Dios también quiere esa felicidad para nosotros, pero al mismo tiempo de la felicidad del resto de nuestros hermanos.
Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 7 de octubre de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 9 de octubre, Vigésimo Octavo del Tiempo Ordinario

DOMINGO VEINTIOCHO DEL TIEMPO ORDINARIO

La gratitud ha de ser lo que motive constantemente nuestro vivir. Todo lo recibimos, todo lo que tenemos nos viene de fuera. Comenzando por nuestra propia existencia y nuestra persona. Por el aire que respiramos, el sol que nos calienta, la tierra que nos sostiene, los medios que nos permiten vivir. Todo se nos da sin que podamos merecerlo, porque no hay precio para la vida, para la felicidad, para la paz. Sin embargo nos comportamos como si todo lo mereciésemos, como si los otros estuviesen obligados a hacernos felices, como si mereciésemos todo, como si fuésemos acreedores del servicio de los demás, cuya obligación es nuestra dicha personal.
Jesús tiene un gesto de misericordia para con aquellos leprosos. Nueve de ellos reciben la salud como un derecho, son del pueblo santo, Dios tiene la obligación de cuidarlos a ellos. No ven ese don como un regalo maravilloso e inmerecido, como un gesto amoroso hacia ellos. Por eso no sienten la necesidad de la gratitud.
Pero el décimo si lo ha captado, si es consciente de esa gracia que ha recibido. Sabe que quien lo ha curado lo ha hecho por puro amor, porque sólo el amor es el que da a cambio de nada. Bueno a cambio de nada no, a cambio de la felicidad de la persona amada, y Cristo lo ama. Reconoce y agradece, porque la gratitud es el mayor antídoto contra la soberbia. La gratitud es realista, pone las cosas en su sitio y nos hace ver que somos menesterosos del hermano, que lo necesitamos, que nos es imprescindible para podernos sentir personas de verdad.
Y si la gratitud es necesaria ante el prójimo que nos da su amistad, ante Dios es una necesidad imperiosa.
Y no sólo porque todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de él, sino porque es el único que nos puede abrir el camino de la eternidad. Gratitud ante el Dios de misericordia que redime, ante el Dios que, sin necesitarnos para nada, quiere ser nuestro compañero en el andar por la vida.
La última frase de Jesús al samaritano está llena de interrogantes. El samaritano ha reconocido a Jesús, quien es y se postra a sus pies. El samaritano cree en Jesús, y esa fe lo mantiene unido a él, esa fe ha sido su salvación. Pero no sólo de su enfermedad, sino de todo lo malo que lo acecha. Ha reconocido a Jesús y su gesto de gratitud le salva.
Y no queda mas remedio que hacernos una pregunta: ¿Cómo quedan los otros que no han reconocido ni a Cristo ni su milagro de amor?
Y esto es lo que, más o menos, yo predicaría en la misa del domingo. Pero si estuviésemos en ese grupo en el que nos solemos reunir, mi pregunta sería que mirásemos a nuestro alrededor desde pequeños, ver las cosas que hemos tenido, la de gente que se ha esforzado por nuestro futuro, la de gente que hoy está a nuestro alrededor sin parar de darnos cosas.
Porque hemos llegado a pensar que el que vayamos con nuestras carteras por delante ya es suficiente. Desde el panadero que se levanta a las tres de la mañana para que tengamos un pan bueno y recién hecho. Estamos perdiendo el sentido de la gratitud y al perder ese sentido parece que todo nos lo merecemos, hasta el mismo Dios tiene la obligación de darnos la vida eterna, para eso nos hemos portado bien… creo que hemos olvidado ser personas, lo más importante, lo que nos hace ser imagen y semejanza de Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz