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viernes, 22 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 24 de julio, Décimo Séptimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECISIETE DEL TIEMPO ORDINARIO

Qué es la oración sino un deseo de entrar en contacto con este Dios que nos quiere, que desea estar siempre con nosotros, hablar con nosotros, estar en contacto con nosotros. Un diálogo en cercanía y en intimidad, un diálogo de aquellos que se aman y lo quieren así.
Pero la oración ha de ser manifestación de nuestra vida, de nuestro hacer. Porque si decimos “Padre nuestro”, es por dos cosas. Porque consideramos a Dios nuestro padre y porque vemos al prójimo como nuestro hermano.
¿Quién se puede atrever a llamar a Dios, Padre, si no le duele el sufrimiento del hermano, si no comparte con él todos sus gozos y sus penas, todos los medios que Dios ha puesto en nuestra vida, aquellos que nos hace felices y aquello que nos hace llorar?
Porque decir palabras es fácil, llenarlas de vida no tanto. Llamar a Dios “Padre nuestro” es fácil, sentirlo como tal y al otro como nuestro hermano, no tanto. Son palabras que nos sabemos de memoria, las utilizamos para cualquier cosa, las repetimos constantemente, incluso para que “nos toque la lotería”.
Nos hemos familiarizado tanto con estas palabras que las decimos en cualquier momento, con cualquier motivo. Es algo que nos cuesta tan poquito trabajo repetir que  lo vamos soltando como una inercia.
Sin embargo la oración del Señor es una auténtica declaración de intenciones, es manifestar públicamente lo que creemos y el por qué creemos.
Confesar a Dios como Padre, sabernos hijos suyos, declarar que su presencia es lo más alto a lo que podemos aspirar.
Reconocernos mendicantes del pan de hoy y del mañana, que no lo merecemos y por eso lo suplicamos.
Sabernos pecadores, aspirar al perdón, con la condición de perdonar a todo aquel que en algún momento nos hirió.
Pero, sobre todo, reconocer nuestra impotencia para librarnos de todo lo malo que nos acecha. Reconocer que si Dios no nos ayuda no podemos librarnos de los peligros de esta vida, peligros que amenazan nuestro futuro y nuestra esperanza.
Por eso el Padre nuestro, es la oración de la gente sencilla, de la gente que se sabe necesitada de Dios y del hermano, de la gente que suplica a Dios y al prójimo para poder caminar por este mundo con la vida que se nos ha dado para que la gastemos sólo en hacer feliz al otro. La única manera de poder ser felices nosotros.
Por eso, antes de ponernos a rezar, debemos tomar conciencia  de quien somos nosotros y de quien es Dios. Somos personas, hijos suyos y hermanos en la misma fe. Él es el Todo, lo Absoluto en nuestras vidas.
Por eso, antes de ponernos a rezar se impone modificar muchas de nuestras actitudes. Dejar de un lado la vanidad, el orgullo, la prepotencia, el clasismo… y sacar la oración desde el fondo de nosotros mismos. No rezamos para pedir y pedir más cosas, sino para el encuentro con el Padre, para escuchar al Padre, para estar con él, para mirarlo en silencio. Porque rezar es sentir la alegría de estar con Dios, palpando su compañía en la cercanía de los hermanos. Algo parecido a cuando estamos la sombra de un árbol, no hay que decir nada, sólo notar la frescura de la sombra.

Santiago Rodrigo Ruiz

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