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jueves, 3 de abril de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 6 de abril

CUARESMA, QUINTO DOMINGO

Recuerdo en una ocasión, en mi primer destino de felicísimo recuerdo, allá en los Montes de Toledo, se hablaba de unas cuevas a las que nadie hizo nunca caso hasta que se perdieron dos niños. Con unos medios rudimentarios bajamos tres personas y gritamos llamando a los niños, entonces sentimos sus voces asustadas, fue el más hermoso de los sonidos porque estaban vivos. Claro que tanta alegría no los salvó de un par de pescozones.
Cristo grita con fuerza a Lázaro en la puerta de su tumba y lo invita salir afuera, parecía algo absurdo gritar a un muerto de varios días, pero la voz de Cristo no pudo ser frenada por la muerte y Lázaro salió con su mortaja. Vivo, burlando a la muerte que lo quería para sí.
Aquella gente se quedó desconcertada, sin entender nada, era imposible, no tenía sentido. Porque al fin y al cabo, Lázaro volvió a morir algún tiempo después. Sin embargo había oído la voz de Cristo que lo llamaba, y esa llamada no se podía quedar sin respuesta.
Pero aquello no fue un hecho que ocurrió en un momento de la historia, en que Cristo no se resigna a que un amigo queridísimo suyo le sea arrebatado por la muerte, le sea sustraído. Cristo sigue gritándonos en las puertas de la vida.
Nos llamó con fuerza ante la pila bautismal. Entonces rompimos la muerte en la que nos había sumido el primer pecado, y volvimos a la vida por medio del agua y del Espíritu Santo. A una vida que nos hace hijos de Dios, hermanos del mismo Cristo y herederos de la eterna promesa de vida sin fin hecha a nuestros padres.
Nos llama con fuerza desde el sacramento de la penitencia, cuando el pecado nos quiere sumergir en esa muerte que nos sume la separación de Dios. Nos llama desde su perdón y su misericordia para arrancarnos de la muerte a la que nos quiere llevar el diablo y volvernos al camino de la vida eterna, culmen perfecto de todas las promesas.
Nos llama con fuerza desde el banquete eucarístico, meta y fin de esa vida maravillosa a la que nos encaminamos cuando comemos su cuerpo y bebemos su sangre. Cuando nos hacemos fraternos y solidarios con aquellos hermanos que sufren y que nos necesitan. Cuando compartimos nuestra existencia, esa vida que Dios nos ha dado para que la convirtamos en una ofrenda que posibilite el Reino de Dios entre los hombres. Cuando nos damos a nosotros mismos desde el amor, siendo que cuanta más vida damos, más tenemos.
Nos llama con fuerza para el encuentro definitivo con Él, para ese encuentro en el que la muerte ha perdido todo su poder, donde el pecado ya ha dejado de existir, pues en la presencia de Cristo sólo el amor y la vida tienen espacio. Esa llamada a romper la tumba para siempre en una escalada de eternidad en la que se prolonga sin límite lo más bello y grande de cada uno de nosotros.
Son muchas las veces que Cristo, como a Lázaro, nos llama para que no nos dejemos arrebatar por tantas muertes en la que la sociedad actual nos quiere sumergir. Ese egoísmo que nos aísla, la violencia que destruye la esperanza, el hedonismo que nos deshumaniza…
Cuando Cristo grita con fuerza: “Lázaro sal fuera”. Debemos poner nuestro nombre, el de cada uno de nosotros. Pues igual que en aquella ocasión, Cristo vuelve a llorar cuando nos ve sumergidos en esa muerte que nos separa de Él, porque nos quiere fuera de todas las tumbas.

Santiago Rodrigo Ruiz

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