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martes, 15 de abril de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del Jueves Santo

JUEVES SANTO, MISA EN LA CENA DEL SEÑOR

A veces, cuando nos postramos ante Cristo Eucaristía, contemplando esa Hostia blanca, podemos sentir la tentación de esa lejanía que nos produce la divinidad, ese desconcierto que nos produce lo inabarcable, lo que siempre hemos conocido como temor de Dios.
Pero no somos conscientes de la cercanía de la intimidad de ese Dios que estamos contemplando. Ese Dios humano y divino, que comparte con nosotros la humanidad para que podamos tener acceso a su divinidad.
Dios nos salva desde la humanidad, desde nuestro cuerpo, desde nuestra totalidad personal. A Dios no le es extraña la humanidad, la corporalidad, ser uno de nosotros y con nosotros. Estar íntimo y cercano a nuestro día a día, más íntimo y más cercano, como diría San Agustín, que nosotros mismos.
Esa es la celebración del Jueves Santo, esa es nuestra celebración. En aquella cena Cristo demuestra que nunca va a prescindir de su cuerpo, de su humanidad, para redimirnos, para acompañarnos, para hacernos uno con él, saborear su destino eterno, ser alimento y camino, ser puerta y ser luz, ser verdad y vida, ser luz eterna, definitiva para nosotros.
Pero Cristo tiene una sola motivación. No su gloria, a la que nada podemos añadir. Sólo el amor, un amor ilimitado, un amor como tiene el que no se reserva nada para sí mismo, un amor como el que tiene quien se da para toda la eternidad. Nada ha podido nuestro pecado, su amor y su misericordia es infinitamente mayor. Nada pueden nuestros desprecios y nuestras infidelidades, su fidelidad no tiene medida.
Una entrega que se da, un amor tan inmenso el que se ofrece que ni los tiempos ni la muerte lo podrán oscurecer. Porque el amor de Cristo es el amor de Dios y su eterna presencia eucarística, es el recordatorio de que nos sigue amando, sin límite, sin fin. Es la Cena por antonomasia, es el banquete, el festín que ya nunca se detendrá. Es el derrame inagotable de amor y ternura que ni la muerte podrá interrumpir. Porque participando en este banquete eucarístico, se saborea en nosotros la vida eterna.
Pero no nos lo da gratis, nos pone delante una factura, la más grande y la más bella de las facturas: “que nos amemos unos a otros como Él nos ama”. Ya que sólo quien ama, quien perdona, quien se siente necesitado del hermano y al mismo tiempo se entrega al hermano, puede acercarse a ese banquete. Que nadie lo coma con una sombra en el alma, que nadie se acerque si su vida no es entrega al hermano, y de un modo especial al más necesitado, al más débil, al que más precisa de nuestra caridad. Es el banquete de la fraternidad, es el nudo que nos mantiene unidos a Cristo, porque sólo nos podemos unir al con el nudo del amor al hermano. La factura de Cristo, un amor entregado que conlleve la entrega de la propia existencia. La factura del amor.
Recuerdo en una ocasión en que contemplaba la procesión del Corpus de Toledo en una calle muy estrecha. Otro hombre que no paraba un instante de hacer fotos, y yo en el hueco de una puerta. Al pasar la custodia me puse de rodillas, el otro me miró y me dijo por qué había hecho eso. Le respondí que ante mi pasaba tanto amor que era lo único que sabía hacer, postrarme. El otro dejó de hacer fotos y se quedó mirando la custodia hasta que desapareció. Entonces me miró con una gran sonrisa y se fue en silencio.

Santiago Rodrigo Ruiz

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