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jueves, 24 de abril de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del Segundo Domingo de Pascua (27 de abril)

SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA
Domingo de la Divina Misericordia

Recuerdo en una ocasión en que uno le aseguraba otro un hecho concreto, el otro lo dudaba. El primero le dio todo tipo de pruebas y nos convenció a todos, pero el segundo le dijo: .-Si yo te creo, por descontado que te creo, pero como mañana por la mañana tengo un rato, voy a acercarme a comprobarlo. Aunque creerte te creo-.
Si nos preguntásemos qué es la fe, tendríamos un sin fin de respuestas y opiniones. Pero para un cristiano, la fe es fiarse de Cristo, vivir como pide Cristo, pensar y sentir como siente Cristo. Ser uno con Él, parte de su existencia, pero que Él llene todos los rincones de nuestra vida, hasta el último poro de nuestra piel, hasta el último aliento de nuestra vida.
Es la fe en Cristo resucitado, vivo y actuante entre nosotros. Es sentir como su misericordia se derrama a raudales, como lo llena todo, como completa, plenifica toda la existencia. Nada se puede mover de un modo positivo y constructivo, si no lo mueve el amor de Dios, ese amor que no ha escatimado sobre nosotros, que es el motor de todas nuestras acciones, el que nos mantiene vivos, porque sólo se vive si se vive en Cristo.
Él se ha presentado en medio de ellos, y de unos pusilánimes ha hecho apóstoles valientes. Ha derramado su paz sobre ellos para que no haya nada que los sobresalte o los frene. Les ha dado la paz de quien sabe que tiene el mayor de los tesoros, quienes de ahora en adelante no van a precisar otra cosa que la persona de Cristo y la fuerza del Espíritu.
Y les ha dicho que sean instrumentos de su misericordia, que perdonen los pecados, que recuperen a la oveja perdida, porque es tan querida por Dios como el resto. Que nadie se sienta separado de Dios para siempre. Que todos sepan que el perdón y la misericordia nunca se la van a escatimar a todos aquellos que quieran volver a la casa del Padre, en la que todos tenemos un espacio, en la que se nos conoce y se nos espera para recibirnos con la gran fiesta de la reconciliación de los hermanos.
En este fragmento del Evangelio tenemos, casi como un apéndice a Tomás, sus dudas, sus reticencias de aceptar a Cristo vivo. Y eso que sus hermanos se lo dicen, le insisten, le aseguran que Jesús está vivo. Pero él quiere pruebas, quiere tocar los signos del sacrificio de Cristo, sus llagas. Y cuando Jesús se lo ofrece no puede hacerlo, porque el Señor le ha afeado su postura y le ha dicho que no tenía confianza en su persona. Por eso sólo le queda la primera y más completa confesión de fe: “Señor mío y Dios mío”.
Dicen que la fe es un salto al vacío. Pero eso no es verdad para un cristiano, porque en el salto de confianza de alguien que cree en Cristo, siempre están sus manos amorosas, llagadas pero amorosas, que lo van a recoger.
Es el domingo de la Divina misericordia. Porque no existe misericordia que no brote del amor de Dios. No hay misericordia que no tenga como origen ese corazón entrañable que solo quiere perdonar, perdonar y acoger, perdonar y abrazar, con un abrazo donde se funden todos los amores. El amor infinito de Dios con el nuestro, que, al fin y al cabo, es participación en ese amor divino. Una misericordia en la que nosotros tenemos que ser instrumentos decididos para que sea conocida y vivida por todos los seres humanos de la tierra.

Santiago Rodrigo Ruiz

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