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viernes, 18 de diciembre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del próximo domingo 20 de diciembre, IV Domingo de Adviento

IV DOMINGO DE ADVIENTO

En un monasterio cisterciense que yo solía visitar y en el que pasaba todos los días que mi  labor pastoral me permitía, había un anciano hermano lego que era el portero. Un hombre de inmensa santidad y sabiduría que yo escuchaba embobado. En una ocasión hablando de este fragmento del Evangelio, la visitación de la Virgen a Isabel, me decía que le hubiese gustado estar allí, quitando todas las piedras del camino, echando flores a los pies de la Señora, cubriendo su cabeza para que el sol no la fatigase, haciendo abrigo para que el viento no la azotase, y por la noche, cuando ella descansase, postrarse de rodillas ante aquella custodia maravillosa, que llevaba dentro de sí al amor de los amores, al mismísimo Dios de la promesa. Una tarde me avisaron que había muerto, viajé por la noche durante horas, llegue al monasterio y me condujeron a la capilla. Estaba en el suelo, sobre un paño oscuro con su blanco hábito y las manos juntas donde habían puesto un rosario. El abad que me acompañaba me dijo: “te das cuenta como sonríe”. Yo le respondí: “Claro, reverendo padre, porque ahora mismo él está corriendo por los caminos de las montañas del cielo, quitando piedrecillas y echando flores para que la Madre camine sobre una alfombra.
Aquel fraile, desde su santidad y sencillez, sabía lo que se jugaba en aquella visita, que allí iba el futuro de nuestra redención, nuestra posibilidad de una vida digna de ser vivida, la luz de todas nuestras oscuridades, la esperanza de todos los horizontes que podamos soñar.
En aquel camino, que la Madre andaba deprisa, porque había sido requerida, porque se tenía que dar el encuentro entre el último de los profetas y el Dios objeto de todas las profecías.
En aquel camino que María andaba con el cuidado de quien sabe que lleva dentro de si misma todas las ilusiones de los patriarcas, todos los anuncios de los profetas, el cumplimiento definitivo de la promesa de Dios, el fin de todos los males, la derrota de la muerte y la tumba definitiva de Satanás.
En aquel camino confluían todos los caminos, terminaban todas las rutas, se dirigían todos los desvíos, Era el primer camino que andaba Dios en la tierra, con rostro humano, con esas manos y esos pies que serían clavados en la cruz, pero objetos de gloria en la mañana de la pascua.
Aquel camino que se nos invita a todos a andar, buscando, como Juan, el encuentro dichoso con nuestro Salvador, sentir su presencia ya inmediata, saberlo cercano a nosotros, vivirlo en nuestra proximidad.
Aquel camino que nos lleva al amor derramado a manos llenas, a la misericordia dada sin medida, a la justicia eliminadora de dolores, a la salud de todos los corazones, a la auténtica luz de todos los ojos.
Aquel camino que se convirtió en relicario, que se transformó en senda celeste, porque lo había pisado la más hermosa de las criaturas que salieron de las manos de Dios, llevando, portando para nosotros, el que había de ser el gran príncipe de la paz.
Aquel camino que, saliendo de aquella casita de Nazaret, se quiere encaminar a todos y cada uno de nuestros corazones. Porque es el relicario de la misericordia. Misericordia dada a manos llenas, misericordia echa carne para que nosotros la hagamos parte de nuestro ser.

Santiago Rodrigo Ruiz

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