TIEMPO
PASCUAL, TERCER DOMINGO
En la parroquia de mi pueblo hay un retablo y
en su centro una gran imagen del Sagrado Corazón que muestra su corazón
traspasado con sus manos llagadas a Santa Margarita María Alacoque postrada a
sus pies que lo contempla extasiada. Toda la iconografía que representa a Jesús
después de la Pascua ,
lo hace con cara luminosa (en muchos casos amanerada), pero siempre con el
costado, las manos y los pies traspasados. Porque son las llagas del amor, las
de la generosidad y de la vida ilimitada.
Este Cristo glorioso que adoramos es el mismo
que murió en la cruz. Es el mismo que fue azotado, maltratado, injuriado de la
peor de las maneras, muerto en la cruz y sepultado. Es el mismo Cristo que
anduvo con sus discípulos, que les enseñó, que hizo milagros, que fue aclamado
por el pueblo, que partió el pan para ellos y al que abandonaron en los
momentos cruciales.
Porque en la cruz de Cristo se han
concentrado todas las penas y los dolores, todos han tocado la cruz para
convertirse en esperanza.
Jesús se acerca a los suyos, que están
aterrorizados y les pregunta el por qué de ese miedo, pues él nunca les había
infundido miedo y les pide que lo toquen, que es el mismo. Por eso los
discípulos pasan del terror a la sorpresa, de la sorpresa al asombro y del
asombro al gozo. Pues la presencia de Jesús despierta en ellos una alegría tan
honda que no puede por menos que expandirse. Es tan profunda que ella sola
conecta con la esperanza y el futuro.
Se produce en ellos un cambio tal que da
inicio a un proceso que, partiendo del convencimiento de que la cruz había sido
el final de toda esperanza, termina con la proclamación gozosa de que Cristo
está vivo, que ha resucitado. Un tiempo nuevo, un modo nuevo, un estilo
distinto de mirar la vida.
Nuevamente la mesa está puesta para todos.
Una mesa eterna y universal que nos ayuda a descubrir las huellas de Cristo
vivo. Está donde un cristiano comparte la vida. Donde compartimos gratuita y
generosamente la amistad, la ternura, el amor. Donde compartimos los dones que
Dios ha puesto en nuestras manos para la alegría del hermano que nos necesita.
Ahí se ven sus huellas, ahí hay un testigo del resucitado.
Por eso tras la experiencia de Cristo vivo,
resucitado, sentado a la a la mesa, lo cotidiano se vive con la alegría que nos
da el verlo todo nuevo. Es la renovación que experimenta el que se deja tocar
por el resucitado.
Los apóstoles, tras esta experiencia, tienen
que hacer lo que le han visto hacer a Él. Su misión es la misma que Jesús ha
recibido del Padre. Sólo se les pide y se nos pide a todos los que creemos en
Cristo resucitado. Prolongar y actualizar a Jesús, es decir, sembrar en el
mundo la misericordia de Dios. Es la renovación de la historia con la mirada
hacia el futuro que nos marca la mano llagada de Cristo glorioso.
Tenemos que cuidar ese brote de luz que ha
surgido en nuestros corazones, la certeza de sentirnos intensamente amados de
Dios. Por eso nuestras peores angustias han de convertirse en la confianza de
un día nuevo, el “Octavo de la semana”, en que veamos a Cristo vivo que nos
muestra sus llagas para decirnos que el fin del sufrimiento es la gloria, es el
gozo de la vida recién estrenada al quedarse la tumba vacía. Que el amor del
Señor no se agota nunca, se hace nuevo en cada instante para envolvernos con su
calor.
Santiago Rodrigo Ruiz
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