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jueves, 16 de abril de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 19 de abril, Tercero de Pascua

TIEMPO PASCUAL, TERCER DOMINGO

En la parroquia de mi pueblo hay un retablo y en su centro una gran imagen del Sagrado Corazón que muestra su corazón traspasado con sus manos llagadas a Santa Margarita María Alacoque postrada a sus pies que lo contempla extasiada. Toda la iconografía que representa a Jesús después de la Pascua, lo hace con cara luminosa (en muchos casos amanerada), pero siempre con el costado, las manos y los pies traspasados. Porque son las llagas del amor, las de la generosidad y de la vida ilimitada.
Este Cristo glorioso que adoramos es el mismo que murió en la cruz. Es el mismo que fue azotado, maltratado, injuriado de la peor de las maneras, muerto en la cruz y sepultado. Es el mismo Cristo que anduvo con sus discípulos, que les enseñó, que hizo milagros, que fue aclamado por el pueblo, que partió el pan para ellos y al que abandonaron en los momentos cruciales.
Porque en la cruz de Cristo se han concentrado todas las penas y los dolores, todos han tocado la cruz para convertirse en esperanza.
Jesús se acerca a los suyos, que están aterrorizados y les pregunta el por qué de ese miedo, pues él nunca les había infundido miedo y les pide que lo toquen, que es el mismo. Por eso los discípulos pasan del terror a la sorpresa, de la sorpresa al asombro y del asombro al gozo. Pues la presencia de Jesús despierta en ellos una alegría tan honda que no puede por menos que expandirse. Es tan profunda que ella sola conecta con la esperanza y el futuro.
Se produce en ellos un cambio tal que da inicio a un proceso que, partiendo del convencimiento de que la cruz había sido el final de toda esperanza, termina con la proclamación gozosa de que Cristo está vivo, que ha resucitado. Un tiempo nuevo, un modo nuevo, un estilo distinto de mirar la vida.
Nuevamente la mesa está puesta para todos. Una mesa eterna y universal que nos ayuda a descubrir las huellas de Cristo vivo. Está donde un cristiano comparte la vida. Donde compartimos gratuita y generosamente la amistad, la ternura, el amor. Donde compartimos los dones que Dios ha puesto en nuestras manos para la alegría del hermano que nos necesita. Ahí se ven sus huellas, ahí hay un testigo del resucitado.
Por eso tras la experiencia de Cristo vivo, resucitado, sentado a la a la mesa, lo cotidiano se vive con la alegría que nos da el verlo todo nuevo. Es la renovación que experimenta el que se deja tocar por el resucitado.
Los apóstoles, tras esta experiencia, tienen que hacer lo que le han visto hacer a Él. Su misión es la misma que Jesús ha recibido del Padre. Sólo se les pide y se nos pide a todos los que creemos en Cristo resucitado. Prolongar y actualizar a Jesús, es decir, sembrar en el mundo la misericordia de Dios. Es la renovación de la historia con la mirada hacia el futuro que nos marca la mano llagada de Cristo glorioso.

Tenemos que cuidar ese brote de luz que ha surgido en nuestros corazones, la certeza de sentirnos intensamente amados de Dios. Por eso nuestras peores angustias han de convertirse en la confianza de un día nuevo, el “Octavo de la semana”, en que veamos a Cristo vivo que nos muestra sus llagas para decirnos que el fin del sufrimiento es la gloria, es el gozo de la vida recién estrenada al quedarse la tumba vacía. Que el amor del Señor no se agota nunca, se hace nuevo en cada instante para envolvernos con su calor.

Santiago Rodrigo Ruiz

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