SEGUNDO
DOMINGO EN LA OCTAVA DE
PASCUA
Tomás ha quedado como el paradigma de la
duda. Toda la iconografía siempre lo representa, o bien tocando las llagas de
Jesús y con expresión de duda, como la maravillosa escultura en mármol de la
iglesia madrileña de San Francisco el Grande.
Porque él era judío y como tal no puede
aceptar que ese crucificado sea el rostro definitivo de Dios, ese Dios,
representación suprema del poder y la fuerza, en el que ha creído siempre. Le
cuesta aceptar que ese crucificado esté vivo y triunfante sobre la muerte y
todos los poderes del mundo.
Pero creo que todos llevamos dentro un Tomás
y nos escandaliza un Dios que parece vencido por el mal del mundo. Nos cuesta creer que la cruz sea la mayor generadora de vida. Sea, como la lectura de Ezequiel
de la Vigilia Pascual ,
la que reúne los huesos secos para llenarlos de vida.
Pero tenemos la tendencia de olvidar al
“otro” Tomás. El que da el paso de la fe, el que proclama a Cristo como su Dios
y su Señor. El que descubre la fuerza de Dios en esas llagas, el que pasa de la
increencia a la fe incondicional, a la mayor confesión de fe de toda la
comunidad, de aquella “Iglesia naciente”.
Hay que reconocer que la fe es un don
gratuito de Dios y no es fácil. La fe es abrir los ojos y no ver, es extender
las manos y no poder tocar, es abrir el corazón y escuchar las palpitaciones de
un amor eterno.
La fe es coger cada mañana la palabra divina,
siempre vieja y nueva al mismo tiempo. La fe es abrir el libro de la historia y
leer en los signos de los tiempos y descubrir la presencia del Señor en el hoy,
en el presente de cada uno de nosotros.
La fe es caer de rodillas ante el Señor y
sentirlo vivo junto a nosotros, sin necesidad de tocar sus llagas. Porque la fe
es encontrar el sentido de nuestra vida en la misma vida de Cristo, dejarse
llevar por Él que es el camino la verdad y la vida.
La fe no nos permite caer en el vacío, sino
en las manos amorosas de Dios. Porque cuando la fe alcanza nuestro corazón,
nuestros ojos ven lo que los ojos de los otros no llegan a ver.
Pero todo esto es posible si previamente
hemos dejado que el Señor se encuentre con nosotros en nuestro estar y con
nuestra comunidad concreta. Una comunidad que, a pesar de nuestras
limitaciones, nos acoge y acompaña, desde la que proclamamos a Cristo como
nuestro Señor y como nuestro único Dios.
Pero no podemos quedarnos en una fe
superficial. Tenemos que tender a tocar las llagas de Cristo en las llagas de
todos los que sufren. Ver la persona de Cristo vivo en el amor compartido, en
la solidaridad dada, en el hermano que sufre. En la medida en que metamos
nuestros dedos en las llagas abiertas de la comunidad, en su dolor, en su
angustia, en sus enfermos y pobres. En la medida que toquemos ese cuerpo
sufriente y lo reconozcamos como nuestro cuerpo, en esa misma medida
descubriremos a Cristo resucitado.
Es ahí donde está nuestro Señor y nuestro
Dios, es en ese hermano sufriente que pide nuestro amor donde debemos adorar y
servir a ese Dios, que murió en la cruz de la peor de las maneras, pero que el
amor del Padre lo trajo a la vida para que sea el origen y el artífice de toda
vida, donde nuestra esperanza ha sido cumplida y donde nuestro futuro ha sido
definido.
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