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jueves, 27 de noviembre de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 30 de noviembre, Primer Domingo de Adviento

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

En un momento Dios construyó una casa, a la que dotó de todos los medios y comodidades, la amuebló de una forma maravillosa, y le encantó. Pero no le gustó porque estaba vacía. Entonces creó a unos seres casi perfectos, a su imagen y semejanza, a los que dotó de inteligencia y libertad, y les alquiló la casa sin renta pero con condiciones.
Todos tenían derecho por igual a todos los medios de la casa, nadie podía acaparar nada para sí exclusivamente, cada uno tenía derecho a tomar sólo lo que necesitaba para vivir, pues había de sobra para todos. Y luego llevarlos a todos con Él a la gloria definitiva.
Sin embargo los inquilinos consideraron que la casa era suya, y los más fuertes y astutos comenzaron a someter a los otros, a quitarles sus partes y almacenarlas, ya que ellos no las necesitaban, a negarles sus derechos y sus esperanzas.
Pero entre los inquilinos se le coló el demonio. Y de lo que debía ser una casa habitada con armonía, se convirtió en un auténtico infierno, donde unos pocos despilfarraban y destrozaban, y otros no tenían ni derecho a acercarse a las basuras de los primeros. Unos que se apoderaron de un montón de habitaciones que no necesitaban, porque sólo podían habitar en una, y los otros apartados al rincón más pobre e insalubre de la casa. Unos que miraban con orgullo lo que habían acumulado, sin poder utilizarlo, pues no lo podían consumir, sin mirar para nada a los del rincón que les tendían las manos suplicantes. Unos que llevaban a sus hijos a los mejores colegios y disponían de los mejores medios para ellos, y no miraban a la gran cantidad de niños que nacían sin esperanza y morían sin haber vivido.
Dios, como dueño de la casa, miraba con dolor como el egoísmo y la indiferencia, el pecado, de unos, había destrozado ese proyecto maravilloso. Les grita, les avisa, que se van a quedar sin nada. Les manda enviados, emisarios suyos para que les advierta que por mucho que acaparen aquí, no se podrán llevar nada y se dejaran aquí su futuro de gloria y eternidad. Pero una y otra vez son ignorados.
Dios no se conforma y decide ser Él mismo el que se encargue de todo de un modo personal. Y se hace hombre, naciendo de una Mujer maravillosa, y llama junto a sí a todos los que aún tienen esperanza, los que no se han dado por vencidos ante el mal, los que valoran la pobreza como un don que les da Dios como su mayor valor, a los que creen y luchan por la justicia, a los que no asustan las persecuciones de los que siempre se han creído dueños de todos.
Y se inicia un tiempo de esperanza, un tiempo en el que se inicia la reconstrucción de la casa, un tiempo en que aquellos que han sido y son marginas de todos los medios son llamados como los preferidos del reino.
Un tiempo en el que los que oprimen y abusan, que en muchos casos se han escondido tras retratos de Dios como los más devotos, son desenmascarados, un tiempo en el que se ha vuelto a sembrar la semilla de la paz, la auténtica paz, la verdadera paz, que va a ir brotando lentamente, pero de un modo inexorable. Un tiempo en el que, a pesar de que los que se han dejado manejar por el pecado utilizarán todas las violencias imaginables, la paz, envuelta en el manto de la justicia, va creciendo lentamente. Lentamente porque sus raíces ya están tomando fuerza en los corazones justos y sensibles, para cuidar de ese árbol en que todos se puedan cobijar y sentirse realmente hermanos.

Santiago Rodrigo Ruiz

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