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miércoles, 29 de octubre de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del sábado 1 de Noviembre, Solemnidad de Todos los Santos

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

¿Qué es un santo? Os voy a contar una historia, que no por ser real es menos interesante.
Imaginaos una iglesia monumental, casi setecientos metros cuadrados, llena de gente a rebosar, en el exterior centenares de personas que no han podido entrar. Se está celebrando un funeral presidido por el obispo y concelebrado por más una docena de sacerdotes, todos los párrocos que han pasado por la parroquia en los últimos tiempos y otros sacerdotes amigos y de los pueblos cercanos.
En el centro un ataúd cubierto de flores, pero no de esos ramos artísticos de las floristerías, sino ramos hechos con las flores de las casas, se han cortado las de los jardines y macetas, ramos hechos con mucho amor.
En los primeros bancos la corporación municipal en pleno, que unas horas antes ha dedicado una calle a la persona fallecida. También están todos los niños del colegio, los maestros han pensado que la asistencia de los niños allí era necesaria, y que a pesar de ser tantos están en un impresionante silencio.
El párroco, con voz entrecortada va proclamando el evangelio de las bienaventuranzas. El obispo hace una glosa de la santidad de los pobres en el Espíritu, sus palabras retumban en las altas bóvedas del templo. Cuando llega el Padre Nuestro el canto se extiende desde el templo a la amplia explanada exterior.
Por fin termina el funeral, nadie recibe el pésame, no hay familiares, el ataúd es llevado en hombros por personas que se discuten el honor de hacerlo. Se llega al cementerio y es bajado a la fosa. Primero son los niños los que echan flores, y es tal la cantidad que se deposita sobre el féretro, que los albañiles tienen problemas para poder hacer la bóveda. Una mujer muy anciana grita: "Se nos ha ido lo más bueno de este pueblo...” Nadie responde, lágrimas en la mayoría de los ojos.
¿A qué importante personaje, que gran benefactor, que filántropo están enterrando? ¿Por qué tantos honores? ¿Por qué tal conmoción en el pueblo?
Es la hermana Constantina, sin duda la mujer más pobre del pueblo, pero todos los que la conocimos recibimos el bien a manos llenas, no sabía leer ni escribir, pero era la mujer más sabia que conocí, tenía ochenta y nueve años, pero rebosaba juventud. Cuando andaba por la calle apoyada en su garrota, los jóvenes paraban sus coches y se ofrecían a llevarla a su casa, ella no decía nada y con una enorme sonrisa le señalaban que siguiesen. Porque la hermana Constantina siempre sonreía. Cuando los niños se soltaban de la mano de sus madres para darle un beso, cuando las vecinas le sacaban una silla para que se sentase un poco a descansar, cuando los quintos del pueblo le pasaban la leña para el invierno, cuando el gerente de la cooperativa le traía el recibo de su cosecha, siempre aceite suficiente para todo el año. Porque la hermana Constantina tenía veinte olivas allá en la sierra, mientras pudo las cavó, cuando no pudo los vecinos se encargaron de cuidarlas. Ella nunca supo que sus olivos hubo que arrancarlos y plantarlos de nuevo, porque cada año todos los olivareros de pueblo aportaban de sus propias cosechas para que la hermana Constantina viviese de lo suyo. En sus últimos meses las monjas se la quisieron llevar a la residencia, pero no lo consentimos, era nuestra; nosotros la cuidamos hasta el último día, y aunque ya no se hacía, le llevamos el viático en procesión con velas y cánticos, porque la hermana Constantina quería sentir la campanilla y como se acercaba el Señor a su casa, “Ya viene, ya viene” decía a las personas que la acompañaban en su cuarto, a mi me temblaron las manos al darle la comunión. Murió en su cama, nosotros la amortajamos y nosotros la velamos.
Pero os estaréis preguntando quien era la hermana Constantina. Nació a principios del siglo veinte, se caso joven, tuvo un hijo y una hija y al poco tiempo se llevaron a su marido a la guerra, volvió inválido, enfermo, muriendo al poco y ella sacó su familia adelante. Su hijo, cuando comenzaba a aportar a la casa, murió de la enfermedad de los pobres, cualquier cosa, sin poder comprar los medicamentos.
Por fin su hija se casó y tuvo dos hijos varones. Un día el marido los abandonó y nunca más se supo de él. La hija cayó enferma, muriendo poco después y la hermana Constantina tuvo que volver a hacer de madre de sus nietos, a los que cuidó y educó exquisitamente, tanto como personas de bien, que como buenos cristianos.
Pero la hermana Constantina no había apurado aún el cáliz. El pequeño de sus nietos murió en un accidente de tráfico a los veinte años, el mayor se fue a trabajar a Palma de Mallorca y volvió enganchado en la droga. Me contaban como la hermana Constantina aguantaba horas de pie, llorando y rezando el rosario, mientras su nieto estaba en cualquier sitio con las consecuencias de una dosis. Un día vino la Guardia Civil a decirle que su nieto estaba en el depósito de cadáveres de un pueblo cercano. Allá se fue con unos cuantos amigos y allí lo dejó enterrado. Y la hermana Constantina volvió a su casa en la más absoluta soledad.
Pero no fue esta serie de desgracias lo que le hizo que el pueblo entero la quisiera entrañablemente. En todo caso hubiese despertado la compasión de las gentes.
La hermana Constantina fue siempre el ángel bueno de los pobres y de todo el que la necesitó. Nunca hubo un niño que se quedara sin un poco de leche, en aquellos años difíciles, porque ella, sin saber de donde, la sacaba. Sin estudios atendió, con mucho éxito, a todas las parturientas que no podían pagarse una asistencia, y nunca les faltó la “taza de buen caldo”. En aquellos años nunca se enterró a nadie sin ataúd, porque la hermana Constantina pedía de puerta en puerta, y si faltaba algo ya se encargaba ella de convencer al carpintero. Nunca le importó humillarse, suplicar, para conseguir una abrigo usado, de las casas de los ricos, donde ella lavaba la ropa, porque alguien estaba pasando frío. Sería una lista interminable. Cuanto frío, cuanta hambre, cuanta soledad quitó la hermana Constantina. A cuantas familias reconcilió, porque su palabra y su autoridad eran indiscutibles. En la semana de los quintos ella era la única que tenía acceso a la casa de los quintos, vetada a todo el mundo, claro menos a ella. Siempre les tenía un gran puchero de café caliente, porque los jodíos bebían mucho, les hacía la cena y se llevaba las cosas sucias para traerlas al día siguiente limpias y planchadas.
Pero y su parroquia. Era la sombra benefactora. Los purificadores y las albas usadas desaparecían para estar en su sitio perfectamente limpios, cuando ella no pudo se encargó de que alguien lo hiciera. Era un general ordenando a las mujeres del pueblo en la gran limpieza para la llegada cada año de la Virgen, no había telaraña alta ni suciedad que no se limpiara. Que bien me lo pasaba yo en cada visita que hacía el obispo, como le cantaba todas las verdades que yo no me atrevía a decirle, pero el obispo no se podía enfadar, porque había tanto cariño en aquella reprimenda que amonestaba sin ofender, casi sin molestar (cuando se enteró que al obispo le gustaban los bizcochos de limón, siempre le tenía preparada una caja que le daba a escondidas). En las campañas especiales, especialmente en la de Manos Unidas y las misiones, removía todo el pueblo y hacía que todos participaran. Recuerdo que en una de esas campañas se planta ante uno de los más ricos y le dice: .-Esto me das, agonías, venga y tira de cartera. Y después a una anciana como ella le dice: .- Tú dame sólo cinco duros que tu parte ya se la he sacado a este. Todos acabamos riendo porque ella era incapaz de ofender.
Sin embargo cuando ella echaba el resto era el día del Corpus Christi. Abría sus baúles y de su pobre ajuar sacaba las mejores piezas, bajo el paño que cubría el altar ponía las fotos de los suyos. Cuando todas las campanas se ponían tocar, anunciando que el Santísimo salía a la calle, la hermana Constantina se arrodillaba con una vela encendida en la mano (vela que curiosamente nunca se le apagaba por mucho viento que hiciese), al retirarse la custodia de “su altar” ella seguía al palio con su paso lento, apoyada en su garrota y con su vela encendida, sin cantar, en silencio, moviendo los labios en una, más que oración conversación, con el Señor que iba unos metros delante de ella y yo estoy seguro que le respondía en aquel diálogo íntimo.
En su larga vida convivió con muchos párrocos, y a todos nos quiso igual, éramos su cura, el que le daba el Cuerpo de Cristo, y para ella era lo máximo; a todos nos llenó de cariño y detalles y siempre asumió con alegría los cambios que se iban produciendo en su parroquia. Por eso el día de mi traslado le dije a mi sucesor: .- Lo siento, pero a ti no te ha tocado la hermana Constantina.
Amó siempre en silencio, nunca encontró un motivo para odiar a nadie. Sólo se le borraba la sonrisa cuando en la televisión (un viejo aparato que nunca consintió que le cambiásemos y que por no se qué extraño milagro funcionaba perfectamente) daban noticias sobre el mundo de las drogas y comentaba: .- Qué lástima, cuanta vida y cuanta alegría se llevan por delante-; pero sin odio, sólo con una inmensa tristeza.
Quiero terminar con una anécdota. En aquella tierra es costumbre decir una misa nueve días después del entierro, tras el cual las familias ofrecían un donativo a la parroquia. Tras la misa de los nueve días de la hermana Constantina pasaron un grupo de jóvenes y me preguntaron que debían dar; yo les dije que nada, pero que no quería que se ahorrasen el dinero y que a ella le hubiera gustado que ese dinero lo convirtiesen en aceite para la residencia de ancianos que había en un pueblo cercano. No se lo que pensaban dar los jóvenes del pueblo, pero las monjas necesitaron dos furgonetas para llevarse el aceite que los chicos y las chicas del pueblo trajeron a la iglesia. Y lo curioso es que me han dicho que eso se sigue repitiendo cada año, tras la misa de aniversario que nunca se ha dejado de celebrar y a la cual acuden con sus hijos y el aceite aquellos jóvenes que aquel día me preguntaron que donativo debían dar, desde el cielo, la hermana Constantina sigue haciendo el bien
Hace algunos años volví al pueblo, justo a un funeral, y aparqué el coche en la esquina de la calle de la hermana Constantina, y aquella improvisada placa de mármol ha sido cambiada por un azulejo con un retrato suyo en el que sigue sonriendo, la expresión me era familiar, al volver a casa me puse a rebuscar entre las viejas fotos y la encontré; era una foto en la que estaba rodeada de niños en una fiesta final de catequesis.
La ley canónica pide varios milagros explícitos para canonizar a alguien. Yo soy testigo de los de la hermana Constantina. Su presencia sembraba la paz donde llegaba, nunca hubo nada externo que le borrase la sonrisa y llenaba de calor el corazón de todos los que tuvimos la suerte de estar cerca de ella.

Santiago Rodrigo ruiz

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