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viernes, 12 de mayo de 2017

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 30 de abril, Tercero de Pascua

DOMINGO TERCERO DE PASCUA
Siempre que me enfrento a este fragmento del Evangelio veo la celebración de la primera Eucaristía de la historia. O si no miradlo: Dos de los discípulos van por el camino, desencantados y decepcionados. Aparece Jesús resucitado a quien confiesan esa situación. Él les explica las escrituras y les hace ver como toda la Historia de la Salvación ha estado hablando de esto, ha estado preparando este momento. Esto va haciendo que sus entrañas se remuevan. Sientan dentro de ellos el calor del Espíritu. Por eso no le dejan seguir adelante y le piden que se siente a la mesa con ellos. Él hace la acción de gracias, les reparte el pan y desaparece.
¿A dónde se ha ido? A ningún sitio, esta dentro de ellos, que lo han recibido con el pan. Por eso se llenan de alegría y vuelven presurosos a compartir con los hermanos el maravilloso acontecimiento que han vivido. Pero ya vuelven sabiendo que Cristo los acompaña, que nunca se separará de ellos, que será uno con ellos. Por eso le dicen a los hermanos que lo reconocieron al partir el pan, como lo reconocerán por los siglos de los siglos.
Porque su problema era muy serio. Ellos la idea de Jesús que tenían era la de un profeta poderoso de palabras y de obras, el futuro líder de Israel. No se habían imaginado el Mesías de verdad, sencillo y humilde, que su vida y su muerte es una ofrenda voluntaria por la liberación total de los hombres. Que su reino no era el del poder sino el del amor fraterno. Por eso no habían reconocido a aquel hombre extraño que se les había unido por el camino.
Porque aquel camino era un viaje de derrota. Por eso no pueden reconocer al Jesús de la vida, del triunfo sobre la muerte que se les une. Al que explican todo, pero desde su óptica derrotados. Incluso lo de las mujeres que habían visto el sepulcro vacío. Hablan y hablan de la ilusión perdida, del fin de aquellos planes que se habían hecho. Ellos querían un Mesías a su medida, no a la de Jesús.
No creamos que nosotros estamos tan lejos de los viajeros de Emaux. Queremos a un Dios a nuestra medida. Un Dios que plenifique nuestras vidas, que las llene de gozo, pero a nuestra medida, a nuestro estilo. No a la medida de Dios, no como Dios quiere realmente. Por eso tenemos tantos problemas de fe. Como los viajeros de Emaux. No es el Dios que queremos, no es el Dios que nos conviene. Nos descoloca, hace que se tambalee nuestra fe, a la que queremos hacer coincidir con una vida perfectamente burguesa y maravillosamente acomodada. Primero nosotros y los nuestros. Segundo nosotros y los nuestros… Y Dios tiene que acoplarse para no descolocarnos, claro, así las cuentas no salen nunca. Y nos aparecen tremendos problemas de fe y, como aquellos viajeros, no reconocemos a Jesús que camina a nuestro lado.
Pero si lo dejamos que Él se acerque a nosotros, que nos plantee lo que realmente espera de nosotros, a su manera, según el designio que tiene para nosotros desde el principio de los tiempos. Una vida de entrega y de servicio como la suya. Pero de entrega alegre, de servicio gozoso, al hermano y con el hermano.
Entonces si que lo reconoceremos. No sólo el la Eucaristía, en la fracción del pan, sino en cada instante y en cada rincón de nuestro ser y de nuestro vivir.
Es cierto que siempre aparecerá el misterio, la duda de si nuestro actuar y nuestro vivir es según Cristo o lo estamos “domesticando”. Pero será una tensión maravillosa, si vemos que somos capaces de estar “descolocados”, maravillosamente descolocados porque hemos hecho el servicio al hermano, y cuanto más despreciable y más marginado, más hermano, estaremos que el que camina a nuestro lado es Jesús. Vivo, resucitado, que nos resucita cada vez que pecamos y volvemos a Él. Sin consentir nunca, pero nunca, nunca, dejarnos abatir, dejándonos llenar de la alegría del Espíritu, alegría de quienes han hecho de sus vidas un camino acompañados por Jesús, pero reconociéndolo vivo.
Santiago Rodrigo Ruiz

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