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jueves, 1 de octubre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 4 de octubre, Vigésimo Séptimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
Durante los casi treinta y cuatro años de mi ministerio sacerdotal he sido testigo de centenares de bodas. Y en todas se repetía el mismo esquema: los novios elegantemente uniformados, como la mayoría de los invitados, desarrollaban nerviosos todo el ritual. Pero en la mayoría de los casos ajenos al misterio que se estaba desarrollando.
Luego uno se iba enterando de aquellos que se habían separado al poco tiempo, por “incompatibilidad de caracteres”, porque “ya no se querían”, lo habían descubierto al poco tiempo de casados, después de, en la mayoría de los casos,  una convivencia total.
Es cierto que hay situaciones insostenibles y en las que hay que cortar la convivencia. Pero en la mayor parte de los casos es porque todo ese historial no pasó de un absurdo capricho motivado por la rutina. Por eso cuando llegan los lógicos problemas de la convivencia no hay motivación para la lucha.
El amor no es algo que aparece como un huracán que lo llena todo. El amor es una planta muy delicada que hay que cuidar con generosidad, con entrega, e incluso con momentos de sufrimiento. Pero si somos capaces de hacerlo se va fortaleciendo, haciendo robusto, sólido y bajo cuyo cobijo nos sentimos seguros y felices, plenamente felices. Pero es un cuidado que ha de durar toda la vida.
Y en ese cuidado está Dios como sostén, como fuerza constructora que todo lo solidifica, como empuje en los momentos de debilidad, como aliento en los cansancios y fatigas. Porque Dios es el amor mismo, el amor auténtico. Ese amor que Cristo nos manifiesta, pero un amor que no renuncia a la cruz para llegar a triunfo definitivo de la vida.
Porque el plan de Dios es un proyecto de amor y de ayuda mutua que no cuenta con la separación, sino con una unión estable y permanente en la fidelidad. Así es de radical el ideal propuesto por Jesús para el hombre. El de un corazón que da y que crea vida y esperanza, un corazón que se expande hacia la persona amada y que se hace uno con ella.
En una ocasión un amigo me recordaba su enorme desencanto, al observar el fracaso de la mayoría de sus sueños y proyectos. Me costó Dios y ayuda convencerlo de las inmensas posibilidades de su existencia. No se puede perder la ilusión si se quiere seguir viviendo constructivamente.
Conviene saber que la cruz es el camino de la luz y que la puerta del sufrimiento da entrada a regiones de felicidad. No estamos condenados al fracaso. Siempre hay una luz abierta, una mano tendida, una esperanza posible.
Lo que pasa es que hay que saber dar sentido a la propia vida. Dar sentido a la vida es tan importante como la vida misma. Pueden cambiar los valores, llegan a desaparecer algunas ilusiones, tendrán que variar antiguas creencias, pero por encima de todo, es preciso que sepamos mantener la ilusión de vivir. Es preciso levantarnos cada día dando un sentido a nuestra existencia.
El hombre fue creado para el amor, porque surgió del amor perfecto. Por eso su lucha y su meta es la búsqueda del amor. Que siempre lo vamos a encontrar si ponemos a Cristo como el origen de nuestra búsqueda. Que nuestra existencia sea una existencia en Cristo. En Él está la dicha verdadera, porque encontrarnos en él es la meta de la vida, la vida plena y feliz, para la que fuimos creados, para la que estamos sobre la faz de la tierra.

Santiago Rodrigo Ruiz

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