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viernes, 23 de octubre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 25 de octubre, Trigésimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO

Aquel ciego pasó de la oscuridad a la luz del no ver a nadie a poder verlos a todos, de no saber como eran las cosas a disfrutar de ellas. Y todo porque busca a Jesús y éste cambia su ruta para a cercarse al ciego.
El evangelio ha registrado nombres de muchas personas que se encontraron con Jesús y a partir de ese encuentro cambiaron sus vidas, porque se encontraron cara a cara, corazón a corazón, frente a frente.
Bartimeo es ciego y mendigo, está en la cuneta de la vida. Pero una esperanza loca eleva su miseria. Se levanta de un salto, deja su manto, todas sus posesiones, y se pone a gritar, a suplicar, a llamar a Jesús desde su esperanza: “¡Hijo de David, ten compasión de mi!”
Quiere ver que rostro hay detrás de esa voz, quiere saber como es la mirada de ese hombre que le espera, quiere reconocer la palabra de Jesús como camino y verdad y está seguro de que esa palabra es también luz que puede sacarlo de su noche, que puede arrancarlo de las tinieblas que lo rodean.
Casi veinte siglos después, si queremos, podemos tener nuestros encuentros personales con Jesús, con su palabra, con su mensaje, pero para ello hemos de partir de nuestra fe en Él. Esa fe que es un salto desde nuestras ciegas seguridades hacia el riesgo de una promesa que nos arranque nuestras frías seguridades a la aventura de descubrir en Jesús el auténtico amor de Dios, ese amor que nos tiene como Padre, deslumbrarnos con su palabra y su vida y el programa existencial del Evangelio.
El ciego es figura de cada uno de nosotros. Hay tanta gente ciega hoy día, gente ciega a la que se le pone todo tipo de obstáculos, a los que se les dice que se callen, que no busquen a Jesús, que no anhelen la luz y la vista, para que no encuentren a Jesús y en Él un sentido completo de nuestra existencia.
Pero Jesús sigue pasando a nuestro lado, y quiere oír nuestra voz suplicante, llena de inquietud. Una voz que sigue clamando ¡Ten compasión de mi!
Porque por muy negras que sean las circunstancias, por muy negra que sea la situación en la que vivimos la mayoría de nosotros hoy día, siempre nos espera la luz. Una luz que parte, como el ciego del Evangelio, de la fe del corazón, de la seguridad de que Jesús nos puede sacar de nuestra ceguera.
Y a partir de ese momento hay que aprender a ver. A valorar la belleza que nos rodea despojándola de la fealdad con la que tantos la quieren cubrir. A ver la belleza que hay en el corazón de los hermanos, porque en esos corazones, por mucho que se los quiera enmascarar, está la semilla de Dios.
Nadie nos podrá impedir, como a aquel ciego, sentir la caricia del Maestro que nos quiere arrancar de nuestras oscuridades, de nuestras cegueras.
Arrancarnos la ceguera del pesimismo para vivir en la luz de la esperanza. Librarnos de la ceguera del temor, para ir la luz de la libertad y de la ilusión. Salir de la ceguera de lo triste para disfrutar de la belleza de Dios que nos rodea por todas partes, desde la alegre mirada de un niño llena de ilusión.
Pero sobre todo arrancarnos de la ceguera que cierra nuestra alma, esa ceguera que nos hace sentirnos muy buenos y que nos niega la luz de la conversión. Arrancarnos esa oscuridad y dejar nuestro corazón siempre dispuesto para servir al hermano más necesitado. Porque hemos sido capaces de ver en él la mirada suplicante de Cristo que nos acaba de dar su luz a raudales.

Santiago Rodrigo Ruiz

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