Menu

jueves, 10 de septiembre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 13 de septiembre, Vigésimo Cuarto del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXIV DE TIEMPO ORDINARIO

Parece casi una fijación en cada homilía, en cada comentario que hacemos a la Palabra de Dios, fustigar las conciencias, dar pautas de comportamiento para ajustar nuestras vidas al plan de Dios. Y creo que eso está bien y que es necesario para no tener una fe, una religiosidad que no pase de los labios y del cumplimiento de algunas normas.
Pero nos detenemos pocas veces en la alegría del Evangelio, en el gozo de ser hijos de Dios, en la dicha de saber que el mismo Dios se hace hombre para nosotros, para hacernos partícipes de su vida inmortal, para divinizarnos y poder mirar a nuestro Hacedor cara a cara.
Es la inmensa alegría de conocernos como miembros de la familia de los hijos de Dios, de saberlo a Él compartiendo nuestro día a día, llorando en nuestro dolor, riendo en nuestro gozo, siendo fuerza constante que nos empuja a los brazos del hermano, que sean unos brazos amorosos, tanto los suyos como los nuestros para que el abrazo sea definitivo.
La escena de Cesarea es magnífica. Jesús es reconocido como el Mesías, como Dios-con-nosotros, como el Enviado definitivo de Dios, Dios mismo. Por eso cuando comienza a explicarles como ha de ser el golpe definitivo contra la muerte, un golpe que se dará en la cruz, Pedro no lo entiende, quiere convencer a Jesús que eso no puede ser así.
Lo que pasa es que cuando Pedro lo confiesa como el Mesías, es un mesías hecho a su imagen, acoplado a sus gustos y perspectivas, no un Mesías según Dios. El no se da cuenta de que el mesías que tiene en su mente no le puede dar una salvación definitiva, que lo que le puede dar se queda limitado a esta vida, a esta realidad cotidiana.
Pero el Mesías de Dios, el que hecho hombre va a morir en la cruz, será el que resucite, el que de la vida definitiva. No es un Dios a la medida de los hombres, es un Dios real, es el Creador de todas las cosas, el principio y fin del universo, el que te pide que te identifiques totalmente con Él para gozar ya de su gloria, como se goza cuando nuestra vida se hace amor, a Dios y al prójimo.
Eso es que dice Juan, que no nos podemos quedar en las meras palabras, que tenemos que pasar a los hechos en nuestro amor al hermano, especialmente al hermano que más sufre y que más nos necesita. Porque si nos encarnamos con ese hermano lo sentimos en nuestra propia carne, como hizo el mismo Dios al hacerse uno de nosotros, al hacerse carne de nuestra carne, sin disimulos, sólo por puro amor nuestro, amor total, amor que se entrega sin límites ni condiciones.
Por eso, como decía al principio, nuestra fe no es una fe de cumplimientos para tener a Dios contento. Nuestra fe es una fe de dicha, de gozo, pero gozo de verdad, gozo total.
Como se goza cuando somos capaces de ver hermanos en los otros, hermanos que nos acompañan en el camino de la vida. Como se goza sabiendo que Jesús camina a nuestro lado, vive junto a nosotros. Un hermano entre los hermanos, un abrazo fraterno más entre los abrazos fraternos. Pero de igual a igual, no un abrazo de “caridades”, sino de auténtica Caridad. Ese amor que Dios no nos ha escatimado. Pero un amor a la medida de Cristo, no a nuestra medida, a la medida de aquel que no escatimo ni su propia vida, para darnos a nosotros una vida ilimitada. Y eso si que motiva nuestra alegría sin fin.

Santiago Rodrigo Ruiz

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cualquier comentario ofensivo o fuera de lugar será eliminado inmediatamente. Este es el blog de una parroquia, por lo tanto pedimos respeto por lo que en él se exprese.