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jueves, 3 de septiembre de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 6 de septiembre, Vigésimo Tercero del tiempo Ordinario

DOMINGO XXIII DE TIEMPO ORDINARIO

En Ocasiones pienso que esto de ir de sordomudo por el mundo tiene sus ventajas. Te aíslas en tus gustos, en tus afectos personales, en las actividades que más te gustan y las que más beneficios te producen. No te enteras de lo que te rodea; del sufrimiento del mundo, de la gente que lo pasa mal, de tantos hermanos que están junto a ti necesitándote. Lo que es lo mismo, te creas un mundo, el mundo más grato y placentero posible.
Claro que te has metido en la más profunda de las soledades. No eres capaz de captar la belleza que te rodea, vives ajeno al amor que te ofrecen, no saboreas la alegría que está a tu lado. Te pierdes el gozo de ayudar al hermano, el calor de estrechar su mano agradecida, de dar y recibir misericordia, esa misericordia que sale de Dios y que llega a todos los que tienen el corazón abierto.
Esa sordomudez voluntaria es como el coma inducido que, en momentos graves, lo médicos aplican a ciertos pacientes para que el organismo lleve el ritmo más lento posible. Pero el peligro es que ese coma inducido te lleve directamente a la muerte, a la muerte del alma, que es bastante más grave y trágica.
El sordomudo es imagen del mundo. Un mundo que no quiere oír aquello que le desagrada, un mundo que se calla para no tener que comprometerse ante situaciones de injusticia, de atropellos de los derechos de los más débiles y desposeídos. Un mundo sordomudo que no habla, y si habla lo hace con grandes palabras, palabras que no comprometen, que no bajan a la tierra, al día a día de aquellos que precisan la ayuda inmediata.
Pero lo más trágico es que muchos cristianos estamos en esa situación de sordomudez, voluntaria, provocada, que nos mantiene al margen de todo sufrimiento, de todo lo que incomoda, de todo lo que no es grato. Sordomudos que quieren hablar con Dios, pero que no quieren escuchar lo que Él dice.
Y Cristo grita una y otra vez: “Effeta… ábrete”. No seáis sordos, no estéis mudos. Jesús no sólo se acerca a nosotros con su Palabra espiritual, sino que además nos toca. Quiere curar nuestra alma. Quiere enternecer nuestro corazón. Quiere que lo oigamos todo, que nada se nos escape, que todo llegue a nuestras entrañas y a nuestra mente. Quiere meter sus dedos en lo más profundo de nuestro ser, como lo hizo con el lisiado del evangelio. Quiere poner su saliva divina en nuestra lengua, para que no deje de hablar, para que no pare de proclamar su misericordia por todo el mundo.
Porque Jesús no deja de trabajar nuestra lengua y nuestros oídos, pero es preciso que nosotros colaboremos. Jesús pide al Padre que sea parte de este hacer, que sea copartícipe del milagro. Grita, no ha parado de gritar en toda la historia del mundo, “Effeta… ábrete”.
Es urgente que los cristianos escuchemos esta llamada de Jesús. No son momentos fáciles para su Iglesia. Se nos pide actuar con lucidez y responsabilidad. Por eso sería funesto mantenernos sordos a su llamada, desoír sus palabras de vida, no escuchar su Buena Noticia, su Evangelio, no captar los signos de los tiempos, vivir encerrados en nuestra sordera, cómodamente sordos, astutamente mudos. Jesús precisa de todas nuestras bocas para ser su boca, precisa de todos nuestros oídos para ser sus oídos. Por lo que no podemos parar de pedirle que abra nuestros labios, que despeje nuestros oídos, que ponga nuestros corazones en carne viva para que lo sintamos con intensidad.

Santiago Rodrigo Ruiz

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