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martes, 17 de marzo de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del 19 de Marzo, Solemnidad de San José

SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ

Desde el principio, Dios se ha valido de muchas personas para hacer constar su amor a los hombres y su misericordia infinita. Hombres y mujeres que sólo tuvieron como objetivo la llamada divina en cada momento de la historia.
Los patriarcas siempre escucharon su voz, siempre estuvieron dispuestos a dejarlo todo, sus casas y tierras, y, con sus familias, iniciar el camino hacia aquellos sitios que se les había marcado para seguir creando ese pueblo de Dios, en que Él plasmaría la realidad de su redención definitiva.
Los profetas, voz por la que el Espíritu Santo fue manifestando la voluntad salvífica divina. Perseguidos, maltratados, asesinados por aquellos que no aceptaban la voluntad divina, que no querían vivir según Dios, pero que querían quedar ante la gente como personas justas. Desenmascarados por los profetas, a los que nunca se les silenció, porque cuando uno desaparecía, aparecía otro con más fuerza, porque al Espíritu Santo no se le puede callar.
Los jueces, hombres y mujeres, que actuaron según la voluntad de Dios y encaminaron por la senda de la verdad al pueblo, que una y otra vez se desviaba del camino de la vida.
En la cumbre de los tiempos, Dios decide culminar su redención, darle al hombre su salvación definitiva. Hacerlo él personalmente, pero desde la cercanía al hombre, con su lenguaje. Siendo Hombre entre los hombres, haciéndose carne en esa misma carne que Él había creado.
Y para eso funda una familia, el espejo de todas las familias de la historia, porque su base es el amor de Dios. Y al frente de aquella familia, en la que la misma Palabra divina hecha carne será el centro. Nacido de una mujer perfecta, cuidada e incontaminada del pecado, purísima desde su concepción. Y a un hombre, el último de los patriarcas. José, un hombre al que Dios le pide lo que ningún judío podría aceptar, que su sangre y su estirpe se extinguiera. Que fuera padre del fruto de las entrañas de una virgen, a la que nadie había tocado sino la sombra del Espíritu Santo.
José se rebela, no entiende, no puede aceptar. Pero Dios se lo va a aclarar todo, la va a poner las cosas tan nítidas que él lo acepta. Su sí va a ser definitivo, es completar ese sí de María que cambió la historia y los tiempos.
Un hombre justo que renuncia denunciar a María a la que amaba. Un hombre generoso que renuncia a su propia familia para ser cabeza de la primera familia. Un santo porque va a educar y cuidar al Santo, va a dar nombre y casa al que todo lo ha hecho. Sin un origen claro y un final desconocido, pero con el nombre que da familia a la Iglesia. Padre adoptivo de Jesús.
La gran lección de San José es la mansedumbre, es dejarse llevar, con plena confianza por las manos de Dios. Que acepta, aunque no entiende en muchas ocasiones, ese destino paralelo al de Cristo. Un anonimato siempre activo. No pide nada para sí mismo, está al servicio del hacer de Dios sin condiciones. Trabajador sencillo, que asume la pobreza al lado del dueño del universo.
Por eso la Iglesia se pone bajo su protección. Lo quiere como padre para poder ser madre de todos los creyentes. Aprender constantemente de su disponibilidad y su silencio. Ser como él, cuerpo de una familia en la que la cabeza es el mismo Dios, una familia universal, a la que no separa ni el tiempo ni las circunstancias, porque Cristo es la base de todo el amor del hombre.


Santiago Rodrigo Ruiz

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