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jueves, 4 de septiembre de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 7 de septiembre

VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que uno se lamentaba y le afeaba a otro una faena que éste le había hecho. El otro agachó la cabeza y le pidió perdón. Esto exacerbó al primero que comenzó a decirle cosas y acusarle de de un montón de casos y detalles. El otro levantó la voz y le dijo: .-¡Basta ya! Porque al paso que vas voy a ser el culpable del terremoto de San Francisco-. Y se fue ofendido. Nosotros le dijimos al primero que con lo bien que había empezado y al final el que se fue ofendido fue el otro y él quedó como el agresor.
Cuando a una corrección le falta la fraternidad, la caridad, rápidamente se convierte en una agresión y al otro no le queda más remedio que defenderse, con lo que, no sólo se pierde la ocasión de arreglar las cosas, sino que el otro se va persuadido que el ofendido ha sido él y no ve la necesidad de enmendarse en su conducta, con lo que nosotros, por esa falta de caridad fraterna, hemos dejado las cosas peor que al principio.
Vivimos un momento en que la agresividad está a flor de piel, cuando a uno no se le someten los demás en sus decisiones y sus caprichos, por muy disparatados que sean, nos vemos agredidos y en la necesidad de defendernos del modo que consideremos necesario, sin pararnos a pensar si es proporcional o no. Viéndonos a nosotros mismos como el conjunto de las perfecciones. Algo que nos impide ver nuestros muchos defectos, la mejor medicina, la mejor escuela, para ser comprensivos con los defectos de los demás.
Es como esos militares que dicen que el mejor enemigo es el enemigo muerto, porque se elimina la posibilidad de que vuelva atacar. Sin darse cuenta de que no elimina a un enemigo, sino que justifica a los otros para que le ataquen a él de la misma manera.
Jesús no encuentra un pecado lo suficientemente grave para no ser perdonado. Es verdad que señala el pecado contra el Espíritu Santo, pero es que eso es cerrarse a toda posibilidad de perdón y misericordia, a encastillarse en la culpa para no aceptar la misericordia. Renunciar totalmente a la luz.
Pero el resto siempre es posible perdonar. Porque la misericordia es más poderosa que la culpa, porque la fraternidad siempre tiene como fruto el abrazo reconciliador. Cristo cargó con todos los pecados y con todas las ofensas, las hizo morir en la cruz para convertirlas en vida en la mañana de Pascua. Pero es que más grande que el pecado es el amor. La misericordia es constructora de vida, el perdón es el futuro fraterno en el amor.
Pero para eso hay que poner siempre a Cristo en el centro. Como el mediador, como el pacificador, como el único que nos une, que da sentido a la unidad en el amor. Si nos dejamos de llenar, de empapar, de su persona nos será cada día más fácil la fraternidad a la hora de corregir al hermano, a la hora de enmendar nuestros propios defectos, a la hora de mirar al otro no como el ofensor y el ofendido, sino como dos hermanos.
Mañana celebramos la Natividad de la Virgen María. En las letanías lauretanas y en la Salve la invocamos como Madre de Misericordia. Era preciso mucho amor, mucho perdón. Era preciso estar llena de Dios hasta lo incalculable, para aceptar como hijos, como hijos queridos a aquellos que estaban matando a su Hijo, al fruto de sus entrañas. Y ella es uno de nosotros, Dios nos ofrece los mismos instrumentos para convertir todo en esa caridad fraterna tan necesaria.

Santiago Rodrigo Ruiz

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