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jueves, 25 de septiembre de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 28 de septiembre

VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión, hace años, habíamos tenido albañiles en la parroquia, y toqué “generala” a toda la gente el sábado para colocar la iglesia para el domingo. Llegó la gente y un chico muy enfadado que se puso a trabajar. Al poco aparece la madre y le pregunta por su hermano y dice: .-Ya fastidia, el otro le ha echado un sermón a este, que no quería venir, y ahora es él el que no ha aparecido, me va a oír-. El otro estuvo toda la mañana enfadado pero trabajando a tope, al hermano “bueno” no lo vimos.
Hace poco veíamos como los políticos “buenos”, por sus intereses y por mantenerse en el poder, sin los más leves escrúpulos, echaban por tierra una ley que habían prometido, permitiendo y haciéndose cómplices, del asesinato de cientos de miles de niños inocentes cada año.
Que harto tiene que estar el Señor de tantos “buenos”, que rezan con los ojos en blanco, casi a punto de levitar, y luego actúan como el mayor de los paganos, o de los no creyentes. Tantas devociones, tantas misas, tantas pías reuniones y luego, en lo práctico, en lo cotidiano, una vida totalmente alejada de Dios. Pero convencidos de su bondad y mirando al resto por encima del hombro. Con qué pena tiene que mirar el Señor, aunque a Él no lo engañamos en ningún momento.
Imagino que el padre de la parábola ya conocía a sus hijos. Escucharía al primero con una triste sonrisa y al segundo con cariñoso reproche, pues sabía quien lo iba a obedecer y quien no.
Creo que es el momento de quitarnos esas caretas que a nadie engañan, de mostrarnos tal y como somos. Reconocer nuestro pecado, nuestra infidelidad a Cristo, ser sinceros y realistas con nosotros mismos, como ese retrato que se hace Antonio Machado:
“Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una… 
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.”
Porque la autenticidad de la persona no tiene precio. Ir por la vida sabiendo de nuestras virtudes y de nuestros pecados, reconociendo éstos y luchando por superarlos. De esta forma irán emergiendo esas virtudes que Dios puso en nosotros. Pero para eso nos hace falta la valentía suficiente de mirarnos el alma y vernos tal como somos.
Es tan absurda la postura de los dos hijos de la parábola. El cinismo del primero que promete lo que nunca tuvo pensado cumplir, la rebeldía estúpida del segundo que hace sufrir sabiendo que va a hacer lo correcto.
Es preciso escuchar nuestro corazón, pero en consonancia con el corazón de Cristo, y darnos cuenta que hacer lo que Él quiere es encontrar la felicidad de todos, la nuestra y la de los demás, mejor dicho, con los demás.
Que nuestra oración sea un diálogo real con Dios, sin formalismos ni estereotipos, una persona que habla con aquel a quien ama y de quien se sabe amado. Con realismo, a veces con crudo realismo, pero con autenticidad, que se nos note distintos porque vivimos según Cristo. Y si esto nos hace tener que dejar este estilo de vida, lo dejamos, porque de lo contrario estamos llamados al vacío, a ser, como dice el poeta, “tenores huecos”. Cuando estamos llamados a esa relación intima con Cristo, en sinceridad, plenitud y verdad.

Santiago Rodrigo Ruiz

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