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jueves, 20 de marzo de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 23 de marzo

CUARESMA, TERCER DOMINGO

Recuerdo en una ocasión en que un verano fuimos a compra paja a un pueblo de Cuenca. Cuando volvíamos con los carros cargados, uno volcó y nos quedamos sin agua. En aquella zona no había sino agua salobre, imposible de beber. Pasamos bastantes horas, hasta casi caer la tarde en que pudimos beber. Era una sed tremenda, mordíamos tallos de hierba para poder tener alguna humedad. Hubiésemos cambiado el mayor de los tesoros por un vaso de agua.
La falta de agua te puede llevar a la muerte, a una muerte dolorosa, llena de sufrimiento, pues tu cuerpo no está preparado para aguantar la deshidratación.
Pero ¿estamos preparados para soportar la sed del alma, una sequía prolongada de Dios? Y la muerte del alma es mucho peor, porque es una agonía que se puede prolongar durante años, un ir muriendo a la esperanza, una muerte a la caridad, a cualquier clase de amor. Una sequía que va agrietando lo más profundo de nuestro espíritu y que lo va sumiendo en la oscuridad del mayor  desconsuelo.
Pero lo bueno es que el manantial lo tenemos siempre a mano. Siempre tenemos a nuestro lado el manantial de la vida, la fuente inagotable de las aguas claras y puras que brotan del corazón amoroso de Dios.
Y esa es el agua que Jesús ofrece a la samaritana, ese es el manantial inagotable del que le habla a aquella mujer. Y se la ofrece porque Jesús tiene sed de nuestra sed de Él, que lo busquemos, que no nos sintamos ni un instante sin precisar de su presencia, de su Palabra, de su Espíritu en nosotros.
No hemos sido llamados para ir sedientos por la vida, para caminar sin un futuro que nos sacie en todas las necesidades de nuestros corazones. Somos llamados para que vivamos cada instante en plenitud.
Pero para eso necesitamos a Cristo en nuestras vidas. Somos “samaritanos sedientos”, con una sed que debe alimentar nuestra fe, que debe empujar nuestra esperanza, que debe entusiasmar nuestra caridad. Caminantes hacia ese pozo que es el corazón de Cristo, que nos espera anhelante, sediento de nosotros. Pero no es porque nos necesite, sino porque sabe que sólo en Él podemos encontrar la dicha a la que somos llamados desde el principio de los tiempos.
Y cuando llegamos a esa fuente no hay profundidades que nos impidan saciarnos. No es preciso un cubo que nos saque el agua. Ya que es un manantial que brota con tanta fuerza que empapa a todo el que quiere beber de Él.
Cristo en la cruz gritó su sed, pero no de algo que mojara sus labios secos, sino del deseo de nuestros corazones para acercarnos a aquel manantial de amor y de vida. Gritó su sed para excitar la nuestra de su amor. Porque nos estaba ofreciendo el único manantial de amor en el que poder satisfacer el amor que precisa nuestra vida.
La escena de Jesús junto a aquel pozo con la samaritana, es la de cualquiera de nosotros con un vacío en el alma, junto a aquel que puede llenarlo, junto a aquel que puede satisfacernos de lo que realmente llena nuestras vidas. Es quien nos da la ilusión de estrenar cada mañana como un regalo maravilloso que podemos llenar de calor para todos aquellos que se van acercando a nuestra existencia.
Esa fuente que no se agota, y que cuando no nos acercamos a ella sigue manando para que podamos ver que sólo en Cristo y con Cristo saciamos nuestra vida de ilusión.

Santiago Rodrigo Ruiz

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