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jueves, 30 de enero de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 2 de febrero

CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Recuerdo en una ocasión, no hace mucho, en que aparece en el despacho una pareja muy joven con un niñito, estaban nerviosos y muy cortados. Le hice unas carantoñas al niño y relajé el ambiente. Me dicen que no están casados y por ahora no pueden, pero que quieren bautizar al niño, si sería posible. Les dije que habían hecho un milagro y pedían otro. Se habían puesto casi a la altura de Dios y habían creado una vida, una maravilla, es decir un milagro. Y pedían otro, hacer de esa preciosidad un hijo de Dios, por lo que cuando pasasen a la iglesia lo hiciesen con orgullo y alegría. El otro tema era menos importante y ya hablaríamos. Se fueron con cara de felicidad, la felicidad de la gente sencilla.
Cuando la Virgen y San José con el Niño en brazos pasaron al templo, no salieron a recibirlo los sacerdotes ni los maestros de la ley. Esos que llevaban siglos anunciando ese momento precisamente. Sencillos con su pobre ofrenda, pidiendo la entrada en el pueblo santo para su Hijo. Quien era la santidad y el sentido de aquel pueblo, creado precisamente para recibirlo a Él.
Harían cola con los demás padres que llevaban a sus hijos para ser circuncidados y que les impusieran el nombre. Y le pusieron Jesús, el nombre sobre todo nombre, ante el que se dobla toda rodilla en el cielo y en la tierra.
Pero no pasaron inadvertidos. El anciano Simeón se da cuenta de que ha llegado la luz de las naciones, la esperanza de todos los pueblos, la alegría de todas las gentes. Que ese Niño es la salvación definitiva y verdadera que se estaba esperando. Y lo toma en sus brazos, y bendice a Dios, y le dice a su Madre que esta salvación vendrá antecedida de dolor, pero que este Niño es la bendición definitiva de ese Dios que ama entrañablemente al hombre.
La anciana Ana también reconoce a ese Niño que entra al templo. Y avisa a todos, vibra de alegría y de emoción porque su esperanza estaba justificada, porque ven el cumplimiento de la promesa divina.
Nos pasamos la vida buscando a Dios en las cosas espectaculares, vamos a este sitio o al otro en el que ha ocurrido algo prodigioso, algo que se salga de lo común, buscamos signos y milagros que nos den la certeza de que Dios actúa.
Y no nos damos cuenta de que sale constantemente a nuestro encuentro en lo cotidiano. En tantas personas que piden, que esperan de nosotros una esperanza, una simple sonrisa. En tantas personas que quieren de nosotros el fin de su soledad, nuestra comprensión, nuestra acogida.
Como aquel día en el templo de Jerusalén, Jesús se acerca discreta y modestamente a nuestra vida, sin empujar, sin avasallar. Con la mansedumbre de quien sólo quiere ser amado en los hermanos. En ese parado que se ha quedado sin nada. En ese anciano “aparcado” en la residencia y al que nadie visita. En esos niños que ven su futuro lleno de nubarrones y su presente pleno de tristeza. En tantos y tantos hermanos nuestros, que, como Jesús aquel día, pasan inadvertidos para aquellos clanes que se sentían plenos de santidad. Pero que no pasan inadvertidos para los que, como los ancianos Simeón y Ana, tienen un corazón sensible y su esperanza en el Dios del amor. Como ellos no nos distraigamos, que no pase Cristo inadvertido a nuestro lado. Que, como ellos, lo descubramos y volquemos todo nuestro amor. Un amor que volverá a nosotros multiplicado hasta lo infinito.

Santiago Rodrigo Ruiz

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