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viernes, 10 de enero de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 12 de enero, Bautismo del Señor

EL BAUTISMO DEL SEÑOR

Recuerdo en una ocasión, preparando unos bautizos, uno de los que estaban allí preguntó, cuantas reuniones tuvo Jesucristo para que Juan lo bautizara. Yo le dije que más que nadie, pues desde el pecado de Adán, Dios se había preparado para la Encarnación de Cristo y para darnos la salvación definitiva.
Tenemos que reconocer que es, no sólo maravilloso, sino emotivo ver a Jesús metido en el agua como un pecador más. Como ese, en el que el pecado es imposible, asume totalmente nuestra carne pecadora, toca las llagas de los pecadores y carga sobre sí mismo todos los pecados del mundo.
Por eso tenía que sonar esa voz que atestiguaba que el que se había metido en el río como pecador, era el autor de todas las gracias, la santidad misma, la perfección más absoluta. Por lo que el Espíritu Santo tenía que aparecer, suave, como el vuelo de una paloma, para posarse sobre Él.
Es la Trinidad entera la que se manifiesta en ese momento. Es el Dios único, la Trinidad de personas, la que demuestra el amor hacia el hombre, su voluntad universal de que todos los hombres han de volver hacia él, hacia la felicidad perfecta, hacia la vida sin fin.
Cristo es el Ungido, es el que ha de transmitirnos la vida divina, la misericordia inagotable. Una nueva epifanía en la que Jesús dice quien es. El Hijo de Dios, el puente hacia el Padre con la Fuerza del Espíritu Santo.
No se si somos conscientes de lo que adquirimos el día de nuestro bautismo. La limpieza perfecta de todo pecado, el volver a ser hijos amados de Dios. Recuperar la promesa, la herencia del Hijo, la eternidad de quienes han sido creados para una vida sin límites, donde la muerte no tiene ni papel ni lugar. Purísimos como la misma Virgen María.
Pero nuestro pecado nos arranca toda esa herencia, todo nuestro futuro y nuestra esperanza a cambio de nada, pues no hay bien temporal que merezca la renuncia a la vida eterna. La mayor desgracia que nos ha podido pasar es perder la maravillosa gracia con la que salimos de la pila bautismal.
Sin embargo Él nunca cierra la puerta, nunca nos da la espalda, nos quiere de nuevo junto a él. Nos ofrece la reconciliación de un modo incansable, nos perdona y nos acoge tantas veces como, después del pecado, queremos volver a él. El sacramento de la Penitencia es esa especie de segundo bautismo que Dios nos ofrece para, arrepentidos, recuperar esa herencia eterna que el amor sin fin de Dios nos ofrece.
Porque el mayor bien que el pecado nos arrebata es estar separados del amor de Dios. Vernos alejados de su calor y de su compañía, donde no hay soledad ni desamparo. Sentirnos lejos de aquel que por puro amor muere en la cruz para matar en Él toda la fuerza del maligno, todas nuestras infelicidades y desesperaciones, para decirle a la muerte que ya no tiene nada que hacer.
Por eso siempre es el momento de recuperar y renovar nuestras promesas bautismales, en las que renunciábamos a Satanás, origen de todo dolor, y manifestábamos nuestra fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios total y único que nos ama de un modo tal que nuestra mente y nuestro corazón no es capaz de medir en su totalidad. Recuperar esa limpieza de las aguas bautismales para poder sentir en nosotros la presencia de Cristo, cuyo amor es tan inmenso que no le importa que lo vean como pecador en las aguas del Jordán.

Santiago Rodrigo Ruiz

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