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viernes, 1 de abril de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 3 de abril, Segundo Domingo en la Octava de Pascua

OCTAVA DE PASCUA, SEGUNDO DOMINGO

Vivimos en tiempos de gente con fe débil, tanto dentro como fuera de la Iglesia, la gente tiene miedo de tener algo fuertemente asido. Y eso nos hace frágiles, fáciles de convencer incluso por principios que contradicen nuestra misma razón de ser y que nos hace ir dando tumbos de una idea a otra, de una creencia a otra, algo que nos quita la paz y nos hacer ver un futuro nebulosos.
A los discípulos, tras la muerte de Jesús, les pasa lo mismo. Ellos creían otra cosa distinta de lo que realmente era Jesús. Un poder con el que podrían “liberar” a su pueblo de las esclavitudes físicas, restablecer la dignidad de su raza, ahora pisada e invadida por extranjeros, pero esa forma de morir Jesús les descolocó de tal manera que se escondieron aterrorizados, esperando cualquier represalia de los otros.
Las apariciones de Jesús van a ser ese revulsivo que estaban necesitando. La realidad de Cristo es otra distinta, lo que se les ofrece es algo infinitamente más valioso, es la Vida, esa vida de la que es portador Jesús y por la cual merece la pena arriesgarlo todo.
La aparición de Jesús no comienza con una regañina por la traición y el abandono de los suyos, no les echa en cara su falta de fe. Todo lo contrario. Les da su paz, les infunde su Espíritu y les transmite su poder de perdonar los pecados, pero más importante que eso, les da su fuerza. Ahora si tienen algo real a lo que aferrarse, algo por lo que vale la pena dar la vida, algo que les aleja de sus miedos.
Por eso cuando aparece Tomás, no entiende esa euforia y ese entusiasmo de sus compañeros. Y cuando ve a Jesús, vivo a su lado, no le queda más remedio que hacer la confesión de fe más solemne de todo el Evangelio. Es al único al que recrimina Jesús, no por su conducta anterior, sino por su falta de fe, para, a continuación, inyectar en su alma la misma fuerza del Espíritu que han recibido sus compañeros. Una fuerza de fe que les llevara a dar su vida por su Señor y su mensaje.
Cuando hablamos de ateos, siempre los vemos como esos que niegan toda posibilidad de fe en la divinidad, y mucho más en Cristo y su Iglesia. Pero no nos miramos nosotros y ver cual es el nivel de nuestra fe. Si es esa fe que te lleva a rezar, a practicar una serie de ritos, pero en los que nos vemos solos, como algo de nuestro interior, al margen de nuestra comunidad que nos grita que Cristo está vivo, que nuestra fe no es sólo nuestra, sino que tenemos que proclamarla a los cuatro vientos, es que tenemos un fe bastante frágil, dependiendo de por donde sople el aire, un fe bastante “atea”.
Pero si nuestra fe es fuerte y se apoya en esa comunidad que cree y expresa con su vida esa fe. Si la persona de Cristo Vivo, es hasta el aire que respiramos. Si las dudas nos llevan a discernir y a aferrarnos más a esa comunidad creyente. Si el creer nos hace realmente valientes a la hora de hablar y vivir. Si esa fe es como el aire que respiramos y que nos posibilita la existencia. Entonces estaremos como Tomás después de su “noche oscura” y podremos proclamar con él “Señor mío y Dios mío”.

Santiago Rodrigo Ruiz

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