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lunes, 8 de febrero de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del miércoles, 10 de febrero, Miércoles de Ceniza

MIÉRCOLES DE CENIZA

Al iniciar la Cuaresma siempre la vemos como un tiempo de anonadamiento, de penitencia, casi de tristeza litúrgica, pues en las celebraciones se usa el color morado, se suprimen lo aleluyas y glorias y el denominador es la penitencia, los sacrificios, ayunos y abstinencias. Vamos casi como decía mi abuela: “estamos en este valle de lágrimas para sufrir”.
Pero es todo lo contrario, porque lo que iniciamos es el camino hacia la Pascua, hacia el momento de la renovación total, a la participación de la resurrección de Cristo. Es decir al inicio de nuestra vida eterna, la que Dios preparó para nosotros antes del inicio de los tiempos.
Sin embargo este camino no lo podemos hacer cargados de todo el lastre que nos abruma y nos hunde. Es preciso ir eliminando todo aquello que el Maligno ha echado sobre nosotros. Esas ambiciones desmedidas que nos impiden gozar realmente de lo mucho que la vida nos ha dado, esos dones maravillosos que hacen que el mundo camine hacia delante. Eliminar esos rencores, esos odios absurdos que nos impiden gozar del don más maravilloso, de lo que nos hace distintos y únicos: el amor.
Para todo eso Jesús nos propone tres ejercicios, pero llevados desde el corazón. El ayuno de todo lo malo, de todo lo que nos separa, de todo lo que hace sufrir al hermano por nuestro desamor. Ayunar de esa crítica cruel hacia el hermano, en la que sacamos lo peor de nosotros mismos, pues al intentar devaluar al prójimo caemos nosotros en lo más ruin y más bajo.
La penitencia, ese ejercicio gozoso de limpiar nuestro ser. Mirarnos por dentro, ver nuestras grandezas y miserias, para eliminar lo primero y potenciar lo segundo. Y esto con la limosna, es decir con la solidaridad, con el sentido fraterno con el hermano que más sufre, que más maltratado ha sido por las circunstancias. Solidaridad desde el amor, compartir despojándonos de tanta morralla materialista que nos hemos echado encima. Pero una limosna que no alardee y humille, sino una limosna anónima, desinteresada, que humanice y que construya justicia que nos hace grandes desde el silencio.
La oración, porque todo lo anterior tiene sentido en un diálogo, en un contacto constante e íntimo con Dios. Haciendo de la oración un eje de nuestro día a día, saboreando el amor que recibimos a manos llenas de ese Dios que es amor para nosotros. Porque la oración es la base y el sustento del cristiano, que sin un diálogo íntimo y continuado con Dios no existe.
La Cuaresma la iniciamos con el gesto de imponer ceniza sobre nuestra cabeza. La ceniza es el resto más ínfimo de todo lo que ha sido, o ha creído ser, importante, es lo más bajo, es la destrucción total del boato y la prepotencia. Y esta es la ceniza que ponemos sobre nuestra cabeza, como signo de lo que realmente tiene valor, lo que no puede arder, lo que nunca será destruido. La ceniza es el resto de todo materialismo, destruido para que prevalezca lo grande, los valores eternos, las virtudes por la que somos realmente grandes, las que nos acerca cada vez más a Dios y en Él al hermano, y eso no puede ser destruido. La ceniza que cae sobre nuestra cabeza es el fin de lo perecedero revalorizando lo eterno.

Santiago Rodrigo Ruiz

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