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viernes, 6 de noviembre de 2015

Comentario de D. Santiago a la las lecturas del domingo 8 de Noviembre, Trigésimo Segundo del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXXII DE TIEMPO ORDINARIO

Son dos momentos importantes y dos planteamientos existenciales los que está contemplando Jesús. Por un lado el deseo de poder y de importancia a costa de quien sea, y por otro la entrega humilde y total de la persona a Dios.
En la desenfrenada actividad del templo de Jerusalén, se ven todo tipo de gente. Los sacerdotes y maestros de la ley que se pasean y pavonean ante todos como los más importantes. Al mismo tiempo la gente rica y distinguida, alardeando de su generosidad y de su “amor” a Dios.
Por otro lado está la gente sencilla. La que espera en el amor y la misericordia de Dios. Son los pobres del Señor, aquellos que se ponen en sus manos, los que le dan todo lo que tienen, porque saben que todo lo han recibido del Señor. Ese grupo es representado perfectamente por la viuda, la que no tiene nada y los poquísimo que tiene se lo ofrece al Señor.
Jesús está viendo ambas situaciones, está observando la forma de ponerse la gente ante Dios. Ve a esos ricos acercarse petulantes para ofrecer grandes cantidades de dinero y esperando, más que esperando, convencidos de que Dios les ha de estar agradecido. Ve a la viuda acercarse “temblorosa” con sus dos pequeñas monedas, con miedo a que se las desprecien, y deposita en el cepillo todo lo que tenía para vivir.
Es como la viuda de la primera lectura. Se fían de Dios, saben que ponerse en sus manos en la mayor de las seguridades, y no le escatiman ni su trabajo ni sus pobres medios. Se lo dan todo porque saben que se lo deben todo.
A Jesús le irrita la arrogancia hipócrita de esa gente, con un corazón duro, gente que le dan a Dios las sobras de su vida, lo que ni necesitan ni les importa y que exigen mucho más que dan. Pero le emociona el gesto de aquella mujer pobre, y le emociona hasta el punto de ponérsela a sus discípulos como ejemplo, como modelo de vida, como la única postura válida ante Dios. La de quien sabe que todo lo ha recibido de Él y todo se lo debe a Él. No buscan honores ni reconocimientos, no esperan que nadie les agradezca su gesto, ni que el mismo Dios se lo tenga en cuenta. Y esas dos únicas monedas llevan el sello del amor y de la entrega absoluta e incondicional a Dios.
No nos equivoquemos. Hoy se dan ambos casos dentro de nuestras iglesias, dentro de nuestras comunidades, dentro de nuestros mismos grupos. Aquellos que rezan mucho, que están muy formados, que saben en todo momento lo que se ha de hacer y como y que le dan mucho de su tiempo a Dios. Pero luego su estilo de vida en nada se diferencia de aquellos que hasta alardean de su rechazo a Dios, personas que le han puesto un precio a su salvación y que una vez “pagado” Dios está obligado con ellos.
Pero también está esa gente generosa, pobre y sencilla, que miran a Dios sabiendo que todo lo reciben de Él y que sin su misericordia nada pueden y se lo dan todo, su ser y su vivir, lo que son y lo que tienen, pero por puro amor.
No nos equivoquemos. Estas personas sencillas, pero de corazón grande y generoso, que saben amar sin reservas, son lo mejor que tenemos en la Iglesia. Ellas son las que hacen un mundo más humano, las que creen de verdad en Dios, las que mantienen vivo el Espíritu de Jesús en medio de otras actitudes religiosas falsas e interesadas. De estas personas debemos aprender a seguir a Jesús. Son las que más se le parecen.

Santiago Rodrigo Ruiz

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