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viernes, 15 de mayo de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 17 de mayo, Solemnidad de la Ascensión del Señor


DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Es el culmen del Tiempo Pascual, porque la Ascensión entra dentro de este tiempo especial en el que contemplamos a Cristo resucitado. La plenitud de la resurrección, el culmen de la Encarnación de Cristo.
Jesús asciende a la totalidad de su gloria, es la coronación del ser de Cristo en todos los aspectos de su persona. Pasa a la gloria del Padre sin desprenderse de su humanidad que alcanza la más sublime de sus perfecciones.
La Ascensión del Señor no es su marcha a ningún sitio, no es ningún tipo de alejamiento, es su permanencia perfecta y definitiva entre nosotros. Es el logro de su presencia en la totalidad de su humanidad y su divinidad.
Con la Ascensión del Señor comienza su presencia eucarística. Ahora está de tal modo entre nosotros que puede ser parte y alimento en todos y cada uno de los cristianos que creen en esa presencia, que lo comen y lo viven en medio de su Iglesia, que a partir de este momento es Comunidad Eucarística.
El relato del libro de los Hechos de los Apóstoles es como si fuera una separación física, un abandono del mundo. Pero lo que se les dice es que ha terminado el tiempo de estar pendientes de Jesús y verlo sólo a Él hablar y hacer. Ha llegado el tiempo de extender por todo el mundo, por todos los tiempos la Gran Noticia, la Buena Noticia.
El momento en el que tenemos que decir a todos que el hombre ha llegado a la máxima ascensión, la de ser amado de Dios. La de saber que aquel que cargó con la cruz, el que murió perdonando, el que rompió la muerte en la mañana de Pascua, ha llegado a la plenitud de su gloria amorosa. Que el hombre sepa que está llamado a la fraternidad, porque Cristo lo ha hecho hermanos suyo, en un amor en el que cabemos todos. Y que después de una vida según Dios, todos ascenderemos en Cristo resucitado, toda la humanidad con Él y en Él.
Por eso nuestras obras, como testigos de Cristo resucitado han de estar encaminadas, no solamente al cambio de nuestro mundo, sino a sanar todos los corazones heridos por la inhumanidad del momento. Porque aunque sabemos de la maldad que existe en muchos corazones, no debemos perder ni la esperanza ni la ilusión en la transformación, de que en el corazón de todo ser humano pueda fructificar la semilla de la misericordia sembrada en él por su Hacedor.
En este tiempo tenemos que enfrentarnos al absurdo de una sociedad que tiene miedo a preguntarse cual es la meta de nuestra vida. Enfrentarnos al absurdo de ese querer vivir como si Dios fuera un estorbo, un freno al progreso y a la libertad del hombre. Sin un Dios que ame y actúe en nosotros.
Por eso lo primero es vivir desde la confianza absoluta en la acción de Dios en nosotros, como nos ha enseñado Jesús. Pues Dios sigue trabajando con amor infinito el corazón y la conciencia de todos sus hijos, incluso en esos a las que consideramos fuera, “ovejas perdidas definitivamente”. Dios no se para, a Él no lo bloquea ninguna crisis, ni material ni espiritual.
Es nuestra responsabilidad, gritar a un mundo, que en tantas ocasiones no quiere oír, que Dios sigue con nosotros, que Cristo, con la plenitud de su gloria y de su humanidad sigue dentro de todos y cada uno de nosotros. Pero sin convertirnos en un freno de su hacer, al intentar hacer presente su ser y su vivir en el mundo. La forma perfecta es siendo nosotros ejemplo y vida de docilidad en el Espíritu, en el amor al hermano, un amor que sea reflejo del gran amor de Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz

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