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jueves, 5 de febrero de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 8 de febrero, Quinto del Tiempo Ordinario

TIEMPO ORDINARIO, QUINTO DOMINGO

Jesús nunca se ha mantenido indiferente ante el dolor, la enfermedad y el sufrimiento humano. Nunca está demasiado ocupado, nunca le falta tiempo para cercarse a aquellos a los que la vida y las circunstancias está golpeando de la peor de las maneras, siente dentro de sí esos sufrimientos, los hace suyos, carga con ellos. No es un simple consolador, no es de esos que van poniendo paños calientes que sólo dan un alivio momentáneo para volver a una situación peor. Él va más allá, limpia todos los dolores, los del cuerpo y los del alma. Va eliminando a los enemigos del hombre, esos enemigos que lo quieren someter, que lo quieren deshumanizar. Por eso ese compartir de Jesús en el sufrimiento humano, es participando de esa humanidad, viviendo la humanidad en su totalidad.
Pero Jesús no se para en eso, no se queda en un activismo, ora, constantemente y con intensidad. En ningún momento interrumpe ese diálogo con el Padre. Cura, ora y anuncia el Reino, como una sola cosa, como un solo hacer, como una única misión. Porque la misión de Jesús es la salvación, la redención total y absoluta del hombre, sin diferencias, sin parcelas distintas. Es la redención del hombre total, la salvación de todo lo que puede esclavizarle, de todos los dolores y sufrimientos, de todo aquello que pueda llegar a separarlo de Dios, de lo que lo deshumanice. Porque cuanto más se aleja el hombre de Dios, menos hombre es, menos persona es, pierde su dignidad de criatura divina.
Él quiere al hombre totalmente hombre, con su grandeza de imagen y semejanza de Dios. Viéndolo como una criatura libre saliendo de las manos amorosas del Creador, como fruto del amor de Dios.
Y esa misión debemos asumirla todos. Porque somos grandes, poderosos, obra de Dios. Pero, al mismo tiempo, débiles y frágiles, necesitados, en cada momento, del concurso divino en nuestras vidas. Es por lo que nunca podemos separarnos de Él, mantenernos en una oración constante, en un diálogo ininterrumpido con nuestro Dios. Porque, cuanto más fuertes nos sintamos, más precisaremos de esa oración, más precisaremos de la cercanía del único que nos puede dar fuerzas para seguir adelante. Orantes a Jesús y con Jesús.
Al mismo tiempo que nos sentimos sanados por Cristo, hemos de sentirnos sanadores de nuestros hermanos. Como Él no nos podemos sentir ajenos a cualquier sufrimiento, a cualquier dolor que atenace al prójimo. Pues la salvación de Dios siempre nos viene ofrecida como salud, salud del cuerpo y salud del espíritu. Es algo que nos debe obligar a una condena constante a cualquier situación de discriminación a cualquier situación que atente contra la vida, el gran don de Dios, a cualquier situación que manipule esa dignidad humana que hemos recibido y que es propia de Dios, pues Él nos la dio para que pudiéramos estar por encima de todas las criaturas.
Ninguna lucha por la dignidad humana, por la defensa de la vida, de toda la vida en todos los momentos, nos puede ser ajena. Sanados para ser sanadores, para ser la manos y el corazón de Dios ante el hermano sufriente y postergado.
El Señor es nuestra salud, vino para darnos vida, para ofrecernos nuevas posibilidades, para abrirnos nuevos horizontes. Él nos ensancha el corazón y da alas a nuestra libertad. Cura nuestras heridas internas y nos invita a ser dueños de nosotros mismos y servidores de los demás. Nos ayuda a vivir la experiencia dolorosa de la vida para crecer desde la pequeñez.

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