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viernes, 11 de julio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 13 de julio

DECIMOQUINTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que un amigo me llevó a ver unos terrenos que había comprado. Era un terreno de bastantes hectáreas sembradas de cebada, y muy hermosa. Entonces le hice ver trozos en los que no crecía nada (calvas, se dice en mi tierra), entonces él me contestó: .-Son tierras tan llenas de veneno, que por mucho que se las abone o se las riegue, nunca criarán nada-.
Es cierto, parece como si hubiera almas tan secas, tan áridas que nunca están dispuestas a dar nada, a criar alguna cosecha positiva. Ni de amor, ni de misericordia, ni de nada que nos pueda acercar entre nosotros, y mucho menos a Cristo.
Pero Él sigue sembrando de forma infatigable, no le importa que el sol, las piedras, los cardos o las zarzas le discutan la cosecha. Él sigue incansable derramando su amor y su misericordia sobre todos los hombres, porque Él ve a todos los hombres como criaturas del Señor. Siembra la Palabra, siembra su persona, se siembra así mismo en todos los corazones, y espera, espera siempre, una mínima cosecha, aunque sea un solo grano, un solo gesto de amor, de cercanía amorosa. Eso le es suficiente para ver que no somos tierra árida, que es posible la esperanza, que puede llegar a él. Sigue esperando la cosecha, aunque sólo sea, repito, un único grano para ver que no todo está perdido.
Sin embargo nos somos conscientes que nuestra mayor grandeza, nuestra mayor plenitud es recibir esa siembra, ser terreno fértil, esponjoso y grato, que recibe esa semilla, para hacerla germinar con todo nuestro corazón, que de un fruto tan grande, tan abundante, que podamos alimentar con él a todos los corazones tristes y desamparados para darles una esperanza, para que sepan que Dios quiere de ellos apóstoles que extiendan su Reino y su persona a todos los tristes y desesperados, para que sepan que Dios no los ha olvidado, que son sus hijos queridos, que tienen un lugar de honor en su corazón. Para que los perseguidos, los enfermos, los abandonados, sepan que tienen una casa enorme, tan grande como es el amor infinito de Dios.
Tenemos que ser terrenos fértiles de Dios, terrenos dispuestos siempre para Dios, desbrozarnos, eliminar todo obstáculo para que caiga la semilla y la acojamos con alegría, y le demos nuestra fuerza, nuestra existencia (que hemos recibido de Dios, no por nuestro mérito, sino por su misericordia). Dejarnos absorber con alegría, que esa semilla crezca fuerte en nosotros, sin nada que retarde su crecimiento. Que la Palabra de Dios sea nuestro ser, a la que damos todo, a la que le facilitamos todo.
Y ser, al mismo tiempo, sus servidores para llevarla a todos los rincones del universo, que la espera y la necesita. Porque hoy el mundo, triste, violento y desesperado, precisa esa alegría que le permita vivir con fraternidad, esa paz que le permita el día a día mirar al otro como hermano, esa esperanza que le haga mirar hacia el horizonte con la ilusión de que es posible el Reino de Dios entre nosotros.
Hemos de ser tierra fértil de Cristo para que Él pueda sembrar en nosotros con toda libertad, en la seguridad de que daremos el mayor fruto, todo lo que se espera de nosotros. Que el hermano pueda tener esa cosecha abundante del amor de Dios. Aunque el desbrozarnos, el arrancar de nosotros el pecado nos cueste dolor, pero sabiendo que el fruto es el Reino de Dios para todos.

Santiago Rodrigo Ruiz

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