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viernes, 22 de noviembre de 2013

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 24 de Noviembre

DOMINGO DE CRISTO REY

Recuerdo en una ocasión en que en un grupo de mujeres una de ellas hablaba de las virtudes y valores de su hija. Al rato una de ellas dijo: .-Chica, estoy viendo que sólo la vas a poder casar con un rey-. Pero otra añadió: .-Con un rey es poco, con Dios-. Todos nos reímos.
Es curioso que al rey se le ponga en la tradición como el paradigma del poder, sólo un grado por debajo de Dios.
Si embargo nosotros celebramos lo contrario. La fiesta de un Rey-Dios, un Dios-Rey, siervo de los siervos. Humillado voluntariamente hasta lo más bajo, con la muerte más humillante de aquel tiempo, la Cruz. Y desde esa cruz, donde está su trono, comienza su reinado definitivo y perpetuo.
Un trono y un reinado que desconcierta a los sabios y eruditos, que humilla a los poderosos para elevar a los humildes. Un trono y un reinado que reconduce la historia a su meta definitiva, a su destino más maravilloso, que es el encuentro con su Creador.
Esa cruz es el único trono del que puede salir el amor y la misericordia sin medida, a la que el hombre mirándola alcanza la justificación, el único remedio de todos los pecados, el bálsamo perfecto de todos los sufrimientos.
Ahí está nuestro Rey, con los brazos abiertos, los brazos abiertos de Dios, para acoger, para perdonar, en suma, para amar. Desde el trono de la cruz, Jesús nos señala el camino del amor, el único camino del amor, la única ruta para llegar a Dios y al corazón del hermano.
Porque nadie que rechaza la cruz puede afirmar el amor, el auténtico amor, el amor de verdad, el que duele. Ese amor que descoloca las hipocresías, que desenmascara la falsa religiosidad, ese amor que quiere darse enteramente, que brota de nosotros, a imagen de las llagas de Cristo, de un modo incontrolado y que busca el corazón necesitado, sin selecciones, sin conducciones.
Si asumimos esa cruz seremos reyes con Cristo. Si aceptamos ese sacrificio de modo amoroso e incondicional, como lo aceptó Cristo, nuestra cruz se convertirá en trono, el único trono que Dios acepta, el único trono desde el que Jesús es reconocido como Rey.
Si asumimos esa cruz, la de gastarnos por el hermano, mirando sus ojos, no su nombre, ni quien es, sino con el nombre que nos hermana a todos, con el nombre que nos hace fraternos, el de hijos de Dios. Desde esa cruz si uniremos el cielo y la tierra, como se unen en la cruz de Cristo. Si uniremos corazones, si iremos haciendo entre todos el Reino de Dios.
El reino de Cristo comienza en las humildes pajas de Belén, se va desarrollando por aquellos caminos, se sublima en la Cruz, se nos concreta en la Eucaristía, donde se prolonga por los siglos de los siglos. En ese Reino nos quiere Dios a todos. A él llegamos portando nuestra cruz personal, la cruz de cada día, en la que seremos elevados, no como un castigo doloroso, sino como un don. Porque en esa cruz es donde podemos mirar a Jesús directamente a los ojos, donde Él nos mira a nosotros  a los ojos, donde nuestros amores se mezclan y confunden.

Santiago Rodrigo Ruiz

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