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jueves, 26 de septiembre de 2013

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 29 de septiembre

DOMINGO VEINTISÉIS DEL TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión, no hace mucho, en que me contaban en el equipo de Cáritas Parroquial, como siguiendo una familia vieron que en la casa no había más que los alimentos que se les daba. Entonces fueron y le compraron algo de carne, pescado y, sobre todo fruta. Me explicaban como los niños miraban con ojos como platos la fruta y decían: .-Mira, mamá, naranjas, naranjas-.
Viven en nuestro pueblo, nos cruzamos con ellos, los niños van al colegio Garcilaso, son vecinos nuestros, nuestro día a día. No son gentes lejanas, en tierras remotas, de países en situaciones especiales. Son los nuestros.
A partir de entonces se sigue más de cerca los casos en los que hay niños, para que tengan una alimentación, dentro de nuestras posibilidades, lo más completa posible. Lo comentaba en una preparación de bautizos y se extrañaban que estos casos ocurran aquí, “en Griñón”.
Porque el rico del evangelio no hizo nada de malo. Vivía en su mansión, sin meterse con nadie, el dinero con que banqueteaba y se daba lujos era suyo, no se lo había robado a nadie. Cual fue su pecado, por qué Dios lo manda lejos de si. Un corazón seco, el veía, como nosotros lo vemos constantemente, la pobreza y la miseria. Era consciente, como lo somos nosotros, de que su ritmo de vida lo llevaban muy pocos. Pero cerraba los ojos, no veía, porque no quería, como aquellas personas de mi reunión, lo que le molestaba, lo que le podía inquietar su conciencia, lo que podía hacer que su banquete “se le indigestase”. Para eso lo mejor era no saber, no quería saber para no tener que interpelarse, para no tener que hacer un examen de conciencia, para no verse culpable al sentir que estaba consumiendo lo que era del otro, para no sentir que su despilfarro, sus lujos, eran el hambre del hermano. Había abierto una sima infranqueable, un abismo de desamor.
Y ese abismo de desamor lo mantiene alejado de Dios. Y ve a Lázaro en el seno de Abraham, en el amor de Dios que nunca le faltó, en la cercanía de ese Padre que siempre estuvo a su lado.
Porque Dios pasa hambre en el hambriento, soledad en el abandonado, injusticia en el marginado. Dios sigue tendiendo la mano mendicante a nuestras conciencias. Pero hemos abierto una sima tan profunda que no nos llega, un abismo tan infranqueable que impide que la ternura ablande los corazones que se han ido quedando secos poco a poco.
Es el abismo que separaba al rico de la parábola de Jesús, del pobre Lázaro. Y cuando pide el consuelo se le dice que es imposible, la sima que él abrió no se puede cruzar.
Es curioso que la parábola de Jesús sea la realidad que nos rodea hoy, tal vez con más fuerza que nunca, con más virulencia y crueldad que nunca. Pero también la sima es más amplia y profunda. Vemos a los Lázaros de hoy, desnudos y hambrientos, enfermos y solos. Y lo más que nos permitimos es arrojarles las migajas de nuestras mesas (un bocadillo a los pobres), a ver si les llega. Sin darnos cuenta de que, en realidad, de quien nos estamos alejando es del corazón amoroso de Dios que vive en el pobre.

Santiago Rodrigo Ruiz

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