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viernes, 25 de octubre de 2013

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 27 de octubre

DOMINGO TREINTA DEL TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión, siendo seminarista, en aquel tiempo íbamos a las parroquias para el Día del Seminario y colaborábamos en la campaña. A otro compañero y a mi nos mandaron a un pueblo grande. Llamamos a una puerta y nos abre un hombre muy arreglado. La soltamos nuestra cantinela, que pedíamos ayuda económica y oraciones para el seminario. Él nos dijo: .-Dinero no os voy a dar un céntimo, ahora oraciones un saco. Contad con quinientos “Jesusitos”, y trescientos “Gloriaspatris”. Pues no lo tengo fácil yo y lo barato que me sale-.
Hay que reconocer que es bastante fácil rezar. Nos ponemos en trance, elevamos la vista, y decimos cosas y cosas, muy bonitas la mayoría. Terminado el rezo seguimos con nuestras cosas tan campantes. Pero, en la mayoría de los casos cuando esas palabras salen de nuestra mente y de nuestros labios se esfuman. Están vacías, no transforman nuestra vida, no nos sacan de nuestro egoísmo ni de nuestra burguesía, justifican nuestro estilo de vida en este mundo que sangra de hambre y de dolor. Nuestro ambiente lo vemos natural. Como el fariseo salimos del templo felices como perdices, pero con el alma igual de seca que la entramos.
Hacer oración, rezar de verdad, es muy distinto. Porque es hablar con Dios, es una conversación entre desiguales. Un pecador ante la mayor santidad. Un ser mediocre ante la perfección absoluta. Una pequeña criatura ante el Hacedor del cielo y de la tierra.
Por eso lo primero es agachar la cabeza, reconocer nuestro pecado y suplicar la misericordia a la que no tenemos derecho y que se nos da como don. Ver en Dios a ese Padre que nos mira con amor y con exigencia. Un Dios que nos pide la conversión, el cambio de esos valores egoístas que nos hemos creado, por aquellos que nos hacen crecer como imagen suya. Un Dios dispuesto a acogernos con amor si venimos de la mano del hermano, del más pobre, del más necesitado. Con vergüenza por nuestra insolidaridad, por nuestro sentirnos con derecho a todo y sin más obligaciones que las que nosotros queramos y que no nos descolocan de nuestro cómodo estilo de vida.
Orar a Dios y con Dios, bebiendo de la fuente de su amor y su misericordia para ser transmisores de ellas. Despojados de ese pecado que el demonio nos enmascara y nos lo presenta como piedad y virtud.
Rezar viviendo la vida de Cristo, con Cristo, como Cristo. El que se muestra como siervo sufriente por nosotros. Sin alardear de su ser Dios. Con la cruz que va aumentando con nuestras faltas y nuestros pecados.
Rezar como el publicano, hambrientos de perdón, de cambio de vida, del calor de ese Padre que me quiere, pero con mi hermano sufriente al lado, curando, ayudando, compartiendo, en paz y fraternidad con él.
Y si no somos capaces de dar ese paso de conversión definitiva, al menos sabiendo que vivimos en un estado de pecado. Que no lo solucionan los rezos, por muchos “gloriapatris” que echemos. Sino Con corazón quebrantado y humillado (Ps. 50), el que nunca rechaza Dios y que valora infinitamente más que nuestros rezos y devociones.

Santiago Rodrigo Ruiz

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