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viernes, 6 de junio de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del Domingo de Pentecostés (8 de junio)

DOMINGO DE PENTECOSTES

Recuerdo en una ocasión en que visitaba a un amigo que había pasado por una fuerte enfermedad pulmonar. Entonces me contaba: .-Mira lo peor no eran los dolores, que eran muy fuertes, sino no poder respirar. Abría la boca con desesperación y el aire no me entraba, pensaba que eran mis últimos instantes. Por eso, cuando llegó la ambulancia, me sondaron, me pusieron el oxígeno y noté como el aire volvía a los pulmones, vi que lo demás no tenía importancia. Cuando me desperté de la operación y vi que estaba conectado a un montón de máquinas, aspiré profundo, y al ver como me entraba el aire me consideré curado-.
Es el aire de la vida, el que recorre todo el ser, el que renueva y vitaliza cada uno de los miembros del cuerpo.
Era Pentecostés, la fecha en que los judíos celebraban cuando Dios entregó la ley a Moisés. La Iglesia está encerrada en el cenáculo, no siente la vida, asustados y sin ningún aliciente para seguir. Rezan animados por la Madre que los acompaña y alienta.
Entonces aparece ese huracán que mueve los cimientos de la casa, ese aire que lo llena todo y que se mezcla con el fuego. Es el aliento de Dios, el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo que los penetra hasta lo más profundo, que los llena de vida y les hace salir por calles y plazas proclamando a Cristo vivo y presente en los hombres. Un grito que traspasa los tiempos y la historia. Un grito que no ha sido, ni podrá ser nunca acallado. Es la vida del Espíritu Santo que todo lo llena, que todo lo fortalece, que todo lo plenifica.
El día de nuestro bautismo se nos ungió con esa Fuerza del Espíritu Santo que se plenifica con nuestra confirmación. Nuestra vida es dejarlo hacer, no ponerle trabas ni impedimentos. Que sea Él el que vaya marcando nuestro vivir en Cristo, nuestro ser en la Iglesia. Que sea Él el que nos empuje hacia delante, en la comunión irrompible de los bautizados.
Clamar, invocarlo. Dejarle el campo libre con la insuperable grandeza de la Virgen María para que nos convierta en los “esclavos del Señor. Que nos llene con la valentía de los profetas y haga de nuestra lengua esa espada afilada que saja al mal por la mitad y que clama la Verdad. Que nos haga apóstoles fuertes de Cristo en todos los lugares, proclamando el Evangelio a tiempo y a destiempo.
Recordando la experiencia de mi amigo, que de no haber llegado la ambulancia a tiempo hubiese muerto, entendí lo que es el pecado contra el Espíritu Santo.
Es no permitir que entre ese viento en nuestra alma. Ese aire que todo lo vitaliza. Dejar que vaya muriendo, que se vaya apagando, que nuestra alma se asfixie por falta de la respiración que nos da él. Y no es que Dios ponga límites a su perdón y a su misericordia. Es que somos espíritus muertos porque hemos taponado la entrada del aire de Dios y ya no hay nada que salvar.
El día de mi ordenación sacerdotal, esa ceremonia larga y compleja, llegó el momento de la imposición de las manos del obispo, imposición por la que me transmitía el Espíritu para la misión que se me encomendaba, después los alrededor de sesenta sacerdotes que asistieron me fueron imponiendo las manos en silencio. Y mirad, después de más de treinta y dos años, aún siento sobre mi cabeza la sensación de aquellas manos que se posaban y que, a pesar de mi indignidad, me infundían el Espíritu Santo vivificante.

Santiago Rodrigo Ruiz

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