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jueves, 25 de septiembre de 2014

Comenzamos el curso en la Parroquia (Catequesis)

Como todos los años por estas fechas queremos comunicar a todos los papás que el comienzo oficial del curso será el próximo día 5 de octubre (domingo) para los niños de segundo y tercero de Comunión y para todos los de Confirmación. Cada catequista se pondrá (si no se ha puesto ya) en contacto con vosotros para concretar más, aunque en general la cita será a las once de la mañana en el Centro Parroquial.
Los niños que hicieron su Primera Comunión en este año 2014 también están citados para quien quiera continuar con su formación de cara a la Confirmación.

Recordamos a los niños que este año comienzan segundo de Comunión que a partir de este curso la asistencia a misa es obligatoria, tanto para los que tienen su catequesis el domingo por la mañana (antes de la misa) como para los grupos de entre semana (en este caso los catequistas esperarán a los niños a la entrada de la Iglesia Parroquial desde 10 o 15 minutos antes del comienzo de la Misa de 12:30). Al acabar la misa NINGÚN NIÑO PODRÁ MARCHARSE SI NO VIENE UN ADULTO A RECOGERLO, rogamos a los adultos que recojan a los niños que lo hagan en el interior de la Iglesia (por favor, en silencio, no olvidemos donde estamos)  y que se dirijan al catequista y no a los niños, para evitar despistes.


Los niños que quieran comenzar este año su preparación para la Primera Comunión (nacidos en el 2007),  deberán entregar la ficha que figura al pie en los días 19 y 26 de septiembre y 3 de octubre en el Centro Parroquial, situado en la C/ Iglesia nº 1, entre las 17:00 y las 18:00 horas.
Para casos especiales (hermanos que quieran hacer la catequesis juntos, niños de mayor edad, etc) rogamos consultar con la Coordinadora de Catequesis, Inmaculada Agenjo en el teléfono 635179653 o bien en los días arriba indicados en el Centro Parroquial.






Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 28 de septiembre

VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión, hace años, habíamos tenido albañiles en la parroquia, y toqué “generala” a toda la gente el sábado para colocar la iglesia para el domingo. Llegó la gente y un chico muy enfadado que se puso a trabajar. Al poco aparece la madre y le pregunta por su hermano y dice: .-Ya fastidia, el otro le ha echado un sermón a este, que no quería venir, y ahora es él el que no ha aparecido, me va a oír-. El otro estuvo toda la mañana enfadado pero trabajando a tope, al hermano “bueno” no lo vimos.
Hace poco veíamos como los políticos “buenos”, por sus intereses y por mantenerse en el poder, sin los más leves escrúpulos, echaban por tierra una ley que habían prometido, permitiendo y haciéndose cómplices, del asesinato de cientos de miles de niños inocentes cada año.
Que harto tiene que estar el Señor de tantos “buenos”, que rezan con los ojos en blanco, casi a punto de levitar, y luego actúan como el mayor de los paganos, o de los no creyentes. Tantas devociones, tantas misas, tantas pías reuniones y luego, en lo práctico, en lo cotidiano, una vida totalmente alejada de Dios. Pero convencidos de su bondad y mirando al resto por encima del hombro. Con qué pena tiene que mirar el Señor, aunque a Él no lo engañamos en ningún momento.
Imagino que el padre de la parábola ya conocía a sus hijos. Escucharía al primero con una triste sonrisa y al segundo con cariñoso reproche, pues sabía quien lo iba a obedecer y quien no.
Creo que es el momento de quitarnos esas caretas que a nadie engañan, de mostrarnos tal y como somos. Reconocer nuestro pecado, nuestra infidelidad a Cristo, ser sinceros y realistas con nosotros mismos, como ese retrato que se hace Antonio Machado:
“Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una… 
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.”
Porque la autenticidad de la persona no tiene precio. Ir por la vida sabiendo de nuestras virtudes y de nuestros pecados, reconociendo éstos y luchando por superarlos. De esta forma irán emergiendo esas virtudes que Dios puso en nosotros. Pero para eso nos hace falta la valentía suficiente de mirarnos el alma y vernos tal como somos.
Es tan absurda la postura de los dos hijos de la parábola. El cinismo del primero que promete lo que nunca tuvo pensado cumplir, la rebeldía estúpida del segundo que hace sufrir sabiendo que va a hacer lo correcto.
Es preciso escuchar nuestro corazón, pero en consonancia con el corazón de Cristo, y darnos cuenta que hacer lo que Él quiere es encontrar la felicidad de todos, la nuestra y la de los demás, mejor dicho, con los demás.
Que nuestra oración sea un diálogo real con Dios, sin formalismos ni estereotipos, una persona que habla con aquel a quien ama y de quien se sabe amado. Con realismo, a veces con crudo realismo, pero con autenticidad, que se nos note distintos porque vivimos según Cristo. Y si esto nos hace tener que dejar este estilo de vida, lo dejamos, porque de lo contrario estamos llamados al vacío, a ser, como dice el poeta, “tenores huecos”. Cuando estamos llamados a esa relación intima con Cristo, en sinceridad, plenitud y verdad.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 18 de septiembre de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 21 de septiembre

VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que estábamos tomando café un domingo en el que se había proclamado el mismo evangelio de hoy, y una señora del grupo dice que Dios es injusto, porque si uno ha estado portándose bien toda la vida y otro se arrepiente y se convierte en el último momento, Él los “empareja” a los dos igual. Yo le dije si no había gozado toda la vida haciendo el bien, si no había gozado haciendo felices a los demás. Ella me dio que si, entonces le dije que ya había tenido aquí su paga, y lo que haya de hacer Dios, dejémoselo a Él. Otra señora la dijo: .-Hija, es que hasta a Dios le quieres llevar la contabilidad-. Y todos acabamos riendo.
Y creo que ese es nuestro error, porque queremos que los principios de Dios sean como los nuestros. Su concepto de la justicia sea como el nuestro, fulmine y olvide de una forma tajante a los pecadores, a los que nosotros vemos ajenos a nuestro modo de ser y pensar, que pasen a la lista de los reprobados sin esperanza.
Pero Dios no es como nosotros. Él espera siempre, hasta el último instante nos espera con los brazos abiertos, con su perdón y su misericordia preparados para acogernos, con alegría, sin resentimientos. Porque a Él se ha de volver con la confianza de ser acogidos en el amor, sin miedo al castigo, sin miedo a esa expulsión eterna. Volver con la pena de no haber amado más, de no haber construido más, de no haber sembrado más alegría y más fraternidad.
Porque quien convierte su vida en una entrega amorosa a Dios en los hermanos, quien hace de su vida un instrumento de paz y de dicha para el prójimo, quien ha transformado su existencia en un amor incondicional a los hermanos, no es que tenga que esperar el premio futuro, es que ya está gozando aquí de la vida de los bienaventurados porque ha hecho de su vida una presencia de Cristo.
Muchos le pasan factura a Dios por sus actos, pero es que en esos actos no ha habido amor, ha habido miedo al castigo. Es como antaño los de la hermandad de la ánimas se paseaban por las noches de los viernes del mes de octubre gritando: “Mira que te mira Dios, mira que te está mirando, mira que te has de morir, mira que no sabes cuando”. Excitar el miedo al castigo eterno a esas llamas que no acaban, al infierno implacable, pero no a ese amor infinito que es capaz de mover el mundo.
Todos somos llamados a la “viña del Señor”. Los que llegan a primera hora disfrutan todo el día de compartir y vivir el plan de Dios, de gozar de su amor desde el primer instante, de construir junto a Él. Por ejemplo, a la misa del domingo no hay que ir sólo porque es un mandato de la Iglesia, sino a gozar de la presencia de Cristo, que en el altar desarrolla el mayor milagro de amor imaginable, porque voy a compartir el cuerpo de Cristo y su Palabra con todos los hermanos y ese es el mayor premio imaginable.
En una de mis parroquias anteriores había tres hermanos que por cuestiones de herencias se pelearon y uno de ellos rompió con los otros. Murió la madre y no apareció. Cuando estaba yo en la casa haciendo las oraciones para iniciar el entierro apareció el hermano, todo fueron lloros y abrazos y los tres abrazados iban tras el ataúd. Cuando salieron de la iglesia y se fueron al cementerio, una señora me dijo: .-Que pena que la madre no haya podido ver ese abrazo de sus hijos-. Le respondí: .-Que se cree usted eso, lo ha visto y bien visto-.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 11 de septiembre de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 14 de septiembre

VIGESIMO CUARTO DOMINGO, EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

Recuerdo en una ocasión, en una de las primeras Edades del Hombre, en Valladolid, dedicada a la imaginería, uno del grupo y yo nos quedamos parados ante uno de los maravillosos crucifijos que se exponían, y me dijo: .-¿Cómo seremos capaces de seguir pecando viendo un amor tan grande?-.
Y es cierto, si algo define a la cruz es el amor. Porque la cruz no la podemos mirar sin ver en ella a Cristo crucificado y en Él el amor más grande que podamos imaginar de Dios para con nosotros. La cruz es ese nudo que ata para siempre al hombre con Dios. Es el pecado y la misericordia juntos, es el triunfo de la vida ante la derrota definitiva de la muerte.
Pero a la cruz no le podemos quitar su dramatismo. Es el signo del tormento, del sufrimiento mayor que en aquel tiempo podían imaginar. En la cruz esta Cristo agonizando, desangrado, con la boca seca, con esa asfixia que cada momento se hace más fuerte e insoportable. En la cruz está Cristo desnudo, le han arrancado su dignidad, desnudez que para un judío es la mayor de las humillaciones. Una agonía que se prolonga durante horas. Una muerte injuriosa marcándosele como un criminal de la peor calaña. No, a la cruz no le podemos quitar su dramatismo.
Pero la cruz es también victoria, es un árbol de vida. Es la victoria sobre la muerte, porque el que está ahí colgado, el que muere en esa cruz va a romper la muerte para siempre con su Pascua. Ese instrumento de muerte será el inicio de la vida, ya que la vida allí clavada no termina para siempre, todo lo contrario, en esa cruz comienza a brotar la vida como un fruto maravilloso, opuesto al de aquel árbol en el que comenzó el pecado y la muerte. Es victoria contra el pecado, ya que esa sangre que ha corrido sobre ella, esa sangre que ha empapado el suelo, es el perdón más absoluto, la misericordia más perfecta. La cruz es victoria sobre todo lo que ha sometido al hombre.
La cruz es salvación para nosotros. Como dirá San Pablo, que nuestra vida y nuestra gloria es Cristo, y éste crucificado. Nuestra salvación empieza y está en esa cruz, la que Cristo abraza y nos invita a que le acompañemos con la nuestra, para que si la aceptamos y la asumimos se convierta en salvadora con la suya. La cruz de cada día, la que nos humaniza, la que hace que miremos al hermano como tal, la que nos lleva al perdón, el dado y el recibido. En la cruz se pronuncian las frases que plenifican nuestra esperanza: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Por eso siempre que queremos marcar un lugar o una situación lo hacemos con una cruz. Las cruces que gritan desde la parte más alta de nuestras iglesias, hasta las cruces que esperan la vida plena sobre nuestras tumbas. La cruz que colgada al cuello golpea nuestros corazones.
Por eso la cruz ha de ser exaltada, venerada y adorada. Y cuando miramos la cruz vacía es una proclamación solemne de la Pascua. Porque el que murió ya no está allí, ha resucitado. La cruz que hizo que los mártires supiesen que esta vida es sólo paso a esa vida que Cristo nos marca con los brazos abiertos en ella. La cruz que hace que tantas personas dejen sus casas y su gente y se vayan a gritar a Cristo muerto en la cruz y resucitado a todos los confines de la tierra, sin mirar en sus personas, sino en la alegría del mensaje que llevan. La cruz es signo y señal de paz, porque la paz es el fruto del amor y la justicia, que manan de la cruz como su manantial inagotable.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 4 de septiembre de 2014

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 7 de septiembre

VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO

Recuerdo en una ocasión en que uno se lamentaba y le afeaba a otro una faena que éste le había hecho. El otro agachó la cabeza y le pidió perdón. Esto exacerbó al primero que comenzó a decirle cosas y acusarle de de un montón de casos y detalles. El otro levantó la voz y le dijo: .-¡Basta ya! Porque al paso que vas voy a ser el culpable del terremoto de San Francisco-. Y se fue ofendido. Nosotros le dijimos al primero que con lo bien que había empezado y al final el que se fue ofendido fue el otro y él quedó como el agresor.
Cuando a una corrección le falta la fraternidad, la caridad, rápidamente se convierte en una agresión y al otro no le queda más remedio que defenderse, con lo que, no sólo se pierde la ocasión de arreglar las cosas, sino que el otro se va persuadido que el ofendido ha sido él y no ve la necesidad de enmendarse en su conducta, con lo que nosotros, por esa falta de caridad fraterna, hemos dejado las cosas peor que al principio.
Vivimos un momento en que la agresividad está a flor de piel, cuando a uno no se le someten los demás en sus decisiones y sus caprichos, por muy disparatados que sean, nos vemos agredidos y en la necesidad de defendernos del modo que consideremos necesario, sin pararnos a pensar si es proporcional o no. Viéndonos a nosotros mismos como el conjunto de las perfecciones. Algo que nos impide ver nuestros muchos defectos, la mejor medicina, la mejor escuela, para ser comprensivos con los defectos de los demás.
Es como esos militares que dicen que el mejor enemigo es el enemigo muerto, porque se elimina la posibilidad de que vuelva atacar. Sin darse cuenta de que no elimina a un enemigo, sino que justifica a los otros para que le ataquen a él de la misma manera.
Jesús no encuentra un pecado lo suficientemente grave para no ser perdonado. Es verdad que señala el pecado contra el Espíritu Santo, pero es que eso es cerrarse a toda posibilidad de perdón y misericordia, a encastillarse en la culpa para no aceptar la misericordia. Renunciar totalmente a la luz.
Pero el resto siempre es posible perdonar. Porque la misericordia es más poderosa que la culpa, porque la fraternidad siempre tiene como fruto el abrazo reconciliador. Cristo cargó con todos los pecados y con todas las ofensas, las hizo morir en la cruz para convertirlas en vida en la mañana de Pascua. Pero es que más grande que el pecado es el amor. La misericordia es constructora de vida, el perdón es el futuro fraterno en el amor.
Pero para eso hay que poner siempre a Cristo en el centro. Como el mediador, como el pacificador, como el único que nos une, que da sentido a la unidad en el amor. Si nos dejamos de llenar, de empapar, de su persona nos será cada día más fácil la fraternidad a la hora de corregir al hermano, a la hora de enmendar nuestros propios defectos, a la hora de mirar al otro no como el ofensor y el ofendido, sino como dos hermanos.
Mañana celebramos la Natividad de la Virgen María. En las letanías lauretanas y en la Salve la invocamos como Madre de Misericordia. Era preciso mucho amor, mucho perdón. Era preciso estar llena de Dios hasta lo incalculable, para aceptar como hijos, como hijos queridos a aquellos que estaban matando a su Hijo, al fruto de sus entrañas. Y ella es uno de nosotros, Dios nos ofrece los mismos instrumentos para convertir todo en esa caridad fraterna tan necesaria.

Santiago Rodrigo Ruiz