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sábado, 30 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 31 de julio, Décimo Octavo del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECIOCHO DEL TIEMPO ORDINARIO

Leyendo el Evangelio de este domingo uno se tiene que plantear en qué basamos la seguridad del presente y del futuro. Qué tipo de seguridad queremos para mirar el futuro con tranquilidad, sin miedo.
Más que nunca se ofrecen planes de pensiones, seguros de vida, fondos de inversión. En resumen, asegurarnos los medios materiales para poder “vivir cuando no nos valgamos”. Yo no digo si esto está bien o está mal. Al fin y al cabo nos hemos pasado la vida laboral pagando a la Seguridad Social para tener una pensión en la vejez. Tener una cantidad segura de dinero para poder vivir, más o menos bien.
Sin embargo no nos hemos asegurado el futuro en nada. Tenemos una sociedad que se libra de todo aquello que no le es rentable, que le impide el gozo inmediato. Residencias de ancianos por todas partes, donde apartar a aquellas personas que nos lo dieron todo y dependen de nuestro amor, pero no lo encuentran. Y esta sociedad la hemos creado nosotros, los mayores. En un momento apartamos del corazón de los hijos y los nietos, la generosidad y la entrega amorosa. Esa que nos hizo cuidar con cariño de nuestros mayores en nuestras casas. Que mal “plan de pensiones nos creamos”.
Creo que es el momento de comenzar a gastarnos lo que somos y tenemos en esperanza y vida. Sembrar alegría en todo aquellos que nos rodea. Recuperar la generosidad y la entrega amorosa. Vivir al día en alegría, gastarla totalmente en cada jornada porque mañana podremos estrenar otra.
Ser conscientes que el amor al prójimo cuanto más se da más crece. Cuanto más damos más tenemos. Tener una inmensa fortuna acumulada en el corazón de todos, en el corazón de Dios.
Darnos constantemente, pero al mismo tiempo, empapar a los otros ese ambiente de generosidad del que Dios es el origen. Él no acumuló nada para el mañana. Se gastó totalmente en nosotros. Se nos dio absolutamente y se nos sigue dando en cada momento.
Crear esa sociedad en la que unos se puedan apoyar en los otros. Donde la seguridad del mañana se base en el amor del presente. Donde miremos al Señor como el único aval del futuro, como la única garantía que nos prometa ese futuro de alegría que se consigue, cuando se ha gastado la vida en amor a los otros, y sentirnos seguros en las manos de Dios.
Porque cuanto más nos gastamos en el hermano, cuanto más nos damos, más tenemos, más grandes somos, porque más nos vamos pareciendo al mismo Dios. Pues la vida nueva que Cristo nos propone, la entrada en el Reino, es el mayor tesoro que podemos imaginar. Pero es un tesoro que debemos estar cuidando constantemente. Con la oración, la solidaridad, la entrega a esos que la vida margina y tanto nos necesitan. Pues el mundo no va a dejar de mareando ofreciéndonos “seguridades” materiales, algo que antes o después no nos va a ser necesario. Como le pasó al hombre rico del Evangelio.
Jesús lo que les ha puesto delante es cuales son los auténticos valores de la vida paras un cristiano. Los cristianos afirmamos que Jesús es el auténtico tesoro de nuestra vida, el tesoro que le da sentido a nuestra lucha diaria, lo que nos va enriqueciendo constantemente y que nadie nos va a poder robar nunca.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 22 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 24 de julio, Décimo Séptimo del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECISIETE DEL TIEMPO ORDINARIO

Qué es la oración sino un deseo de entrar en contacto con este Dios que nos quiere, que desea estar siempre con nosotros, hablar con nosotros, estar en contacto con nosotros. Un diálogo en cercanía y en intimidad, un diálogo de aquellos que se aman y lo quieren así.
Pero la oración ha de ser manifestación de nuestra vida, de nuestro hacer. Porque si decimos “Padre nuestro”, es por dos cosas. Porque consideramos a Dios nuestro padre y porque vemos al prójimo como nuestro hermano.
¿Quién se puede atrever a llamar a Dios, Padre, si no le duele el sufrimiento del hermano, si no comparte con él todos sus gozos y sus penas, todos los medios que Dios ha puesto en nuestra vida, aquellos que nos hace felices y aquello que nos hace llorar?
Porque decir palabras es fácil, llenarlas de vida no tanto. Llamar a Dios “Padre nuestro” es fácil, sentirlo como tal y al otro como nuestro hermano, no tanto. Son palabras que nos sabemos de memoria, las utilizamos para cualquier cosa, las repetimos constantemente, incluso para que “nos toque la lotería”.
Nos hemos familiarizado tanto con estas palabras que las decimos en cualquier momento, con cualquier motivo. Es algo que nos cuesta tan poquito trabajo repetir que  lo vamos soltando como una inercia.
Sin embargo la oración del Señor es una auténtica declaración de intenciones, es manifestar públicamente lo que creemos y el por qué creemos.
Confesar a Dios como Padre, sabernos hijos suyos, declarar que su presencia es lo más alto a lo que podemos aspirar.
Reconocernos mendicantes del pan de hoy y del mañana, que no lo merecemos y por eso lo suplicamos.
Sabernos pecadores, aspirar al perdón, con la condición de perdonar a todo aquel que en algún momento nos hirió.
Pero, sobre todo, reconocer nuestra impotencia para librarnos de todo lo malo que nos acecha. Reconocer que si Dios no nos ayuda no podemos librarnos de los peligros de esta vida, peligros que amenazan nuestro futuro y nuestra esperanza.
Por eso el Padre nuestro, es la oración de la gente sencilla, de la gente que se sabe necesitada de Dios y del hermano, de la gente que suplica a Dios y al prójimo para poder caminar por este mundo con la vida que se nos ha dado para que la gastemos sólo en hacer feliz al otro. La única manera de poder ser felices nosotros.
Por eso, antes de ponernos a rezar, debemos tomar conciencia  de quien somos nosotros y de quien es Dios. Somos personas, hijos suyos y hermanos en la misma fe. Él es el Todo, lo Absoluto en nuestras vidas.
Por eso, antes de ponernos a rezar se impone modificar muchas de nuestras actitudes. Dejar de un lado la vanidad, el orgullo, la prepotencia, el clasismo… y sacar la oración desde el fondo de nosotros mismos. No rezamos para pedir y pedir más cosas, sino para el encuentro con el Padre, para escuchar al Padre, para estar con él, para mirarlo en silencio. Porque rezar es sentir la alegría de estar con Dios, palpando su compañía en la cercanía de los hermanos. Algo parecido a cuando estamos la sombra de un árbol, no hay que decir nada, sólo notar la frescura de la sombra.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 15 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 17 de julio, Décimo Sexto del Tiempo Ordinario

DOMINGO DIECISÉIS DEL TIEMPO ORDINARIO

Nos encontramos con dos personajes y dos actitudes ante la vida; Marta y María, así como la reacción del Señor que a mucha gente desconcierta. Lo fácil es “dar cosas”, lo difícil es acoger de verdad, que la persona que viene a casa comparta nuestras vidas, sea la dueña de nuestro tiempo, de nuestra atención, de nuestro cariño. Acoger en nuestras vidas, en nuestra intimidad, en nuestro ser, en nuestro ambiente más propio.
Porque tenemos miedos a ser realmente caritativos, amadores del hermano. Damos una limosna al pobre que encontramos, incluso abundante. Pero que se vaya, no hay sitio para él en nuestra vida. Ni un plato de comida en nuestra mesa, ni una cama en esa habitación que tenemos vacía.
Alguna vez cuando paseo por las calles y veo esos chales tan grandes en los que viven muy pocas personas, digo que cosas. Pero rápidamente vuelvo a mí y me digo, si yo tengo una habitación vacía con dos camas y como no venga alguna visita, siempre están vacías.
Porque acoger al que llega, pero acoger con el alma, asusta. Es más fácil dar cosas, poner una gran mesa, pero sin ofrecer lo que realmente vale. Ofrecer nuestro tiempo y nuestro espacio, darlo, dejarnos invadir totalmente.
Marta estaba de acá para allá, pero al margen de la persona que había llegado a su casa, sin darse cuenta de que el mismo Dios quería tomar parte de su intimidad, que la quería a ella, no a sus cosas, que quería compartir su corazón y su vida, que no había ido a su casa a que le dieran cosas, sino a ella misma, y eso no lo había captado.
Estamos en un tiempo en el que se para la actividad para ese descanso que se ofrece. Los medios y las empresas ofrecen  una inmensidad de actividades para que ocupemos ese tiempo en actividades, más desenfrenadas todavía.
Detengámonos, paremos las actividades y miremos como el tiempo pasa a nuestro lado lentísimamente. Miremos nuestro corazón y miremos al Señor que quiere hablarnos desde lo más profundo. Que quiere ser íntimo con nosotros, sin intermediarios, sin mediadores, cara a cara. Mirarnos a los ojos para que nosotros podamos vernos en los suyos.
El trabajo y el esfuerzo de Marta era necesario, pero en aquel momento, lo que el Señor quería era su corazón, su intimidad y su escucha.
El trabajo y el esfuerzo son necesarios, imprescindibles. Pero hay que saber parar de vez en cuando, y, como María, escuchar al Señor que quiere hablar contigo de un modo cercano, sin distracciones, sin perdernos en el hacer constante de cada día. Ser María de vez en cuando, no es convertirse en parásito, es ser valiente para dejarlo todo y escuchar a ese Dios que te quiere hablar al alma y que quiere ser acogido.
Sólo una cosa es necesaria: gozar la vida, con poco o con mucho. Es la única que tenemos, no hay una segunda oportunidad. Ese es el lenguaje de este fragmento del Evangelio y para eso llega el de improviso el Señor a nuestra casa, para que no estemos desprevenidos.
Vivir consciente y plenamente. Vivir con dignidad, descubriendo desde la perspectiva de Dios, el sentido de nuestra existencia. Vivir con esta dimensión nueva supone en nosotros una constante vigilancia. La liturgia de hoy llama nuestra atención en este punto.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 8 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 10 de julio, Décimo Quinto del Tiempo Ordinario

DOMINGO DECIMOQUINTO DE TIEMPO ORDINARIO

Nos pasamos la vida yendo a este o aquel sitio que se ha destacado por apariciones, revelaciones, etc, algo que yo no digo que esté mal, puede ser bueno. Pero es que Dios está siempre a nuestro lado, siempre es prójimo nuestro. Es mirar y verlo, descubrirlo a nuestro lado, saber que siempre nos tiende la mano en el hermano sufriente. Pero nos cuesta tanto descubrirlo.
Yo no digo que seamos como el Epulón del Evangelio. Que nos gastemos el dinero en fiestas y celebraciones (decimos que es nuestro dinero) y le escatimamos al pobre nuestra ayuda. Las migajas de nuestra mesa.
No, no somos tan falsos ni tan crueles. Nos duele el dolor ajeno, ayudamos, somos solidarios. Desde Cáritas lo comprobamos constantemente.
Pero está la pregunta del millón: ¿Vemos a Cristo sufriente en el hermano enfermo, en el hermano abandonado en su dolor? ¿Vemos a Cristo hambriento, en ese niño que se va al colegio sin desayunar, en aquellos que sólo comen una vez al día y no siempre, en los que nos rodean y no sabemos de sus carencias? ¿Vemos a Cristo desnudo y desamparado en el que ha perdido el trabajo y carece de medios, de un techo para él y los suyos, de la dignidad que da el ganarse lo que necesita y que depende de la caridad, cuando esta llega?
Porque son nuestros prójimos, los próximos, los que nos rodean. Hermanos nuestros, de nuestra sangre, porque todos hemos nacido de la Sangre de Cristo, los que nos piden ayuda abandonados en las cunetas de la vida.
Allá a finales del siglo IV, San Juan Crisóstomo, comentando este texto, le decía a sus gentes: “Cuando un pobre se acerca a ti y le niegas la ayuda guardándote el dinero, le estás robando, le estas quitando la parte que Dios puso en el mundo para él y que tú le has usurpado”.
Lo que nos quiere decir hoy el Señor, es que no podemos ir por la vida tan tranquilos, haciendo “caridades”, eso no vale. El Señor quiere que seamos prójimos del hermano que nos necesita. Que no tengamos demasiada prisa en ponernos a rezar, primero seamos “buenos samaritanos” en los caminos del hermano sufriente, que sintamos su dolor, para que nuestra oración suene auténtica, pueda ser aceptada por Dios.
No hay que irse demasiado lejos para buscar al Señor, está tan cerca, tan a nuestro lado que sólo un corazón de piedra puede negarse a verlo.
Porque cuando un niño llora por hambre o por abandono. Esas lágrimas parten del corazón de Cristo. Este no deja de darnos lecciones, porque cada vez que alguien se quita el pan de la mesa y se lo da al hermano hambriento. Es la mano de Cristo. El mejor samaritano, que nunca escatima su amor.
Pero lo más curioso es que cuando somos buenos samaritanos en el camino de la vida, cuando nos acercamos al hermano solo y sufriente, abandonado por los “buenos”. Cuando lo cuidamos y acompañamos en su sufrimiento, somos realmente felices, pero con esa felicidad que no se puede explicar, porque el bien que sale del corazón nos se puede argumentar. Es la dicha de quien sabe que está cumpliendo el papel para el que fue traído al mundo.
Porque lo contrario es frustrar el plan de Dios, pues el nos quiere aquí para el bien, para la santidad más perfecta. Y la muestra de esa santidad es ser prolongación de la mano amorosa de Cristo. Su mano acariciadora y misericordiosa para los abandonados en los caminos de la vida.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 1 de julio de 2016

Comentario de D. Santiago alas lecturas del domingo 3 de julio, Décimo Cuarto del Tiempo Ordinario

DOMINGO CATORCE DEL TIEMPO ORDINARIO

El anuncio del Evangelio tiene que ir de un modo inseparable a la paz. Pero no a cualquier paz. No a esa paz que es un intervalo entre guerras. No a esa paz que consiente el hambre, la marginación, la explotación de las personas en todos los aspectos. No a esa paz que mantiene a niños y jóvenes sin esperanza. No a esa paz que divide las personas y los pueblos en dignos e indignos. Si a la paz que hermana desde la solidaridad, la entrega generosa, la eliminación de odios y rencores. Si a la paz que permite a los hombres mirarse a los ojos con confianza y alegría, la alegría de la igualdad en todos los sentidos.
Esa es la paz que siempre anuncia Isaías. El Reino de Dios en el que todas las manos estén tendidas, nadie sea enemigo de nadie, donde la armonía esta basada en la fraternidad y la misericordia.
Y así es como va mandando Jesús a sus discípulos, como mensajeros de la paz, sembrando la paz de Dios en todos aquellos corazones que lo quieran recibir, aquellos corazones que estén abiertos siempre a una luz nueva, aquellos corazones que no ven enemigos por ningún sitio.
Siempre vemos la violencia en aquellos gestos truculentos y espantosos que motivan el sufrimiento físico. Pero ese es el primer paso de la violencia. Porque a partir de ese momento comienzan los rencores y los odios.
Podemos ver la violencia en la miseria económica y cultural, tantas gentes, tantos pueblos a los que se ha esquilmado y se les haya quitado los medios más elementales para una subsistencia física.
También podemos ver la violencia en ese afán de tanta gente de querer imponer su criterio a los demás, de someter a los otros a su dictado, lo compartan o no.
Pero la paz que Jesús va ofreciendo es una paz mayor. Es la paz del que se ha encontrado con su Dios, ha visto donde está la felicidad verdadera y una paz que ni el dinero, ni el poder le van a arrebatar. La paz del que se cruza con la gente viendo a un hermano, en el otro, alguien a quien amar, alguien de quien ha de esperar lo mejor. E incluso, cuando eso no ocurra, no pierde la esperanza y anuncia esa paz. La paz de quien camina por la existencia de la mano de su Hacedor.
Por eso hay tanta gente empeñada en arrancara Dios de la sociedad, de eliminar la influencia de la Iglesia, de descartar la fe en Cristo y todas sus manifestaciones de este mundo. Porque la paz de Cristo hace personas libres, y una persona libre no es manipulable, y eso es muy peligroso para estas gentes que quieren imponer su criterio, su ideología, su dictado. O más aún, dejarnos el alma vacía.
Es la razón por la que todos y cada uno de los cristianos debemos ser evangelizadores y buscando siempre otro más. Porque siempre seremos pocos para anunciar el Reino de Dios, para rescatar al hombre y devolverle su dignidad de hijo de Dios. La paz verdadera, la libertad ilimitada que tiene todo aquel que, desde Cristo, ha encontrado el verdadero camino para llegar al hermano y darle esa paz que lo va a hacer feliz, una paz perfecta, tan perfecta que ni la muerte la va a poder destruir. Y para eso siempre seremos pocos, porque es tan grande y tan inmenso el mensaje de Cristo que siempre nos quedaremos cortos a la hora de explicarlo, a la hora de transmitirlo. Porque siempre seremos pocos los que, con nuestra palabra y nuestra vida, manifestemos la paz de Cristo, la paz que hermana y que llega a los corazones.

Santiago Rodrigo Ruiz