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viernes, 28 de agosto de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 30 de agosto, Vigésimo Segundo del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXII DE TIEMPO ORDINARIO

Hay un hecho histórico que me gusta recordar. Durante la segunda guerra médica, en el siglo quinto antes de Cristo, tras la batalla de Platea, los griegos guiados por Temitocles comienzan a derrotar al poderosísimo ejército persa. Los generales desesperados van a consultárselo al rey y Jerjes I les responde: “Si haciendo lo que hacéis los griegos avanzan, haced otra cosa”. O lo que es igual, os estáis equivocando en todo.
Estamos asistiendo a una progresiva descristianización social. Los jóvenes han abandonado la Iglesia en masa. La familia cristiana, sus valores, sus principios, han perdido su influencia social. La asistencia a la Eucaristía dominical es minoritaria, así como a los sacramentos, y más y más… el otro día viendo un reportaje sobre la audiencia del miércoles del Papa, la plaza de San Pedro se veía poco más de un tercio, ya han desaparecido aquellas plazas a rebosar de los primeros tiempos del Papa Francisco. La lista sería larga.
Y lo bueno es que el contenido del Evangelio mantiene su valor de un modo intacto, con toda su fuerza redentora. El dogma fruto de la reflexión y la oración de siglos, así como las normas de vida canónicas, siguen siendo liberadoras y la mejor ayuda para seguir a Jesús hacia la vida eterna. Quien lo descubre así encuentra el mejor sentido posible de su vida. ¿Dónde está el problema?
Jesús lo deja muy claro en el evangelio de este domingo. Él no discute ni rechaza la ley de Moisés, en ningún momento desprecia la tradición de sus mayores, no reniega de su historia ni de sus contenidos. Lo que Jesús les echa por cara con una gran virulencia, es la falsedad de aquellos que se tenían por los más justos y virtuosos, que habían falseado y modificado la ley para su exclusivo beneficio, se quedaban en lo externo pero sin conversión personal, vivían un religiosidad vacía, sin vida, con Dios fuera de su vivir.
Por eso no es cuestión de cambiar la celebración de la Eucaristía, de hacerla más “moderna y cercana” para que la gente “se lo pase bien en misa”. La Eucaristía no es un espectáculo, es el culmen de la vida cristiana, la plasmación de la vida cristiana. Que los que la celebramos seamos ejemplo de amor y misericordia, que destaquemos en todos los aspectos de nuestra vida por nuestra solidaridad con el hermano, por nuestro desprendimiento, por un estilo de vida distinto al de esta sociedad materialista que hemos creado. Que seamos “distintos en todo”, pero con una diferencia positiva, creadora, que transmita la misericordia de Cristo, que se le vea a Él en nuestro modo de vivir.
Como en los tiempos de Jesús, no es el mensaje y el contenido de la fe el que falla, somos nosotros, es nuestro estilo de vida el que no hace atractivo al cristianismo ni a la persona de Cristo en su totalidad.
En los primeros siglos, entre persecuciones y martirios, la Iglesia crecía. Pero era porque aquellos que seguían a Cristo, sus grupos, sus comunidades, encandilaban, deslumbraban por su modo de vivir la caridad, la misericordia.
San Pablo, en el manido fragmento del capítulo 13 de la 1ª carta a los Corintios, nos deja un programa de vida según Cristo. Ese mismo mensaje que el mismo Jesús nos deja en las bienaventuranzas. Vamos a vivirlo que todas nuestras fuerzas, vamos a hacerlo programa de cada día, de cada momento. Y veremos de qué modo el cristianismo vuelve a ser ese motor que mueva al mundo. Vivir en autenticidad la palabra y la persona de Jesús y eso será “hacer otra cosa”.

Santiago Rodrigo Ruiz

viernes, 21 de agosto de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 23 de agosto, Vigésimo Primero del Tiempo Ordinario

DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO

Leyendo las lecturas de este domingo recordaba la leyenda de Penélope y su velo que nunca se acababa, porque lo que tejía de día lo destejía de noche.
Y me trae a la mente nuestras celebraciones eucarísticas. Vamos a misa, que “escuchamos” con devoción, y cuando el cura dice que podemos ir en paz se ha acabado todo. Hemos cumplido con Dios, que puede estar contento, pero ya no nos sentimos obligados a vivir como Él quiere que vivamos, nuestra vida no se diferencia en nada de los que no se consideran creyentes. Porque hemos hecho de nuestra vida de fe el cumplimiento de ciertas normas y ya está.
Vivimos en una sociedad en la que sólo priva el placer del momento. La gente vive “cómoda” sin Dios, no interesa nada que te indique que no eres una isla, que vives en una sociedad que te necesita y a la que necesitas, que has de vivir una vida en la que lo presente sea una preparación para lo futuro. Y en ese futuro Cristo está en la referencia central.
El largo discurso del Pan de Vida, que hemos estado leyendo durante cuatro semanas, nos ha marcado una vida en la que el estilo de Cristo, su mensaje, su persona es lo básico, lo que nos puede hacer realmente felices. Porque participando de su Cuerpo y de su Sangre encontramos el estilo perfecto para vivir amando. Pero amar en plenitud, tomando la frase de San Bernardo: “Amo porque amo, amo por amar”. Es decir, amar porque es lo que mejor sabemos hacer, lo que más nos gusta y más felices nos hace.
El mundo se va retirando de Dios, no le gustan “las normas”, pero eso le hace caer en esclavitudes. Huye de un estilo de vida que es el que le hace realmente libre, porque Cristo te da la libertad, pues no hay libertad más grande que la del que no le pone precio a su amor, la del que no tiene que pagar nada por su dicha. Pero para entenderlo es preciso hacerse uno con Cristo.
Aquellos que escucharon las palabras de Jesús se quedaron apabullados, algunos no entendieron y se fueron asustados al oír que sólo el que se hacía uno con Jesús tendría vida eterna. Otros se quedaron pero con un desconcierto que se pensaron que sólo con “escuchar a Jesús” era bastante, pero sólo estaban con Él de presencia. Pero los apóstoles si que entendieron aquellas palabras de Cristo. Si que fueron conscientes que era la única palabra de vida que podían oír, porque era la palabra de Dios-con-nosotros, que la única vida digna de ser vivida era la que Jesús les ofrecía, que con Él y en Él se era realmente libre.
Hoy, como decía antes, la situación es muy parecida, porque existen los mismos grupos. El de aquellos que se han ido y han abandonado todo lo que significa Jesús y su Iglesia, para caer en miles de “dioses” que los han esclavizado y que los echan, los escupen a la soledad.
El gran grupo de los “cumplidores”. Los que cumplen los preceptos al pie de la letra, los que no se saltan una norma. Pero que su estilo de vida, su forma de existir y de amar no se diferencia en nada de los primeros. Se reza, se practica, se “cumple”, pero no se vive. Es pasar hambre ante un gran plato de comida que ni se toca, porque se teme que se nos rompa esa fe.
El grupo, no demasiado grande, de los que, como Pedro, han descubierto que sólo en Jesús está la vida eterna, que darse como Él es poseerse en totalidad, que entregar la vida como Él es ser realmente libres, que vivir como Él es saborear la vida hasta la última gota, pero toda la Vida.

Santiago Rodrigo Ruiz

miércoles, 12 de agosto de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 16 de agosto, Vigésimo de Tiempo Ordinario

DOMINGO XX DE TIEMPO ORDINARIO

El pan es el símbolo elocuente que condensa en sí mismo todo lo que significa para el hombre la comida, el alimento. Porque para subsistir el hombre necesita comer y beber, así como una serie de bienes materiales, bienes que recibimos del trabajo de los demás, así como los demás lo reciben de nuestro trabajo.
El pan es el alimento que fortalece el cuerpo. Sobre la mesa se estrechan las relaciones humanas y se renuevan las amistades. El pan es vida, como lo fue para aquellos primeros seguidores de Jesús que saciaron su hambre con el pan y los peces.
En este domingo llegamos al punto culminante del discurso de Jesús en Cafarnaún, cuando afirma que Él es el pan de vida bajado del cielo y el que coma de este pan vivirá para siempre.
No es un pan cualquiera, es su carne como comida y su sangre como bebida. Es el pan ofrecido y sacrificado en la cruz. Un pan puesto en la mesa redonda del mundo, para que los creyentes en Cristo puedan comer y saciar su hambre de vida eterna. El que come de este pan se entrega como Jesús, se hace ofrenda para los hermanos.
Estamos hablando de un alimento que es la sabiduría de Dios, el que nos abre las puertas a la relación con Dios desde los hermanos. Porque a la luz de la experiencia del trato con la persona de Jesús de Nazaret, los primeros discípulos, así como los cristianos de las primeras comunidades, vieron en Jesús esa sabiduría de Dios. Él les había descubierto una serie de experiencias nuevas, imposibles de imaginar, pues Jesús ha desbordado todas las expectativas sobre por qué y por quién merece la pena arriesgarse.
Las palabras de Jesús cuando nos dice que sólo quien come su carne y bebe su sangre tiene vida en sí mismo, son una promesa. La nueva vida y el nuevo modo de saber vivir que descubrimos en Jesús, no son un sueño ni un ideal inalcanzable, tampoco un entusiasmo pasajero. Es algo auténtico, algo por lo que vale la pena arriesgarse.
La vida de Jesús es auténtica, es real, es una entrega total como Jesús que parte su pan con los hambrientos. Quien come este pan eucarístico sabe compartir el pan material. Quien come el pan bajado de cielo, realiza el milagro  de multiplicar los panes entre los hambrientos de nuestra sociedad actual. Porque el pan de vida elimina la muerte definitiva, pero una muerte que comienza aquí, en las necesidades de todos los desposeídos.
La mesa de Cristo es una mesa amplia, en la que han de sentarse todos, han de comer todos, porque hay comida para todos.
Estamos muy acostumbrados a ver en los medios de comunicación a tantos y tantos, especialmente a los niños y a los más débiles, como carecen de los medios más elementales de subsistencia. Han sido apartados de esa mesa grande de la humanidad, donde hay comida y bebida, donde hay educación y sanidad, donde hay elementos que dignifican la vida
Por eso, si queremos acercarnos a la mesa de Cristo. Si queremos comer su cuerpo y beber su sangre, ese alimento de vida eterna, tenemos que estar dispuestos a compartirnos con el hermano desposeído. Es más, tenemos que estar dispuestos a ser, como Jesús, ser comida y bebida para el hermano hambriento. Así podremos tener todos el alimento de la vida eterna.

Santiago Rodrigo Ruiz

Comentario de D. Santiago a las lecturas del 15 de agosto, Solemnidad de la Asunción de la Virgen

SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

Hoy celebramos la solemnidad de la Asunción de la Virgen, una fiesta importante dentro de las celebraciones marianas, ya que María es asunta al cielo, mejor dicho, el cielo asume a María, como Reina y Señora, pero especialmente como Madre. Así nos gusta llamarla, sentir su cariño, su ternura, ese rincón tierno donde dios ha puesto el más bello calor, calor humano, calor de Dios. Sentir a María Madre, siempre Madre.
María es Madre desde el anuncio del ángel, y mucho antes que en su cuerpo es madre en su corazón.
Es Madre en Belén, una madre pobre que no encuentra sitio para ella y para su Hijo en la posada, al que da a luz y lo recuesta en un pesebre. Su rostro es el primero que contempla Jesús, es la primera sonrisa que ve, las primeras palabras, la primera sonrisa.
Es Madre en Nazaret, donde Jesús crece, aprende a vivir en la dureza de una familia pobre, pero sintiendo el calor del cariño que lo rodea siempre.
Es Madre en Jerusalén, donde recorre las calles angustiada, para encontrar a su Niño de doce años, hasta que lo encuentra entre los más sabios de aquella ciudad a los que tiene desconcertados.
Es Madre cuando Jesús deja su hogar y su familia, para convertirse en ese peregrino que recorre las aldeas y ciudades anunciando la Buena Nueva de Dios.
Es Madre en los triunfos de su Hijo, cuando es aclamado por las multitudes. Pero también es Madre al pie de la cruz, con el corazón traspasado por mil espadas y el alma hecha jirones por el dolor y la angustia de ver a su Hijo agonizar.
Es Madre en la mañana de Pascua. Madre en la gloria de la resurrección, cuando su Hijo triunfa sobre la muerte y se hace autor de la vida.
Pero sobre todo para nosotros, es Madre nuestra. Porque Jesús nos la donó al pie de la cruz, nos la entregó para que fuese, para nosotros, el más tierno de los abrazos de Dios.
Y hoy estamos celebrando su fiesta, nuestra fiesta, la fiesta de aquellos que se han fiado de Dios, la fiesta de los que, como María, han hecho de su vida una ofrenda generosa para que Dios la haga florecer en amor y misericordia.
María, Madre nuestra, que se siente feliz al vernos querernos, al vernos ayudándonos, al vernos ser uno en los gozos y las alegrías. Que se siente feliz al vernos reunidos alrededor del altar, participando, no sólo en la Eucaristía, sino de la vida de Dios, de la voluntad salvadora de Dios, en el compromiso de ayudarnos unos a otros, de compartir cada instante de gozo con los tristes y desamparados. Ella que es Madre de misericordia.
Por eso como buenos hijos, tenemos la obligación de ofrecerle el regalo que más feliz la puede hacer. Y el mejor regalo imaginable para una madre, es ver a sus hijos quererse.
Porque esta Madre es feliz cuando las mesas de los hambrientos se llenan de alimentos. Esta Madre es feliz cuando el desnudo tiene ropa y cuando el perseguido encuentra la libertad, cuando los poderosos son rebajados hasta la altura de poder mirar a sus hermanos a los ojos.
Ella es la mujer que ha sido glorificada por Dios, la que asume el cielo, la que es asumida por el cielo, para que junto al trono de Dios haya un corazón humano, el que dio los primeros latidos al corazón de Cristo y en Él al nuestro.

Santiago Rodrigo Ruiz

jueves, 6 de agosto de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del próximo domingo 9 de agosto, Décimo Noveo de Tiempo Ordinario

DOMINGO XIX DE TIEMPO ORDINARIO

Voy a comenzar con un cuentecillo que he visto en un libro, referido al evangelio de este domingo.
“Cuentan que había un pan tierno, recién hecho, crujiente y de aspecto apetitoso. Un grupo de niños rodeaban el pan y se lo comían con los ojos; Tenían hambre. Cuando el pan vio sus ojos y adivinó sus ansias de comérselo, corrió a esconderse. Pasado un tiempo, aquel pan que huyó para no ser comido por los niños se endureció en un rincón y lo tiraron a la basura.
En cambio había un pan tierno, recién hecho, crujiente y de aspecto apetitoso. Un grupo de niños rodeaban el pan y se lo comían con los ojos; tenían hambre. Cuando el pan sintió el cuchillo que lo cortaba, pensó que se moría. Al sentir el calor de las manos de aquellos niños y su boca de hambre, se sintió alegre. Luego se dio cuenta de que no había muerto, se había transformado.
Porque el tema de hoy es el “Pan de Vida”, que fue introducido en el horno de la cruz para convertirse en pan crujiente y apetitoso, colocado en la mesa redonda del mundo para ser comido.
El alimento del pan de Dios lo vemos en la primera lectura, cuando Elías, perseguido por la maldad de la reina Jezabel, se siente hundido y pide a Dios la muerte. Pero Él le da su “pan de vida”, con el que recupera las fuerzas para caminar cuarenta días y cuarenta noches, es decir todo un proceso de conversión y de cambio, para encontrarse con Dios en su monte santo. Porque ese pan que recibió no era un pan cualquiera, era el pan de Dios, que siempre es pan de vida, y le permite vencer todos los obstáculos para llegar a su encuentro con Dios. Tenemos que tener no sólo claro, sino clarísimo que sólo el que se alimenta con el pan del cielo puede caminar sin desfallecer, porque su alimento plenifica a la persona en toda su integridad, es decir en su cuerpo y en su alma.
Los paisanos de Jesús no llegan a entender aquellas palabras, ya que no veían en Jesús nada más que a un paisano, a uno de ellos. Por lo que aquellas palabras de que Él era el pan de la vida, de que quien no lo comiera no tendrían vida pues era el pan bajado del cielo, les sonaban raras e incluso escandalosas.
La Eucaristía es el pan que nos alimenta en la totalidad, es el que nos llena en el cuerpo y en el alma. La Eucaristía es el alimento que nos une totalmente a Dios, que nos hace uno con Cristo. Es el alimento que nos da fuerzas, como a Elías, para llegar a nuestra meta. Y esa meta es vivir para siempre, es vencer la muerte y lograr aquel fin para el fuimos creados.
Sin embargo, para acercarnos a este banquete del Pan de Vida, al banquete eucarístico, es preciso una purificación, como los cuarenta días y las cuarenta noches de Elías para encontrarse con el Señor.
Es preciso ir arrancando de nosotros todos los resquicios de muerte que nos acompañan, eliminar todos los harapos mal olientes de pecado que nos ensucian. Porque no podemos acercarnos al banquete eucarístico si tenemos algo que nos separa del hermano, ya que no he sido invitado a un banquete “para mi solo”, sino un banquete en comunidad. Al que tengo que acudir vestido con las prendas de la misericordia y la solidaridad con el hermano sufriente. Vestido con la ropa del perdón que elimina roces y separaciones con el hermano, de un modo especial con el más débil y el que más sufre. Entonces si que gozaremos de ese banquete en el que el alimento es el mismo Dios.

Santiago Rodrigo Ruiz

sábado, 1 de agosto de 2015

Comentario de D. Santiago a las lecturas del domingo 2 de agosto, Décimo Octavo de Tiempo Ordinario

DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

Comenzamos este largo sermón del Pan de Vida que nos va a ocupar durante cuatro semanas. Esta larga charla de Jesús en la que va a ir dejando claro quien es Él, cual es su auténtica misión, que es lo que nos quiere dar y a donde podemos llegar si nos alimentamos de su persona y su palabra.
Vemos que la gente necesita a Jesús y lo busca, precisa de Él, hay algo que los atrae, aunque todavía no saben exactamente el qué ni para qué. Unos tal vez porque los días anteriores los dio de comer hasta que se saciaron, pero otros comienzan a ver en Jesús algo distinto, algo que los atrae y que los llama. Porque aunque el pan material sea muy importante, ellos notan que necesitan algo más, algo que lo llene, que les alimente el alma. Y es lo que Jesús les está ofreciendo, un alimento que los sacie para siempre de su hambre de vida.
Porque Jesús a abierto horizontes nuevos y ellos los han visto, han descubierto que Dios los quiere, que siempre ha contado con ellos para la construcción de su Reino en la tierra, por eso le preguntan; “¿Y qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?”. Jesús le dice simplemente que crean en Él, como el Enviado de Dios, como el Mesías, como el Salvador de los hombres. Él no les dice cosas prodigiosas, ni los abruma con signos y milagros. Les pide su fe, que lo sigan a él, lo demás es secundario.
Es curioso, como después de veinte siglos de estos acontecimientos, seguimos perdidos sin saber a donde dirigirnos, buscando sólo lo temporal, lo que nos da gozos breves, momentáneos. Pero seguimos perdidos, más que perdidos, nos resistimos a tomar el camino de Jesús, el mismo que indicó a aquellas gentes junto al lago, Jesús nos sigue pidiendo exactamente lo mismo, nos sigue reclamando las mismas exigencias. Que creamos en Él como el único Salvador, que lo veamos como él único que nos puede dar una felicidad completa.
Hemos construido una Iglesia como una enorme estructura, que es necesaria en muchos aspectos, pero que nos hacer perdernos en normas y mandamientos, buenos en sí, pero que nos alejan de una confianza total en Jesús de Nazaret. Esto que nos da una identidad nueva, distinta, una identidad que nace de una relación viva, intensa, confiada en Cristo. Porque sólo nos haremos cristianos cuando aprendamos a pensar, sentir, amar, sufrir, trabajar y vivir como Jesús.
Vivimos tiempos nuevos, tiempos distintos, tiempos en los que Jesús no es buscado, no es reclamado para lograr la auténtica felicidad. No se sabe, no se le conoce como el único que nos puede dar una vida auténtica, una vida plena, una vida que nos llena cada instante de nuestro vivir y cada partícula de nuestro ser.
Hoy ser cristiano ha de partir de una experiencia que nos identifique con Jesús. No es cuestión de ser buenos practicantes, no es de ser gente que cumple al pie de la letra todo lo que la Iglesia manda, eso vendrá después. Ser cristiano, en esta sociedad, que presume de laica sin saber exactamente lo que dice, es moverse en una adhesión a Cristo, en un contacto vital con Él. Es alimentarse de su Pan y su Palabra, como la única fuente que nos va a dar esa energía que precisamos en cada instante para sentirnos vivos, vivos de verdad.
Pero sabiendo que Dios siempre nos lo va a dar de una forma gratuita, sólo nos va a pedir nuestra fe, nuestra adhesión a su persona. Por eso no podemos ponerle nosotros condiciones a Él. La comunión con Cristo ha de partir de un amor desinteresado, que es el único amor posible.

Santiago Rodrigo Ruiz