TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Es cierto nos pasamos la vida pidiendo signos grandiosos que nos marquen el camino, que nos señalen el futuro. Esperamos ocasiones excepcionales para demostrar lo que somos. Momentos importantísimos en los que daremos la cara sin mirar los riesgos.
Y no apreciamos la infinidad de momentos, ocasiones, oportunidades, que se nos van dando constantemente. En las que Dios no deja de reclamarnos nuestra persona, nuestra fuerza, nuestro ser, nuestras capacidades y potencias. Momentos constantes de mostrarnos como hijos de Dios.
Vemos la vida de los mártires y afirmamos como nosotros tampoco cederíamos ante la persecución y mantendríamos la fe. Y no somos capaces de responder a este o a otro que blasfeman, que se burlan de nuestra fe, de nuestra Iglesia, que atacan lo más sagrado, porque “no lo consideramos oportuno”, quedaríamos mal.
Escuchamos esas grandes cantidades de dinero que se manejan, y nos ponemos a pensar las grandes obras de caridad que haríamos, cuanta hambre y cuanto dolor quitaríamos y cuanto bien haríamos. Y no somos capaces de renunciar al más simple de nuestros caprichos, a nuestras comodidades. No renunciamos a nuestra instalación, repitiéndonos una y otra vez lo poco que podemos hacer.
Escuchamos o leemos los gestos de tantas personas que se han dado a los demás de una forma total, su obra por amor a Cristo. Lo vemos emocionados y tomamos sus pensamientos como lema. Al mismo tiempo que decimos lo atados que estamos por estas o aquellas razones. Y la vida o la obra de esas personas no pasa de ser una simple admiración, pero seguimos como si tal.
Resumiendo, que nos pasamos la vida intentando tomarle el pelo a Dios. Reclamamos el trapo y no nos fijamos en el carro. Porque tenemos la gran luz, la luz que brilló una vez en Belén y que no ha vuelto a apagarse. Esa luz que marca los caminos que nos hace convertirnos de verdad.
De noche distinguimos perfectamente las pequeñas luces de las estrellas. Pero de día es imposible porque hay una gran luz, una luz superior que lo ilumina todo, que lo llena todo. Es absurdo buscar esas pequeñas luces, es innecesario.
Tenemos la luz de Cristo que nos ilumina, que pide nuestro desprendimiento, nuestra generosidad, nuestra misericordia, para manifestar que el Reino de Dios ha llegado, para hacerlo visible, para que la fraternidad llene toda la sociedad.
Vivir en cada momento con toda la intensidad el amor de Dios y derramarlo a manos llenas, como Él lo hace. Con grandes gestos y momentos, con pequeños gestos y momentos, que si los sumamos serán inmensos.
La gran luz de la que hablan tanto el profeta como el evangelista, ya nos ilumina a nosotros. Desde esa luz Dios nos va haciendo su llamada constante, nos marca el camino para que le sigamos, nos indica el modo para no perdernos, para no distraernos, y dejar de hacer aquello que si podemos, que nunca es pequeño. Y que Dios siempre valora de igual modo.
Santiago Rodrigo Ruiz
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